EL
MUNDO
DE
LA ABUELA INÉS
Autor: Alex Villanueva A.
Caracas, Febrero de 2012.
“La vida no es la que uno
vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla”.
Desperté de repente, todavía no
amanecía, pero comenzaba a sentirse el ruido de la ciudad que rasgaba el profundo
silencio de la noche, el tiempo se preparaba para otro amanecer, otro día más.
A lo lejos se sintió el agudo y penetrante sonido de una sirena.
Encendí la lámpara de la
cabecera de mi cama y miré el reloj que apuntaba con sus agujas fluorescentes las
5:00 AM, todavía era demasiado temprano para levantarme. El calendario colgado
en la pared me decía que era un amanecer de un día del año 2020…
EL MUNDO DE LA ABUELA INÉS
Capítulo 1
Estábamos
en la ventana de la habitación mirando hacia la bulliciosa avenida, contemplábamos
el tráfico de la ciudad, cuando de repente giró su cabecita, me miró con
curiosidad y tocó mi rostro con sus manitos, entonces preguntó:
–
Abuelita. ¿Por qué tienes arruguitas en tu cara?
Me
sonreí, porque mi nieta tenía una expresión de inocente curiosidad y me miraba
con sus grandes ojitos negros. Con tanto esmero que durante años he tratado de
ocultar mis arrugas del rostro, pensé, y mi pequeña niña me las destaca sin
ningún tipo de discreción. Menos mal que todavía no se ha dado cuenta que tengo
las canas blancas de mi pelo pintadas de negro con el tinte de la peluquería,
ni tampoco sabe de los dolores de mis articulaciones cuando camino.
–
Son las huellas de la vida, mi cielo – le contesté casi en susurro, como si
temiese que alguien más escuchara.
Sí,
es verdad, reflexioné, son las huellas de la vida que afloran en la piel cansada
con el paso de los años, mis arrugas son las tristezas y las alegrías de mi
vida, son los frutos como lo es mi hermosa niña del alma que ahora está conmigo,
son senderos que orgullosa quisiera mostrar para que otros los puedan seguir,
son semillas que el viento posiblemente hará germinar en otros lugares.
Esto
me trae el recuerdo de mi abuelita Carmen, ella sí era viejita de verdad, pero
llena de energía y sabiduría. Vivíamos con ella y mis padres en un par de casas
de campo hechas de barro y paja seca, en el sector de Las Barrancas, a la
orilla del río Hurtado, un afluente del río Limarí, frente al caserío de
Huamalata, que era apenas una hilera de pocas casas rurales alineadas en una
sola calle de tierra. Estábamos en un sitio más o menos a 6 kilómetros de la
ciudad de Ovalle, la que se encuentra ubicada en el norte central de Chile.
En
una casa vivía la abuelita con sus hijos menores, tío Lucho, tío Roberto y tía
Juana, además, dos niños: Osvaldo y Alberto. Osvaldo era hijo de la tía Juana y
Alberto era un chiquillo que criaba la abuelita y no sabía que relación había
entre ellos. Después, cuando adolescente, supe que Alberto era mi hermano mayor
por parte sólo de mamá.
En la otra casa, muy cercana a la
anterior, yo vivía con mis padres, Manuel y Emma, y mis hermanos: Hilda, la
mayor de todos, y seguían después Alfonso, David, Otilia y Gabriel, menores que
yo, y de quienes tengo recuerdos muy borrosos, puesto que el tiempo los hizo
difusos. Después nacieron más hermanos menores cuando mi familia se mudó al
norte desértico del país.
A
pesar de que éramos muchos hermanos y, por tal razón, no podíamos tener
atención preferencial, tuve una infancia feliz, corriendo y saltando entre las
higueras, los nogales, las parras, los perales, los tunales y a lo largo de
todo el huerto de la abuelita que lo trabajaban mis tíos y papá. No faltaba
nada, pues todo lo producía el huerto y aquello que no se tenía a mano se
conseguía en las huertas vecinas. Del mismo modo, lo nuestro también era de los
vecinos. Era un trueque implícito y nadie sacaba ventajas del otro.
El
agua se obtenía de un manantial que no estaba a demasiada distancia de la casa.
De allí se traía el agua en baldes que se vaciaban en tambores de 200 litros,
los cuales tenían una capa interior de cemento y se mantenían envueltos con un
trapo exterior que permanecía húmedo para que el agua se conservara fresca.
La
letrina era un pozo séptico que estaba ubicado algo retirado de la casa, para
evitar las moscas y el mal olor. Era un hueco pequeño de pocos metros con una
plataforma superior de madera y con un cajón que tenía un hueco al medio. Para
los niños era peligroso, porque alguien se podía caer por el hueco en las
profundidades del excremento acumulado, entonces sería un niño de mierda. Por
supuesto, de vez en cuando se le echaba cal al pozo para neutralizar los
desechos.
Allí
nací, hace muchos años atrás, bajo el cuidado de mis padres, en medio de la
plácida vida del campo y con la vista hacia el extenso paisaje del valle del
río Hurtado, alejada de la ruidosa vida de la ciudad. Nací y me crié entre las
más hermosas primaveras llenas de verdor y flores de todos los colores.
Era
la regalona de mi abuelita Carmen. Ella me sentaba en su regazo y me
entrelazaba el pelo en dos largas trenzas que yo lucía orgullosa cuando iba a
la escuela. Siempre mi abuelita me dijo que era la más inteligente de sus
nietas y que debía estudiar mucho para progresar en la vida. Ella sabía lo que
decía, pues tenía muchas arruguitas en su rostro.
–
Abuelita. ¿Por qué la vida deja huellas? – interrumpió mis pensamientos mi
nieta y me sacó de mi ensimismamiento
–
Pues, mi niña, cuando caminas por la arena vas dejando las huellas de tus pies.
Así es la vida, es como caminar por senderos del tiempo que van dejando trazas
en las personas que te rodean, también quedan huellas dentro de tu corazón.
Algunas se borran con la brisa de los años y otras afloran en la piel cuando
llega la madurez. Otras quedan para que nunca seamos olvidados.
¿Dije la madurez? Quizás debí haber
dicho la vejez, pues sí, así es cuando se siente el peso de los años que obligan
a detenerse por momentos, para posar la mirada en el largo sendero de vida que
se ha recorrido y reflexionar sobre las huellas que han quedado de tanto andar.
¿Ha valido la pena llegar hasta aquí?
Recuerdo
mi casita humilde de campo, veo con mi imaginación a mi abuelita, preparando comida
en la cocina de leña que emitía bocanadas de humo blanquinegro por la chimenea
del hogar, a lo lejos mi mamá lavando ropa en la orilla de un canal del río, mi
papá guardando las cosechas en el túnel que se usaba como despensa para
protegerlas de la humedad y que había cerca de la casa, mis hermanos cazando
lagartijas entremedio de las piedras de la ladera del cerro y yo con mi muñeca
de trapos en mi mundo de infantiles fantasías. ¡Vaya, es largo el camino que he
recorrido!
Era
como el paraíso terrenal, del cual una vez que se sale ya no se puede regresar.
Ese era mi mundo lleno de candor, todo era de una naturaleza sencilla e
impregnada de ingenuidad. En ese mundo no había radio ni televisión, no había
luz eléctrica y se usaban velas con mucha moderación en las noches antes de
dormir. La casa sólo tenía la puerta principal de entrada, hecha de madera,
pero las habitaciones interiores tenían simplemente cortinas que hacían la
función de puertas. El piso de la casa era de tierra endurecida.
No
se compraban periódicos, ni revistas, aunque a veces traían ediciones viejas
del diario “La Provincia”, que terminaban en la letrina con las páginas recortadas
en ordenadas hojas, sujetas con un clavo a la puerta, y que se usaban como
papel de baño. A veces se encontraba en casa una que otra vieja revista Écran o
El Peneca, que traía la abuelita Carmen cuando iba caminando a Ovalle con su
canasto lleno de huevos para venderlos en el mercado municipal.
Todo
era armonía en mi mundo infantil, un mundo de mujeres, ya que mi abuelita era
la jefe del núcleo familiar, después seguía mi mamá quien, a pesar de su
pequeña estatura, mandaba a mi papá. Así era, porque mi abuelo murió cuando yo
era muy pequeña y sólo me dejó un borroso recuerdo de un hombre delgado, con
facciones duras y un sombrero de campo. Lo recuerdo de pie con las piernas
separadas y un fuete en la mano dándole órdenes a mi tíos Roberto y Lucho.
Cuando
murió mi abuelo fue la única vez que recuerdo haber tenido mucho miedo, decían
que había muerto de un ataque al corazón y todos lloraban, se persignaban y
rezaban. Recuerdo que mi hermana mayor, Hilda, nos mantuvo en casa cuando la
familia se fue al cementerio para el entierro. Todo era un silencio, no sé por
qué nadie hablaba.
Sí,
es verdad que la muerte del abuelo me produjo mucho miedo, en general la muerte
me produce miedo, me ocasiona una sensación de infinito vacío y soledad. De
algún modo la relacionaba con los cuentos de “la llorona” que contaba papá,
cuyos llantos en las noches oscuras hacían temblar hasta el más valiente. Y
papá sabía mucho de estas cosas, pues él se había enfrentado incluso al Diablo
mismo en varias oportunidades en la cordillera.
Claro,
papá era un hombre rudo, muy osado y aventurero, aunque de naturaleza muy
bondadosa. Varias veces fue arreando un rebaño de cabra de decenas de animales
propiedad del tío Rosario, hasta el pie de la cordillera de los Andes, para que
los animales pudieran pastar y pasar el seco verano de nuestra localidad. Papá
partía a mediados del mes de noviembre, acompañado de varios perros arrieros, y
regresaba en marzo o abril del año siguiente, cuando se iniciaba el otoño. Menos
mal, pues caso contrario seríamos muchos hermanos más.
Cuando
papá regresaba de la cordillera traía en las alforjas de su caballo muchos
quesos de cabra, eran unos exquisitos quesos blancos y duros que el mismo
preparaba de manera rudimentaria en la cordillera, ordeñaba las cabras en una
improvisada instalación para dar sombra y luego se cortaba la leche con cuajo,
para separar el suero de la leche, finalmente se moldeaba la masa blanquecina
en recipientes redondos donde se presionaba el queso hasta que perdiera casi
todo el suero y después se le ponía bastante sal en el fondo y en la parte
superior… y listo. El suero se les daba como alimento a los perros.
Una
vez papá me explicó el procedimiento para hacer tales quesos de cabra, con la
sencillez que es propia de la gente de campo. Yo le pregunté: ¿Papá, para qué
le echan sal al queso? Pues, me dijo, pa’salarlo. Nosotros éramos gente
sencilla y para nosotros el mundo funcionaba por razones sencillas.
El
tío Rosario era un hermano de papá que tenía un terreno grande a las orillas
mismas del río. Tenía una hermosa casa en la ladera del cerro, donde vivía con
su familia, más arriba de la nuestra, pero a mamá no le gustaba que los
visitáramos, porque casi siempre nos atendían sólo en la puerta de la casa y no
nos invitaban a pasar. Claro, me imagino que éramos unos chiquillos llenos de
polvo y con los zapatos embarrados que podíamos ensuciar su pulcro hogar.
La
tía Elba, esposa de tío Rosario, nos invitaba siempre: “Aprovechen de comerse
los damascos de los cochinos”, y nos ofrecía un canasto lleno de sabrosas
frutas maduras. Por supuesto que yo disfrutaba aquellos deliciosos
albaricoques, incluso guardaba otros más para llevármelos a casa, pero nunca interpreté
que la tía nos decía cerdos o cosa parecida.
–
Entonces, abuelita, las huellas de la vida son como las cosas que se aprenden
en la escuela, ¿verdad? – me preguntó mi nieta.
– Cierto, mi amor. Las cosas que se
aprenden con el estudio y con la experiencia van dejando huellas en la mente y
el corazón. Muchas de esas cosas sirven y nunca se olvidan, tal como cuando
aprendiste los números, pudiste contar los objetos, o como cuando aprendiste
las letras, entonces pudiste leer muchas cosas.
Cierto, yo aprendí muchas cosas en
la escuela. Recuerdo que yo aprendí mis primeras letras en una escuelita de
Villaseca, un pequeño caserío casi a 2 kilómetros de mi casa. Todos los días
nos íbamos caminando a esa escuela un grupo de niños y niñas por un angosto
camino de tierra paralelo al río, aguas arriba, bordeando el cerro de
Barrancas. En el grupo iba Alberto, Hilda, Osvaldo y otros niños de la
localidad.
Mi tío Rosario me regaló el primer
bolso escolar, un cuaderno y una caja de 6 lápices de colores para pintar mis
garabatos. Me sentía muy orgullosa con mi nueva condición de estudiante y mi
uniforme escolar que, aunque se llenaba de polvo demasiado rápido, era una gran
distinción. Tenía quizás 6 añitos y había comenzado mi aprendizaje formal con
el silabario hispanoamericano. La primera lección de lectura fue la pipa: pa,
pe, pi, po, pu, pi - pa, pa - pa, pe - pe, pi - po, pa – pá.
Que
fascinante es el proceso de aprendizaje, pero no tenía demasiada atención en mi
hogar para estimular este proceso, ya que éramos muchos hermanos y los más
pequeños requerían más cuidado y desvelo. Además, el trabajo de los adulos era
fuerte y el quehacer de las cosas domésticas requería mucho esfuerzo.
De
hecho, había que lavar los pañales a la orilla del río, secar la ropa al sol y
planchar con planchas de carbón, había que cosechar las verduras y cereales de
la huerta, había que hacer el pan en un horno de barro, etc. Entonces, muchas
veces se dejaba sencillamente que los muchachos anduviesen descalzos y con el
trasero al aire. Claro, en esa época no se gastaba dinero en detergentes, ni en
cloro para lavar el baño, ni desodorantes ambientales, ni spray para limpieza
de vidrios, nada de eso.
Me
viene al recuerdo la imagen de los “choclos”, mazorcas de maíz, que se ponían sobre
el techo de la casa para secarlos al sol. Después había que desgranarlos para
alimentar las gallinas, o bien, se molían los granos en morteros de piedra para
hacer la “chuchoca”, una harina gruesa que se usaba para hacer sopas, guisos o
para elaborar la sémola.
También
se secaban al sol, en el techo de la casa, los duraznos para hacerlos huesillos
que luego se guardaban para el invierno. Se comían los huesillos con “mote de
trigo”, elaborado haciendo hervir los granos de trigo en agua con cenizas hasta
que perdiesen la cáscara, luego se mezclaba este mote limpio con los huesillos
y jugo acaramelado. Es un refresco muy típico de Chile.
Otro
refresco característico de la región, que consumíamos con abundancia, era el
“cocho”. Es una mezcla de harina tostada de trigo con leche, o agua caliente, y
algo de miel o azúcar, que puede ser muy espesa o bastante diluida, caso en el
cual se llama también “ulpo”. Yo comía varias tazas de cocho hasta que el
estómago se me ponía como una pelota dura.
–
Abuela, ¿por qué tú sabes tantas cosas? – continuó la conversación mi niña, mientras
me miraba con su mirada llena de curiosidad, sacándome de mi pensamientos.
–
Estudié, igual que tú, en una escuela maravillosa, y la vida fue enseñándome
cosas interesantes en la medida que fui creciendo para que un día te las
explicara a ti. Aprendí como los alimentos provienen del campo, se cultivan, se
cosechan y se procesan para luego consumirlos y cubrir nuestras necesidades de
alimentación, para cuidar nuestra salud. Entonces tú debes comprender que la
comida es sagrada y debes comerla toda sin desperdiciar nada, ya que es un
fruto de Dios para nuestra bendición. Aprendí, mi querida niña, que el agua hay
que cuidarla, porque es un elemento muy importante para la vida, pues sin ella
se acaba todo. Te puedo contar como es la vida en el campo, es como vivir en el
paraíso del Edén, porque allí hay de todo… - continué contándole sin haberme
dado cuenta que ella se había quedado dormida, dormía placidamente en mis brazos
mientras mi mirada se perdía en el infinito con tantos recuerdos que se
agolpaban en mi mente como si fuesen de hoy. Es mi vida, me dije, es mi mundo.
Capítulo 2
Me gusta caminar por el parque del
antiguo campo de golf, llevando de la mano a mi nieta. Se siente la frescura de
la vegetación y el canto de los pajaritos que expresan la alegría de la
naturaleza. A mi niña le gusta pasear llevando consigo su muñeca Fanny, su
preferida, que naturalmente no tienen nada que ver con las muñecas de trapo con
que yo jugué.
Ahora
las muñecas tienen sensores computarizados que detectan el ambiente para
hacerla llorar cuando hace frío, o demasiado calor, o ha pasado mucho tiempo
sin alimentarla, o es maltratada, o alguien les da un grito, y pueden recibir y
emitir señales por Internet. Su mamá controla la muñeca con un programa maestro
desde su Iphone de 5ta generación, a través de las redes públicas Wi-Fi, para estar
pendiente de su hija y enseñarle la atención a un bebé y a darle un trato muy
cuidadoso.
– Mi cielo, ¿por qué no pones la
muñeca en “Off”? – le dije a mi nieta cuando comenzó a llorar ese aparato,
quiero decir, la muñeca – y cuéntame: ¿Qué quieres ser cuando grande?
–
Abuela, cuando yo sea grande seré doctora y te cuidaré con mucho cariño para que
nunca te mueras. Te voy a dar muchos medicamentos y cuando te duelan los huesos
te voy a poner una inyección – contestó candorosa.
¿Los huesos duelen?, me pregunté.
Por supuesto que sí, bastante que me dolieron los huesos cuando me caí cruzando
el río Hurtado con el traje de la primera comunión que me habían prestado.
Cuando el río tenía poco caudal se cruzaba saltando de una a otras piedras que
sobresalían del agua, pero como eran redondeadas y estaban mojadas eran muy
resbalosas.
Vaya desgracia, el blanco traje como
el de una novia, que usé en la ceremonia religiosa, en la antigua iglesia de
Huamalata, quedó todo estropeado y hubo que repararlo para devolvérselo a quién
fue después mi tía Margarita, en aquella época una jovencita del pueblo, amiga
de la familia, y que amablemente me lo prestó.
Ese
río era traicionero, ya que cuando el deshielo de la cordillera era muy
excesivo se debían abrir las compuertas del tranque Recoleta y su caudal se
desbordaba. Entonces para cruzar al pueblo de Huamalata se debía dar la vuelta
por Villaseca, y recorrer una distancia de aproximadamente 4 kilómetros. Otra
opción era dar la vuelta río abajo, hacia Ovalle, para cruzar por el puente de
Puntilla.
Ese cruce del río lo realicé diariamente
durante dos años, cuando después de mi primer año en la escuela de Villaseca me
cambiaron a la Escuela Básica F-171 de Huamalata. Teníamos que seguir un
sendero que cruzaba los sembradíos de varias huertas y luego debíamos saltar sobre
las piedras del río, siempre con el cuidado de alejarnos de algunos perros
bravos que nos salían en el camino. Lo hacíamos de ida y regreso en un grupo de
niños donde estaban mis hermanos, mi primo, mi amiga Doris y otros niños de Las
Barrancas.
Aquella vez que hice la primera
comunión se hizo una fiesta familiar en mi casa. La abuelita Carmen mató dos
gallinas e hizo un sabroso asado en el horno de leña. Ciertamente el proceso de
preparación no era tan sencillo como ahora que simplemente se compra un pollo o
un pavo, preparado de una vez, o se compra en el supermercado el ave limpia y
despresada.
No
era simple, en aquella época se debían matar a las gallinas con las propias
manos, se le tuerce el cogote y se le da un tirón hasta fracturar el pescuezo,
manteniéndola bien sujeta hasta que deje de patalear, si no, cuando se mete al
agua hirviendo, saldrá volando de espanto. Hay que evitar darle un tirón con
mucha fuerza, ya que uno se puede quedar con la cabeza sangrando en la mano. En
todo caso, más complicado que matar la gallina es agarrarla, porque huyen
despavoridas.
Después, desplumar la gallina es un
laborioso trabajo para dejarla completamente limpia. Decían que si se le traía
el gallo enamorado la misma gallina se desnudaría solita y se quedaría sin
plumas, pero en realidad no es tan sencillo. Se arrancaban a mano las plumas y
una vez desplumada el ave se procedía a rasurarla con una navaja para quitarle
todas las pelusas y, para mayor seguridad, se hacían varios pases de la gallina
por las llamas del fuego para quemarle cualquier resto del plumaje, finalmente
se lavaba con un escobilla de mano.
Después
se abría el ave con un enorme cuchillo, bien afilado, para quitarle las tripas
y las vísceras. A mí me gustaban los huevos tiernos que se encontraban en el
interior de la gallina, había de varios tamaños en proceso de formación.
–
Mira, abuelita, esas hormigas van desfilando en fila – me dijo mi niña mientras
observaba al pie del tronco de un árbol –
¿Por qué hacen eso?
–
Están trabajando. ¿Recuerdas el cuento de las hormigas y la cigarra? – le contesté
– La cigarra bailaba y cantaba en verano, sin preocuparse de reunir alimentos para
después, pero las hormiguitas trabajaban durante todos los días. Entonces
cuando llegó el invierno las hormiguitas pudieron disfrutar con tranquilidad de
sus alimentos en su hogar y, en cambio, la cigarra pasó mucho hambre y frío.
–
¿Y nosotras, por qué no estamos trabajando? – me pareció que preguntaba algo
desconcertada.
–
Yo trabajé durante muchos años en mi vida, igual que las hormiguitas, pero
ahora es como el otoño de mi vida. En cambio, tú responsabilidad ahora es
estudiar para que en el futuro puedas hacer un trabajo importante, quizás como
una doctora que dices querer ser.
Me
parece que quedó conforme con la respuesta que le dí, aunque es muy difícil
saber que hay dentro de la cabecita de una pequeña niña que recién está
descubriendo el mundo. Así eran muy íntimos mis sentimientos de emoción y
alegría cuando asistía a las trillas que se organizaban en el campo para
limpiar el trigo de las cosechas. Era el trabajo para guardar alimentos para el
invierno, igual que las hormigas.
Se
invitaba a los campesinos amigos de la zona para que asistieran a la parte alta
del cerro con sus caballos, donde estaba habilitada un área para la llamada
trilla a yegua suelta. En un terreno plano y limpio estaba la hera, sitio
central donde se colocaba una inmensa pila con las espigas de trigo, cercada
rudimentariamente con palos y alambre para mantener los caballos dentro del
área.
Aquello
era una fiesta del verano, porque se llevaba bastante comida y se preparaban
también cabritos asados. Las mujeres se preocupaban de todo lo relacionado con
la comida, bajo una ramada que se construía con materiales livianos del campo,
en cambio, los hombres se preocupaban de sus chuicas o damajuanas de vino tinto
para tomar energía y hacer correr sus caballos y yeguas en torno a la pila de
las gavillas de trigo. En la medida que los animales van pisoteando se separan
los granos de trigo de la paja, el desperdicio es la paja, por eso quien habla
tonterías se dice que habla pura paja.
El
yeguarizo es quien dirige la faena y, después de la trilla, los horqueteros son
los que se preocupan de levantar la paja molida contra el viento para que los
granos, más pesados, caigan directo al suelo y la paja se aleje con la brisa.
Después se recogen los granos de trigo en sacos de más o menos 25 kilos y se
reparten entre los propietarios de la cosecha. Todo terminaba con algunos
borrachitos que se quedan a la espera de una próxima trilla de algún otro lugareño.
Los
sacos de trigo los guardaba papá en el túnel que usaba de bodega para proteger
los alimentos. Cuando era necesario se llevaban algunos sacos para el molino
donde se pagaba por el servicio de molienda y la separación del salvado de la
harina. El pago era una fracción del mismo producto que se obtenía, más el
salvado. La harina era luego repartida entre los familiares.
A mí me
fascinaba esa fiesta de la trilla, podíamos correr libremente, los niños perseguían
a los cabritos que corrían y balaban buscando a su mamá, entonces, cuando lograban
alcanzar alguno lo agarraban de la cola y de los cachos. Las niñas jugábamos al
luche, o a saltar la cuerda, o a pasar la moneda recitando: “corre el anillo por un portillo, pasó un
chiquillo comiendo huesillos, a todos les dio menos a mí”, mientras se
simulaba que se pasa una moneda entre las manos semiabiertas de los jugadores,
después se pregunta a un jugador para que adivinara: “¿quién tiene la prenda”.
Disfrutaba
mirando a los invitados especiales que llegaban vistiendo sus mejores trajes de
huaso, vistosas mantas, con chaquetilla negra, pantalones de tela con rayas, faja
al cinturón, sombrero de ala corta y un caballo brioso. Así, con ese aspecto y
un aire soberbio, se paseaba por la ciudad de Ovalle el Sr. Guzmán, papá de Sergio
que sería mi futuro cuñado, pues se casó algunos años después con mi hermana
Hilda.
La
trilla se parecía a las Fiestas Patrias, que se celebraban para el 18 de
Septiembre de cada año, cuando la gente bailaba “cueca” y bebía chicha de uva,
una bebida alcohólica de sabor dulce que se preparaba fermentando la fruta. También
se comían empanadas chilenas y cabritos preparados a la parrilla al aire libre.
A
mí me gustaba tomar leche al píe de la cabra, cuando la ordeñan sale un chorro
fuerte de las ubres, la leche es espumosa, densa y tibia. Mi papá, junto a la
cabra, nos daba un jarro grande para cada niña y niño, decía que era el mejor
alimento del mundo. Así seríamos fuertes y viviríamos muchos años, decía con
mucha convicción.
–
Abuela, ¿por qué te sientas? Yo quiero seguir caminando – dijo mi nieta mientra
yo la instaba a descansar en un banco del parque.
–
Mi amor, déjame descansar un ratito y después seguimos caminando – le dije con
voz casi suplicante – Vamos a escuchar el canto de los pajaritos para saber sus
secretos.
–
Abuela, ¿tú puedes entender lo que se dicen los pájaros? – dijo con una carita
de asombro – ¿Acaso tú eres una pájara? – y se puso a reír.
–
Pues, obsérvalos con mucha atención. Ellos parecen indiferentes, pero están
siempre muy atentos a todo lo que ocurre, y cuando consiguen algo de valor se
lo llevan hasta donde nace el arco iris. Allí tienen un tesoro que nunca nadie
ha podido encontrar.
–
Abuela, vamos a buscar ese tesoro. Abuelita, vamos…– me decía con sus ojitos
brillante de entusiasmo.
¡Un
tesoro! Bueno, sí, en mi casa de campo había un tesoro. Así decía mi papá,
porque el siempre veía en las noches de luna llena unos conejos de ojos
brillantes que saltaban entre los arbustos, y eso eran una señal de que en los
alrededores de la casa había enterrado un tesoro con muchas monedas de oro. El
lo buscó con mis tíos, pero nunca encontró nada.
Dicen
que la gente ambiciosa nunca encuentra los tesoros enterrados, por ese motivo
deben acompañarse con niños inocentes para tener mejores posibilidades de
encontrarlo. Quizás deba ir con mi nieta a buscar el tesoro donde nace el arco
iris y tal vez lo encontremos, pues yo ya no quiero nada material para mí, si
lo encontrara se lo daría a todos mis nietos.
Es
razonable que pudiese haber algún tesoro en los alrededores de mi casa, ya que
la gente antigua guardaba su riqueza en cofres que escondían bajo tierra, especialmente
monedas de oro, porque no había bancos o no confiaban en ellos. A veces se
olvidaban de tales entierros, o se morían, sin que nadie quedara enterado de
ello.
Dicen
que tío Roberto se encontró el tesoro y no se lo dijo a nadie, porque cuando él
trabajaba para la municipalidad como chofer de un camión cisterna, se dedicaba
a repartir agua potable en los caseríos de la zona, de repente un día renunció
al trabajo y se compró una camioneta para transportar verduras al norte del
país. Su progreso y el de su familia fueron notables.
Por
otra parte, el tío Lucho comenzó a trabajar como chofer en una empresa de
microbuses de trasporte colectivo rural. Le decían el micrero más loco de
Huamalata, así sería insólita la manera como conducía. Después de algunos años
se compró un microbus propio, más adelante otros y formó su propia empresa.
Son
tantos los recuerdos de mi infancia. Recordar es como soñar, es como un viaje
por un espacio ingrávido, es como volar por otras dimensiones, llevada por una
suave brisa.
–
Abuela, no te duermas. Vamos a buscar ese tesoro, abuelita. Vamos…
Capítulo 3
Cuando
observo a mi nieta me recuerdo que tenía más o menos su edad, ocho añitos, el
día que mis padres y hermanos se fueron a vivir a la mina Carmen, un campamento
minero al norte del país, en la región desértica de Atacama, pero a mi me
dejaron con mi abuelita Carmen. No estaba muy consciente de la situación, pero
me invadió un sentimiento profundo de desolación, pues era la rotura del cordón
umbilical con mi familia.
En
mina Carmen no había el nivel escolar para mí, entonces o me iba con ellos para
ayudar en la crianza de mis hermanos menores, como ocurrió con Hilda, mi
hermana mayor, quien dejó de estudiar, o me quedaba para continuar mis estudios
en la escuela primaria. Allá, con el mineral de hierro, a mis padres se les
fortaleció la hemoglobina y nacieron en seguidilla mis hermanos Ricardo,
Cristina y Jaime.
La
vida en Las Barrancas se había vuelto muy dura y mi familia había crecido
demasiado, ya éramos siete hermanos, sin contar a los que llegaron después, que
había que alimentar y atender, pero las inundaciones del río en invierno y la
sequía después en verano ya no garantizaban el pan de cada día. La alternativa
era trabajar en las minas del norte y así lo decidió papá con mamá.
Se
fueron y a mí me dejaron a cargo de mi abuelita, a la espera de que se iniciara
el año escolar y continuara con mis estudios de primaria, en consideración a
que yo siempre había sido una buena estudiante. Como yo era su nieta regalona
no me faltó el cariño y amparo de ella, pero cuando se iniciaron las clases me
llevaron a la casa de una comadre de la abuelita, en Ovalle mismo, y me
inscribieron en un colegio privado.
Viví
con la Sra. Panchita y su esposo Don Francisco, personas ya de avanzada edad
que vivían en su hogar con sus dos hijas menores que se dedicaban a trabajar, María
y Graciela. Las otras hijas ya estaban casadas, Amada vivía con mi tío Gilberto,
hermano de mi mamá, en Santiago, y Aída vivía con su esposo en Coquimbo. Todas
eran personas muy serias y yo les tenía mucho respeto, me atendían con mucha
consideración y nunca recibí de parte de ellos ningún maltrato.
Mi
abuelita Carmen me visitaba todas las semanas, una o dos veces, y a pesar de
que me sentía muy sola, sabía que tenía su cercanía. Ella y mis tíos, los
hermanos de mamá, me daban todo aquello que necesitaba; mi tío Lucho me
regalaba los útiles escolares y siempre estaba pendiente de lo que me pedían en
la escuela.
No
tenía mucho en qué entretenerme, quizás por ello me llamaba la atención que en
las veredas había unas pequeñas tapas selladas de acero para proteger los
medidores de agua, con una pequeña ranura por donde estaba convencida que no
cabía una moneda. Entonces probaba con una moneda y, caramba, sí cabía y caía
al interior. No muy convencida probaba con otra moneda y, por supuesto, en
contra de mis expectativas también caía al interior. Regresaba a casa llorando,
porque se me habían perdido las monedas con las cuales me habían encomendado
que comprara pan. Por suerte Panchita era muy buena y comprensiva.
No
pasó mucho tiempo para que el distanciamiento con mi familia se agravara de
modo imprevisto. Ocurrió que la situación económica en la casa de Panchita, la
comadre de mi abuelita, se volvió muy delicada debido a que sus hijas perdieron
el empleo y había que buscar nuevos horizontes, de modo que tomaron la decisión
de trasladarse a Coquimbo, un puerto que se encuentra a casi 100 Km. de Ovalle,
donde habían más oportunidades para encontrar trabajo y podían vivir con su
hija Aída que ya tenía algún tiempo instalada en esa ciudad.
Me
llevaron con ellos, entonces tuve consciencia de que ya no vería tan seguido a
mi abuelita ni a mis tíos, y mucho menos a mis padres y hermanos. Me invadió un
sentimiento de vacío y la angustia de la soledad dominó mi corazón, condenada a
no tener amigas con quien jugar y apenas compartir con las compañeras de
colegio durante las clases que tenía en las mañanas.
Me
controlaban estrictamente la hora de regreso del colegio, la Escuela Co-educacional
de Niñas Nro. 6 donde me matricularon, pues salía a la 1:00 PM y debía llegar
sin retraso a la casa. Entonces salía corriendo por la calle Aníbal Pinto,
después seguía por la calle O’Higgins, doblaba la esquina donde está la iglesia
San Luis, subía la calle Henríquez y luego llegaba a la calle Manuel Rodríguez,
donde vivía.
Cuando
llegaba a la casa me revisaban minuciosamente el bolso del colegio para
verificar que no hubiese nada extraño. Una vez me hallaron una goma de borrar
que había encontrado en la calle, entonces me formaron un tremendo escándalo,
porque yo no debía tener cosas de otras personas y menos si la había tomado
indebidamente, de manera que me exigieron que devolviera la goma de borrar.
Como
no sabía de quien era, al día siguiente la escondí para siempre en un hueco de
la calle, pero aprendí la lección, nunca tomaría nada ajeno y jamás permitiría
que nadie dudara de mí. Pues sí, por ese motivo cuando adulta, una vez haciendo
una cola en el Banco, se me cayó un billete de alta denominación, que estaba
segura que era mío, pero pregunté para salvar mi imagen: “¿de quién es este
billete?”, muy segura que todo el mundo respondería “es suyo, señora”. No faltó
el imbécil que dijo “es mío” y perdí mi dinero.
En
Coquimbo cursé el cuarto y quinto año de primarias, como una de las mejores
alumnas de tales cursos, pues los estudios eran mi única responsabilidad. No
tenía amigas, salvo una compañerita que me acompañaba de regreso de la escuela
a casa, Edith, quien vivía detrás de la iglesia San Luis.
–
Abuelita, ¿qué piensas? – interrumpió mi pequeña niña, acercándose con una flor
que puso en mis manos – Es para ti, abuela. Tú eres tan linda como una flor.
–
Gracias, mi corazón. Tú me recuerdas que cuando yo era niña también me gustaba
regalar flores – dije con añoranza.
–
¿A quien le regalabas flores?
–
A mi mamá – contesté.
En realidad no era exactamente a mi mamá, ella
no estaba conmigo. Para el Día de la Madre el colegio preparaba un acto
cultural y en esa oportunidad yo le regalaba un ramo de flores a mi mamá
sustituta, la Panchita. Además, era una forma de que en la escuela no se dieran
cuenta que yo no vivía con mi verdadera mamá, ni con un familiar.
Recuerdo
que en la escuela tenía muchas compañeras que eran hijas de italianos, que
vivían en las parcelas entre Coquimbo y La Serena, inmigrantes que llegaron
huyendo de la pobreza de la postguerra de Europa. Muy poco compartía con ellas,
porque no eran amistosas y formaban sus propios círculos cerrados.
Prácticamente
nunca salía de la casa, salvo para ir a la escuela, así es que me entretenía
haciendo bordados a mano, que eran los más bonitos de mi curso, y me producían
enorme orgullos presentárselos a mi maestra. Hice manteles y servilletas para
llevárselos a mi mamá en vacaciones.
Los
días domingos me quedaba sola, porque todos en la casa salían al estadio
municipal para aupar al equipo de futbol de la ciudad, Coquimbo Unido. El
vecindario era muy fanático del futbol y bajaban en multitudes al estadio con
banderas aurinegras y el símbolo de un pirata que identificaba al equipo. Era
un clásico de la región los partidos entre Coquimbo Unido y La Serena Sport de
la ciudad vecina.
Yo
me quedaba sola jugando al luche en el patio de la casa o dedicada a mi
pasatiempo favorito, sentarme a bordar. En realidad eran dos casas, una que
daba a la calle, donde vivía Aída con su esposo, sin hijos, y la otra casa separada
por el patio común estaba al fondo del terreno, en la cual vivía Panchita, su
esposo, sus hijas menores y yo.
Algunas
veces venía mi tío Lucho que me traía cosas que me enviaba mi abuelita Carmen y
me supongo que le traerían algún dinero a Panchita para cubrir los gastos que
yo generaba. Las pocas veces que vino mi mamá a visitarme me traía algunos
regalos, ropa y juguetes.
Recuerdo
una sola vez haber salido a otro lugar diferente de la escuela. Fue cuando
murió el esposo de Panchita, me imagino que de vejez, porque ya era una persona
de muy avanzada edad. Panchita me pidió que fuera a avisarle a su hermana del
fallecimiento del señor, entonces me tuve que ir corriendo por la calle Manuel
Rodríguez y cruzar el arenal, una inmensa extensión de terreno arenosa sin
ninguna construcción, hasta llegar a El
Llano, donde vivía su hermana.
El
velorio fue en la casa y se creó un ambiente de tenso silencio y apenas
murmullos que se producían cuando la gente rezaba el rosario frente al ataúd
rodeado de grandes cirios que se mantenían encendidos durante toda la noche y
que, según la tradición religiosa, iluminaba el sendero que debía seguir el
alma del difunto. La habitación se mantenía entre sombras difusas que se movían
de manera sobrecogedora por efecto de las velas. Era una escena de terror.
Esa
vez sentí miedo, mucho miedo, parecido al de cuando murió mi abuelo Cenobio, esposo
de mi abuelita Carmen. En los velorios no sé si la gente se vuelve atribulada
por la ausencia de un familiar o amigo que haya muerto, o es porque nadie está
seguro que se irá al cielo, entonces la gente reza los “Padre Nuestro” y las
“Ave María” con murmullos de más intensidad y más rapidez, para orientar al
muerto por la debida senda de luz.
No
pasaron muchos días para que la vida del núcleo familiar se normalizara, todos
regresaron a sus actividades de rutina. La Marujita, hija de Panchita, comenzó
a trabajar como dependienta para la atención de público en el estudio
fotográfico “Patricio” de un tal Pocho Villanueva, en el centro de Coquimbo.
Como
vivía en la llamada parte alta de Coquimbo, tenía una vista maravillosa del
puerto. Por un lado podía ver la bahía de Coquimbo con sus barcos mercantes y
los botes de los pescadores y, al fondo, a lo lejos, se veía el faro de La
Serena. Mirando hacia el otro lado se veía la bahía de Guayacán, con su puerto para
carga de mineral de hierro y la playa La Herradura. Claro, nunca me llevaron a
la playa y solo la conocí desde la distancia.
–
Abuelita, si tú le regalabas flores a tu mamá, entonces: ¿Ella te quería mucho?
– retomó la conversación mi nieta
–
Pues sí, mi cariño. Todas las madres del mundo quieren mucho a sus hijos – le
contesté con mucha énfasis – Las mamás desean siempre lo mejor para sus hijos,
así como tu mami desea lo mejor para ti.
– Sí, es verdad. Además, yo tengo mi
ángel de la guarda que siempre me protege – contestó con mucha soltura – ¿Y el
tuyo? ¿Siempre ha estado contigo?
Pues,
creo que sí, me dije para mis adentros. Recuerdo que al culminar el quinto año
de la escuela, mi tío Lucho, aprovechando uno de sus viajes al norte para
transportar verduras, me llevó al campamento de mina Carmen para pasar mis
vacaciones junto con mi familia. Llegué a una casita de madera que la empresa
le había asignado a mi papá, a la cual le habían tenido que construir dos
habitaciones adicionales debido a lo numerosa que era mi familia.
El
encuentro con mis padres fue muy emotivo, estaba radiante de felicidad y ellos
me mimaban con efusividad. Sin embargo, era una situación muy extraña, ya que
había pasado demasiado tiempo sin compartir con mis hermanos y parecía una
extraña entre ellos. Quizás me había vuelto una niña solitaria y huraña.
Ahora
había más hermanos recién nacidos y mamá se multiplicaba para atender a tantos
muchachos. Era tan notorio el esfuerzo que desplegaba mamá para atender a tan
numerosa familia que la empresa le otorgaba todos los años el premio de la
mejor madre del año. Bueno, era una época que poco se sabía sobre el control de
la natalidad y la capacidad de la mujer se medía por su fertilidad.
Progresivamente
fui tomando confianza y me fui acostumbrando a mi verdadera familia, al nuevo
paisaje de cerros áridos, al clima completamente de desierto y a las
polvorientas calles del pueblo que sostenía a 300 o más trabajadores en la mina
de hierro y la planta de chancado. Allí trabajaba mi papá como obrero de la
planta.
Pocos días antes de lo previsto para que
regresara a Coquimbo tuve síntomas de mi primera menstruación, lo cual fue muy
impactante para mí, pues no estaba preparada para ese acontecimiento y nadie me
había explicado que aquello era un proceso absolutamente normal y parte de la
naturaleza femenina de la mujer. Lloré, lloré desconsoladamente, y me
desesperaba pensando que era algo que me iba a ocurrir todos los meses.
Me sentí desamparada y tuve mucho
miedo de irme en esa circunstancia a Coquimbo. Le supliqué a mamá que no me llevaran
otra vez, que me dejara viviendo en casa, pero mamá me regañaba, porque todo
estaba preparado para que partiera a Coquimbo. Después de muchos ruegos, con
lágrimas que me salían de lo más profundo del alma, conseguí finalmente que
mamá aceptara que me quedara en casa. En ese instante sentí muy íntimamente el
calor de hogar, de mi hogar, entremedio del llanto de los bebés, la estrechez
de la casa, el autoritarismo de mamá y la bondad de papá, sentí que yo era de
allí. Me sentí feliz.
–
Sí, mi corazón. Todos tenemos un ángel de la guarda que nos protege. A mí
siempre me protegió – respondí mientras tomaba entre mis brazos a mi pequeña
niña y pensé, ojala yo siempre pudiera protegerla.
Capítulo 4
Aquí
en Venezuela, que geográficamente pertenece a la región inter-trópical, donde
todos los días del año son similares, hay un clima cálido, lleno de luz e
intensos colores, una vegetación exuberante de vivos verdores que alegran el
paisaje y resaltan el azul del cielo. Las épocas del año se diferencian sólo
porque en un período llueve y en otro deja de llover, pero todo el año se
mantiene un ambiente de calor húmedo.
Este
país no se parece en nada a la tierra de mi adolescencia, árida y de color
castaño amarillento, con algunas piedras negruzcas, de suaves matices que
cambiaban según la inclinación del sol. Allá los días son de intenso calor seco,
tanto que hace agrietar los labios, y las noches son frías que calan los huesos
y desgarran las entrañas. Sólo llueve una vez cada 10 años, es apenas una
garuga de unas pocas gotitas de agua que alarman a la gente y provoca que
algunas personas se pongan a rezar, porque temen que ya viene el fin del mundo
En
invierno los días son cortos y las noches largas, es cuando baja el viento frío
de la cordillera de los Andes. Recuerdo una vez un terrible temporal de viento
que hizo temblar toda la casa y el silbido de las ráfagas del viento nos
llenaba de terror. Tengo grabada con horror la imagen de cuando papá y mis
hermanos ponían trancas en las puertas y las ventanas, atrincadas con los
muebles mismos de la casa, aún así parecía que el techo de la casa saldría
volando en cualquier momento.
–
Abuela. ¿Te gusta mi dibujo? – interrumpió mi nieta después de entrar corriendo
a la sala donde estaba sentada embebida en mis pensamientos – Es una casa de
campo con un río y muchos árboles. ¿Se parece a tu casa de niña?
–
Pues, sí, mi corazón, se parece a la casa de mi abuelita Carmen. Está muy
bonito tu dibujo, pero explícame quiénes son esas personas.
–
Esta eres tú cuando eras una niña y estas jugando conmigo a la orilla del río.
Tú siempre viviste en esa casa de campo, ¿verdad?
–
No siempre, yo viví en diferentes casas. Primero viví en el campo con mis papás
y junto con mi abuelita, después estuve sola más de tres años con una familia
amiga que me cuidaba, primero cerca de mi abuelita, después en una ciudad a la
orilla del mar, porque no había escuela donde se mudó toda mi familia. Después
me fui a vivir con mis padres y hermanos nuevamente, en un campamento minero.
–
¿Esa casa dónde viviste era linda, abuela?
¿Cómo
era mi casita? Recuerdo que vivíamos en una casita de madera que la compañía le
había asignado a papá, en el sector de los obreros, al norte del campamento,
cerca de los baños públicos donde teníamos el lujo de unas duchas con agua
limpia. La casita tenía piso de madera y crujía toda cuando se caminaba sobre
dicho piso, creo que se parecía a las casas de las películas del lejano oeste
norteamericano. Tenía 12 años cuando comencé a vivir en el campamento de mina
Carmen junto con mi familia
Mi
familia era muy numerosa, recuerdo que Cristina todavía no sabía caminar y
estaba recién nacido el menor de mis hermanos, Jaime, de modo que éramos nueve
hermanos, cuatro mujeres y cinco varones, sin contar a Alberto que siguió
viviendo con mi abuelita Carmen en Las Barrancas. Debido precisamente a lo
grande que era la familia la compañía ordenó la construcción de habitaciones
adicionales adjuntas a la casa original.
De
vez en cuando pasaba un camión de agua regando las calles polvorientas del
campamento, aunque me parecía que inútilmente, pues el abrasador sol
rápidamente secaba las calles y el viento, o el paso de algún vehículo,
provocaban asfixiantes polvaredas. Igualmente se regaba la pequeña plaza
triangular del poblado, donde había tres o cuatro arbustos resecos y
polvorientos que luchaban por sobrevivir. También ese camión se encargaba de
mantener lleno un par de tambores de agua, los que suministraba la misma
empresa, ubicados en la puerta de cada casa, para que cada familia pudiera
cubrir sus necesidades domésticas.
El
agua es un elemento muy escaso en ese ambiente desértico, donde la vegetación simplemente
no existe o de manera excepcional es absolutamente escuálida. El paisaje es
desértico pedregoso con cerros surcados con quebradas que derraman, parecido a
los glaciares, tierra arenosa y piedras.
A
más de 8 Km corría un pequeño caudal de agua proveniente de la cordillera, el
río Salado, que alguna vez debe haber sido pura y cristalina, pero estaba completamente
contaminado con los deslaves de los desechos de la minería y el vertido de
tóxicos del procesamiento de mineral, especialmente de la mina de cobre de
Potrerillos, y después de El Salvador, de una empresa que ha operado desde la
década de 1920.
La
contaminación de ese río ha sido el más salvaje crimen ecológico que se haya
cometido, pues, además de envenenar completamente el agua, han arrastrado
millones de toneladas de relaves que terminan depositadas en el mar, en la
bahía de Chañaral, que han provocado la mortandad de todo expresión de vida
marina en la región y han arruinado el valor turístico de sus playas.
Papá
trabajaba en la Planta de Chancado, donde se trituraba el mineral del hierro
que provenía propiamente de la mina Carmen. Una vez procesado el mineral se
enviaba por una correa transportadora de 12 Km. hasta el desvío de Hermotita, y
de allí seguía 50 Km. en ferrocarril hasta el puerto Barquitos, en Chañaral,
donde se exportaba el mineral de grueso tamaño hacia las acerías de los Estados
Unidos.
Mi
papá era una persona de gran tamaño, corpulento y de rasgos duros, pero era un
hombre que siempre estaba alegre y tenía muy buen corazón, él era bondadoso y
permisivo, nunca nos regañaba. En cambio mamá, a pesar de su pequeña estatura,
era quien imponía la autoridad en el hogar, de hecho, era autoritaria y
dominante, controlaba todo y hacía cumplir estrictamente las normas de orden y
disciplina, nada se escapaba de su control.
Papá
era muy amistoso, a veces llevaba amigos de su trabajo a la casa o a
estudiantes que hacían pasantías de Verano, los invitaba a comer y a tomar
vino. Recuerdo que una vez llevó a un conocido suyo, quien con muy pocas copas
de vino se emborrachó y comenzó exigir comida, entonces papá consideró que
estaba faltando el respeto al hogar y lo tomó de las solapas y lo levantó del
suelo hasta la puerta de la casa, le dio un puñetazo que el hombrecito salió
volando hasta la mitad de la calle. Nunca olvidaré la impresión de fortaleza y
protección que me dio papá, nadie nos haría daño con un papá así.
Recién
instalada con mi familia en mina Carmen hubo que resolver el problema de mis
estudios, ya que sólo había una escuela primaria de gobierno que iba
progresivamente creando los cursos superiores a medida que avanzaban los
alumnos, pero todavía no existía el sexto año de nivel básico que a mi me
correspondía cursar.
Mi
mamá habló con el director de la escuela para buscar una solución, entonces
decidieron aceptarme, junto con otro muchacho que estaba en la misma situación,
en sexto año escolar, pero asistiendo al salón de quinto año, donde estaban
cursando dos hermanos míos, Alfonso y David. Nosotros, los de sexto, recibíamos
lecciones adicionales y tareas especiales del profesor común de los dos cursos,
para diferenciarnos de los alumnos de quinto año.
Siempre
fui buena alumna, de modo que no tuve ningún problema para adaptarme a la
escuela, mas bien me parece que la exigencia del profesor no era para nada
agobiante. Así entonces, me dedicaba a mis estudios y a mis bordados, mientras
mis hermanos ocupaban el tiempo libre para dedicarse al fútbol en la cancha de
tierra que había cerca de la casa.
Yo
y cada uno de mis hermanos debíamos mantener el orden de las cosas propias de
cada cual. Desde pequeños mamá nos enseño a lavar la ropa y a plancharla, pues
era la única manera de organizar el hogar debido a que éramos muchas personas.
Sólo los menores recibían una atención especial, particularmente de Hilda que
ayudaba a mamá en los quehaceres del hogar y había dejado de estudiar.
De
vez en cuando venía una prima de mamá, Elsa, para ayudar en las tareas de la
casa y la crianza de los pequeños. Cuando ahora recuerdo que éramos tantas
personas del grupo familiar no logro explicarme cómo cabíamos en esa casita tan
pequeña de mina Carmen. Supongo que debido a que ya no cabíamos más en casa,
mamá dejó de seguir teniendo más hijos.
Una
vez que culminé los estudios de sexto año, el último curso de la educación
primaria de aquella época, mi mamá decidió internarme en una escuela mixta de
Chañaral para que continuara los estudios de educación media. Era la escuela
más cercana a mi casa. Chañaral es un puerto en la costa que quedaba, movilizándose
en bus por una carretera en su mayoría de granzón, más o menos a una hora y
media de la mina Carmen, esto es, aproximadamente setenta kilómetros.
Esta
idea de estudiar internada me llenó de entusiasmo, porque los sábados y
domingos podría pasar en mi casa. Por lo demás, sería una experiencia
emocionante, tendría nuevas amistades y mi horizonte de conocimientos sería más
amplio. Entre las tres áreas de formación que había en la escuela: comercio,
humanidades y técnica, había seleccionado con mamá el área técnica, ya que allí
aprendería cosas prácticas y útiles para toda la vida, tales como: cocinar,
bordar, tejer, corte y costura.
Mamá
logró que la llevaran a Chañaral en una camioneta de la compañía Santa Fe, junto
con otras personas que viajaban por otros motivos, para hacer los trámites de
mí matricula en la Escuela Consolidada de Chañaral, en aquel momento el centro
de mis sueños y ambiciones de futuro. Sin embargo, el destino quiso que mamá tuviera
un grave accidente en la carretera, se le abrió la puerta de la cabina de la
camioneta donde viajaba y se cayó al suelo con un tremendo golpe que le
fracturó varias costillas y la cadera.
A
mamá la atendieron de emergencia en el hospital de Chañaral, pero después, debido
a la gravedad del estado de mamá, decidieron llevarla al Hospital
Traumatológico de Coquimbo, donde tuvo un tratamiento con una larga
convalecencia. Logró recuperarse después de varios meses, mientras tanto su
prima Elsa realizó los quehaceres del hogar.
En
esa situación de emergencia, una profesora de la escuela primaria de mina
Carmen habló con su papá, quien era el Alcalde de Chañaral, para que hiciera mi
matrícula en la Escuela Consolidada y yo pudiera ingresar al internado. Tuve
ese año como mi apoderado, o representante como se dice actualmente, al mismo
Alcalde, aunque por supuesto que sólo fue nominativo, pues nunca recurrí a él. En
los años siguientes ingresarían también a ese internado mis hermanos menores.
Fui
muy feliz en mi vida dentro del internado, ya que tenía muchos amigos y amigas
con quienes compartía. Por fin tenía muchas amistades y las veía todos los
días, ya nunca más tendría el sentimiento de soledad que me embargaba cuando
viví en Coquimbo. No tenía problemas en hacer amistades, era bastante sociable,
y estaba en situación similar a la de muchas personas que venían de Pueblo
Hundido, El Salado, Potrerillos, El Salvador y otros pueblos mineros de la
región.
Recuerdo
que al comienzo era extremadamente inquieta, más bien desordenada y rebelde
debería decir. No me gustaba la comida, que era muy diferente a la que hacía
mamá, nos daban unas lentejas todas desabridas que disimulaba comer, pero en
realidad la escondía en una bolsa para después botarlas. Cuando me descubrieron
me vigilaban para obligarme a comer, pero como mi terquedad era mayor no lo
hacía, entonces me castigaban sin dejarme salir el fin de semana.
Era
lo peor que hacían, impedirme que fuera a mi casa, pero era el castigo
disciplinario que imponían a aquellos que se portaban mal. También se quedaba
un pequeño grupo de quienes no viajaban, porque sus casas quedaban muy lejos de
Chañaral y prácticamente sólo salían en las vacaciones de fin del año escolar.
Pasaba
todo el fin de semana llorando desconsoladamente y me vengaba negándome a salir
a pasear en grupo. En efecto, como no podían dejarme sola en el internado,
entonces nadie podía salir, ni siquiera los alumnos que voluntariamente se quedaban
en el internado. Me rogaba el inspector para salir a pasear a la gruta de la
Virgen, o a la orilla del mar, o a la plaza de la ciudad, pero les contestaba
que como estaba castigada no debería salir a ninguna parte. Mis compañeras me
aplicaban la ley del hielo y nadie me hablaba durante todo el fin de semana.
El
día lunes llegaba mamá para averiguar que había pasado en la escuela y
enterarse de los motivos del castigo que me habían dado. A mediodía mi mamá me
llevaba a almorzar a un restaurante de la ciudad y yo me sentía muy feliz
compartiendo con ella. Después de todo salía ganando, tenía a mamá con toda su
atención exclusivamente para mí.
Con
el tiempo los inspectores se cansaron de mi obstinación para no comer
determinadas comidas que me repugnaban. Simplemente no me hacían caso, dejaban
que comiera lo que quisiera y ya no me castigaban los fines de semana, de
manera que los sábados y domingos los pasaba en mi casita, con mi familia, con
el íntimo sentimiento de pertenencia que produce el calor del propio hogar.
Miré
un momento a mi nieta que me observaba con curiosidad, esperando que le
respondiera su pregunta, y le contesté:
–
Sí, mi amor, cuando niña yo viví en una casita de madera y era muy linda, era
una casa pequeña donde vivía con mis padres y mis hermanos, pero era la casa
más dulce y cálida que yo recuerdo.
Capítulo 5
–
Recuerda, mi niña, que debes comer toda tu comida para que puedas crecer fuerte
y sana – insistí para que mi nieta terminara de almorzar.
–
Abuela, ya no quiero comer más… –
rechazó mi insistencia, mientras alejaba en la mesa su plato de comida, y
me miró fijo con sus grandes ojitos – ¿Acaso tú te comías toda la comida cuando
eras niña?
Me
sorprendí con su pregunta. Por supuesto que a mi no me gustaba que intentaran
obligarme a comer lo que no era de mi agrado o cuando ya no tenía hambre. Simplemente
no comía, ni siquiera me amilanaban las amenazas de castigos que profería el
inspector en el internado de la escuela.
De
hecho, un vez que ya tuve antigüedad en el internado ejercía cierto liderazgo
sobre mis compañeras, entonces promoví junto con algunas amigas una huelga de
hambre para reclamar por la mala comida que nos daban en el comedor. Todas las
internas dejamos de comer durante dos o tres días, no recuerdo exactamente,
pero no aceptábamos ningún bocado.
Provocamos
una gran conmoción en las autoridades de la escuela, quienes creían inicialmente
que nuestra manifestación duraría solamente un rato, pero nuestro reclamo se
mantuvo firme. Yo fui afortunada, ya que mis amigas externas, Luisa y Dania, me
traían a escondidas galletas que me las comía de manera disimulada; sin
embargo, otras fueron muy firmes en su decisión de no comer nada.
Efectivamente,
muy firme en no comer nada, así fue la decisión de nuestra compañera Rosalía,
quien vio en la huelga una oportunidad para adelgazar y quitarse algunos kilos
de exceso en su peso. Con mucha tristeza recuerdo que Rosalía fue muy estricta
en su determinación de no comer absolutamente nada, pero como sufría de bocio y
de otras alteraciones de la glándula tiroides que mantenían su metabolismo en
un estado muy inestable, tuvo una descompensación de su organismo y murió.
Así
terminó la primera huelga en la que participé, acabó en luto por nuestra
compañera que solidarizó con nosotras, sin que nadie hubiese estado conciente
de los riesgos que tenía su actitud de no comer. Así es la irresponsabilidad de
la ignorancia, es el pecado ya no de la acción, sino de la omisión, que apenas
es un atenuante de la culpabilidad. Ojala que Dios nos perdone, pensaba en el
comedor del internado, mientras todas comíamos en silencio las lentejas más
agrias de nuestras vidas.
Tuve
el consuelo de mi profesora Raquel, mí preferida entre todas las profesoras de
la escuela. Ella era muy buena y gentil con todo el mundo, fue mi modelo de
persona y le tenía mucha admiración, ya que más que maestra ella fue una verdadera
amiga. La profesora Raquel nos enseñaba como debíamos vestirnos y comportarnos
ante diferentes situaciones, nos arreglaba el cabello e incluso nos daba
permiso para ir a la peluquería de la misma escuela.
Quizás
fue cuando aprendí a arreglar mi apariencia personal que se les ocurrió a los
miembros del club deportivo, donde practicaban fútbol mis hermanos en mina
Carmen, postularme como candidata a la belleza para las fiestas de Carnaval del
pueblo. Todos los años se hacía una fiesta patrocinada por la empresa y se
elegía por votación de los pobladores a una reina.
Competí
para conquistar la corona con Rosa Elena, una muchachita muy calladita que vivía
con sus tíos en el campamento. Mis hermanos me hicieron campaña y entre sus
amistades buscaron los votos que me favorecieran. La competencia fue muy reñida
y el proceso de conteo de votos fue muy emocionante, ya que las diferencias
eran muy estrechas, pero finalmente gané y fui proclamada reina del carnaval,
Inés Primera.
La
Sra. Cristina, esposa del administrador Karol Rojas, me ayudó a confeccionar el
traje de reina, un vestido largo de color blanco, como el de una novia, que lucí
muy orgullosa. Me pusieron una corona que tenía lentejuelas brillantes
cristalinas y una banda bordada, con ribetes dorados, que cruzaba mi pecho. Con
un gesto de elegancia levantaba una y otra mano, embutidas en largos guantes
blancos, y saludaba a mis súbditos que me aclamaban. ¡Qué emocionante fue
aquello!
Eso
fue un sueño hecho realidad. ¿Quién no sueña ser reina alguna vez? Es la
fantasía de cualquier niña, tal como decía la poetisa Gabriela Mistral:
Todas íbamos a ser reinas,
de cuatro reinos sobre el mar.
Sí,
todas íbamos a ser reinas, fantaseábamos mis amigas en el internado de
Chañaral, igual como soñaba la poetisa chilena:
Lo decíamos embriagadas,
y lo tuvimos por verdad,
que seríamos todas reinas
y llegaríamos al mar.
Era la reina, aunque de un reino muy
pequeño y humilde, enclavado en medio del desierto, pero era la reina de aquel lugar.
Mis sueños se hicieron realidad entre hadas y fantasías, entre la bulliciosa
música de fiesta y el baile de vals. Mi mamá estaba muy orgullosa y después de
la celebración guardó el traje y la corona que aún deben estar, después de
tantos años, en algún baúl de mi familia.
Mi
profesora Raquel me felicitó con mucho entusiasmo cuando se enteró que había
sido reina en las festividades de carnaval de mi pueblo. Con ella siempre me
sentía bien y sus palabras de aprobación y motivación eran muy importantes para
mí, razón por la cual sus enseñanzas dejaron una huella indeleble en mí. Ella
nos enseñaba labores del hogar, tales como: el arte de la cocina, corte y
costuras, bordados con agujas y crochet, tejido con palillos, y muchas cosas
más.
Tengo
hermosos recuerdos de mi profesora Raquel, pues era mi confidente y sabía de
mis gustos y de mis fantasías de amor. Ella siempre nos daba ideas para hacer
cosas nuevas, nos motivaba para escribir poesías y pasábamos muchas horas en la
biblioteca revisando libros y buscando poemas.
Una
vez encontré un poema de amor que me gustó mucho, Nocturno a Rosario, de Manuel
Acuña, un poeta mexicano que dicen se suicidó debido a su infortunado
enamoramiento de Rosario de la Peña. Se inicia así:
¡Pues bien!, yo necesito
decirte que te adoro,
decirte que te quiero con todo
el corazón;
que es mucho lo que
sufro, que es mucho lo que lloro,
que ya no puedo
tanto, y al grito en que te imploro,
te imploro y te
hablo en nombre de mi ultima ilusión.
Es
larguísimo el poema. Otra estrofa dice:
Comprendo que tus besos jamás
han de ser míos,
comprendo que en tus ojos no
me he de ver jamás;
y te amo y en mis locos y
ardientes desvaríos,
bendigo tus desdenes, adoro
tus desvíos,
y en vez de amarte menos te
quiero mucho mas.
Tuve
la genial idea de enviárselo por correo postal, al campamento de mina Carmen, a
mi amor platónico, Apolonio, un profesor de matemáticas con quien apenas tenía
un trato muy distante en los eventos de fin de semana que se llevaban a cabo en
la escuela del pueblo. El organizaba partidos de fútbol, donde participaban mis
hermanos, y me encantaba como él le daba a la pelota, la bola para arriba, la
bola para el lado, la bola para abajo. Lo adoraba.
Fue
la primera declaración de amor que hice a alguien que tenía en mis fantasías,
pero que en la realidad él quizás apenas sabía que existía como una mocosa
impertinente. Pasé muchos días asustada por la esquela anónima que había
enviado y seguramente, pensaba, habría llegado a su destino. Si era sensible,
supuse, al menos iba a preguntar entre sus colegas si conocían el poema.
¡Qué
desilusión! Pasaron los meses, terminó el año escolar, luego pasó otro año más,
y sólo entre nosotros había un simple saludo en las ocasiones que nos
cruzábamos. Unas pocas veces hablamos de asuntos de estudios, mientras yo
sentía un cosquilleo en la boca del estómago, pero no pasaba nada más, y él
seguía con su afán por el fútbol, con la bola para arriba, la bola para el
lado, la bola para abajo. Definitivamente lo adoraba.
Cuando
estaba en quinto año del nivel secundario me comenzó a ir mal en el área de
matemáticas, entonces mi mamá decidió buscar a un profesor para que me diera
clases particulares los fines de semana, en las oportunidades que salía del
internado. Enorme fue mi desconcierto cuando lo encontré en mi casa como mi
profesor de recuperación en matemáticas; mi corazón dio un vuelco.
La
sorpresa fue tan grande que se me olvidó el asunto del poema que tiempo atrás
le había enviado y sólo estaba pendiente de no faltar a mi casa ningún fin de
semana, de manera que me comía todas las lentejas en el pensionado para que no
me dejaran castigada y, caramba, cómo me empezaron a gustar las matemáticas.
Un
día noté que se quedó observando el tipo de letras que yo escribía, entonces me
pidió que escribiera las letras mayúsculas y me preguntó si a mí me gustaban
los poemas. Sin pensar contesté que sí, además le dije que los coleccionaba,
pues era mi pasatiempo favorito. Me quedó mirando fijamente y dijo: entonces
fuiste tú. Mi corazón dio un vuelco y me puse de todos los colores.
Sacó
el poema que le había enviado años atrás y comparó las letras, por supuesto que
era de la misma mano. Me dijo que desde hacía mucho tiempo buscaba a la persona
que se lo había enviado. Me tomó las manos y me dio un beso que hizo subir toda
mi sangre al rostro, mi corazón brincaba atolondrado y mis ojos se pudieron
blancos.
Una
vez que entre nosotros quedó todo al descubierto comenzó nuestro romance, un
romance en la clandestinidad, porque nadie debía saberlo, debido a que él era
un profesor respetable y yo una menor de edad, de modo que era una relación que
contravenía las normas y valores de la época. Si se hubiera sabido se habría
producido un escándalo que habría llevado a la expulsión de Apolonio de la
escuela y yo habría quedado como una muchachita loca. Sólo mi profesora Raquel
sabía de mis amores y nadie más.
Siempre
teníamos alguna excusa para estar juntos, ya que él me involucraba en las
actividades de fin de semana en la escuela. Incluso comenzó a gustarme el fútbol,
ya que él seguía con la bola para arriba, la bola para el lado, la bola para
abajo. Lo amaba, y mi mamá no se daba cuenta de nada, a pesar de que nos
controlaba de muy cerca.
Claro,
ese amor platónico a escondidas no podía durar, llenaba todas mis fantasías,
todos mis sueños estaban impregnados de Apolonio, pero yo no me iba a condenar
a la vida en un pueblo perdido en el desierto, sacando cuentitas de matemáticas
y con la bola para allá y la bola para acá. Nos despedimos con mucha tristeza y
me fui a estudiar a Santiago. Nunca me escribió y yo dejé de juntar poemas.
–
Abuela, dime: ¿qué comías tú cuando eras niña? – insistió mi niña.
–
Comía de todo, mi amor – contesté sin que pudiese contener una lágrima que se
deslizó por mi mejilla – A veces me daban unas lentejas agrias que me las tenía
que comer obligada.
–
¿Por qué lloras, abuela? ¿Acaso eran muy malas las lentejas que tenías que
comer? – preguntó desconcertada mi nieta.
El
amor platónico o toma otros derroteros y deja de ser platónico, o termina un
día y sólo queda en un rinconcito del corazón como un recuerdo agridulce de
algo que no pudo ser, a veces me parece que es como la evocación de las
lentejas. Quizás nos faltó disposición para defender un amor que parecía
prohibido, o quizás todo fue una ilusión que estaba arraigada sólo en un
espejismo donde todo se idealiza lejos de la realidad.
Cuando
regresé a mina Carmen durante mis primeras vacaciones de la universidad,
después de un año en Santiago, volví a ver a Apolonio, pero ya no era lo mismo,
ya se había disipado el calor del ensueño y el aliento de la fantasía. Él se
había enamorado de otra y nunca más volví a saber de él, supongo que siguió con
la bola para arriba, la bola para el lado, la bola para abajo.
Miré a mi pequeña niña, la acaricié
y, mientras observaba su carita radiante de felicidad, me pregunté: ¿Cómo irá a
ser el día cuando ella se enamore?
Capítulo 6
La
vi que buscaba afanosamente en el interior de su bolso escolar que acostumbra a
llevar para la escuela. A medida que los niños van progresando en los niveles
escolares, más pesado se va poniendo ese bolso debido a tantos materiales que
exige la escuela. Mi nieta sacó una tabla digital y unos controles electrónicos
inalámbricos de su bolso, luego se dirigió a mí.
–
Abuela, por favor, ayúdame a hacer la tarea de la escuela – me dijo con su
dulzura de siempre e hizo que la acompañara a su escritorio.
–
Está bien, mi amor, pero tú sabes que yo prefiero usar un cuaderno y un lápiz
de grafito – le contesté con cierta angustia debido a mi aversión a la
tecnología moderna – prefiero el sistema antiguo.
–
Es fácil, abuela – me sonrió – no te preocupes, yo te voy a enseñar.
Quizás
así se sentía mi mamá cuando le conté un día que tenía la ilusión de estudiar
en la Universidad, pues me miró y me dijo: Eso es muy difícil, hija.
Mi
sueño era estudiar en la Universidad, pero no estaba segura de que podría
llevar a cabo esa ilusión. Me contagié con las aspiraciones de otras compañeras
del internado que sí tenían el soporte económico para planificar un ingreso a
estudios superiores en Copiapó o en Antofagasta, donde quedaban las sedes más
cercanas de algunas Universidades del país.
De
hecho, vivían conmigo en el internado hijas de trabajadores de la compañía de
cobre El Salvador, quienes tenían un alto estatus económico, puesto que los
trabajadores del cobre eran los más privilegiados del país, de modo que podían
aspirar a metas superiores sin mayores preocupaciones por el dinero. En cambio,
yo ni siquiera estudiaba en el área de humanidades, en donde se preparaba a las
personas para estudios universitarios, sino pertenecía al área técnica, cuyas
prioridades estaban dirigidas a atender las labores del hogar.
Quizás
mi destino era reproducir el modelo de mamá, posiblemente algo más refinado y
con mayor preparación, pero el mismo modelo al fin y al cabo: atender a un
marido y tener hijos por decenas, fregar el piso, cepillar la ropa, cocinar la
comida, reparar los calcetines, tejer en invierno algunos suéteres, chismear
con las vecinas, etc. No, definitivamente no, ese no era mi sueño y me dispuse
a luchar con ahínco para alcanzar otras metas.
Junto
con mis amigas, Luisa, Dania y Ana, decidimos dar la prueba de aptitud
académica para optar a un cupo en la Universidad Técnica del Estado, en
Santiago, ya que allí tenía familiares donde podría llegar a vivir en caso de
que lograra quedar seleccionada. Nos ayudó la profesora Raquel para preparamos
durante varias semanas, revisamos muchos libros de Castellano y Matemáticas, e
hicimos el mejor esfuerzo para refrescar los conocimientos básicos.
Viajamos
a Copiapó y presentamos la prueba en la Universidad de esa ciudad, pero no
seleccioné ninguna opción para la sede de Copiapó, ya que solamente tenían
carreras técnicas y mis inclinaciones eran más hacia el área humanística. La
prueba no era exactamente de conocimientos, sino medía las aptitudes en el área
de matemáticas y de castellano, era una
prueba tipo test y cada pregunta presentaba cinco opciones de respuesta, entre
las cuales había que elegir la correcta, y para excluir el azar se eliminaba
una respuesta buena cada 4 respuestas malas.
Nos
regresamos emocionadas y llenas de esperanzas, puesto que el puntaje final
dependía del resultado de la prueba de aptitud académica que acabábamos de rendir
y de las notas de la educación secundaria. En éstas últimas Luisa y yo teníamos
muy buenas calificaciones, estábamos entre las mejores alumnas de nuestra
promoción.
Mientras
esperábamos los resultados de la postulación a la Universidad, nos dedicamos a
trabajar durante el verano para juntar dinero para nuestro proyecto de estudiar
en Santiago. Luisa, Dania y yo alquilamos una casita en Chañaral y nos pusimos
a trabajar intensamente en corte y costura, aplicando todo aquello que habíamos
aprendido en la escuela. Nos amanecíamos trabajando, haciendo vestidos,
pantalones, chaquetas, etc.
Trabajamos
muy fuerte durante tres meses y, a punta de alfileres, tijeras y costuras,
logramos juntar una cantidad importante de dinero. Fue todo un éxito ese
trabajo, ya que siempre tuvimos muchas clientas que nos contrataron trabajos de
diversa índole y quedaban satisfechas con las prendas que le entregamos.
Cuando
publicaron en la prensa los resultados para el ingreso a la Universidad vimos
que habíamos quedado en lista de espera, pero eso era un importante resultado,
ya que las listas subían rápidamente con los llamados a inscripción que se
hacían prácticamente día por medio. Teníamos posibilidades reales de ingresar a
la universidad.
El
sistema de ingreso era nacional, todo el mundo daba la misma prueba de aptitud
académica, en algunos casos una prueba de conocimientos específico, y se
postulaba a tres opciones de carrera en cualquier universidad del país, en
orden de prioridades. Al primer llamado los postulantes seleccionados se
inscribían en la carrera donde habían quedado por sus altos puntajes y
automáticamente eran borrados de las otras opciones donde también hubieran obtenido
un cupo. Entonces para las rondas sucesivas las listas subían con los que
estaban en espera hasta que se completaban todos los cupos disponibles.
Luisa,
Dania y yo decidimos viajar de inmediato a Santiago y llegamos en bus después
de un viaje de casi 14 horas. En la capital éramos tres provincianas en la gran
ciudad, la que nos intimidó por su inmensidad y la indiferencia de la gente que
se movía afanosamente de un lugar a otro, sin importarle lo que ocurría en su
alrededor. La ciudad era tan grande que no se veía donde terminaban las calles
y los edificios me parecían panales de abeja.
Cruzábamos
las calles impresionadas por el bullicio de centro de Santiago, por la gran
cantidad de locales comerciales que ofrecían todo tipo de mercaderías y por los
vendedores ambulantes que vendían todo tipo de baratijas. La gente nos chocaba
en su rápido andar, los automóviles casi nos atropellaban y nos tocaban la
bocina para que cruzáramos con rapidez las calles, también nos gritaban y no
eran precisamente piropos, era desesperante la vida de la capital.
Nos
habían dicho que en marzo comenzaban los fríos en Santiago, entonces llegamos
con nuestros mejores abrigos que nosotras mismas habíamos confeccionados y
enrolladas en unas larguísimas bufandas. Realmente, cuando llegamos todavía la
gente usaba ropa de verano, las mujeres con escotes muy abiertos y vestían
minifaldas, en cambio, nosotras parecíamos de otro mundo. Nos reíamos de
nosotras mismas, éramos verdaderamente unas campesinas en la capital.
Llegamos
a la casa de mi tío Gilberto, que quedaba cerca de la Universidad Técnica de
Estado, en las inmediaciones de la Estación Central. De inmediato salimos para
ver el proceso de inscripción en las oficinas de la casa central de la Universidad.
Vimos que para el segundo llamado de inscripción nos podíamos matricular,
incluso nuestra amiga Ana Corona, que no había viajado con nosotras, tenía
posibilidades de ingresar.
Nos
fuimos corriendo para la Oficina de Correos y Telégrafos y le enviamos a Ana un
telegrama urgente indicándole que viajara de inmediato para que pudiera
matricularse junto con nosotras. Después supimos que ella viajó, pero nunca
pudimos encontrarnos, ni en el terminal de buses, ni en la Universidad,
entonces no tuvo ninguna guía par poder inscribirse, quedó afuera, y nosotras
quedamos afuera de la amistad que nos brindaba desde hacía muchos años.
Las
tres nos matriculamos en la carrera de Pedagogía de Artes Plásticas y Dibujo
Industrial, qué emoción tan grande nos embargaba. Sí, los sueños sí podían
hacerse realidad, ahora podría introducirme a un nuevo mundo, al mundo de la
pintura, la escultura, el dibujo, la cerámica y muchos más. Levanté un brazo y
simulé un trazo de pincelada en el aire, ante mí se abría un mundo de formas y
colores que se combinaban con la armonía de la naturaleza.
Mi
manera sensible de ser, pensaba en mi interior, la iría moldeando en una
sistemática formación académica para apreciar las obras del arte clásico de los
griegos y los romanos, el arte del Renacimiento: Leonardo Da Vinci, Rafael; el
arte contemporáneo: Monet, Renoir, Van Gogh,
Matisse, Picasso; y tantos más de quienes ni siquiera habría escuchado jamás su
nombre.
Se
iniciaba así una época muy importante en mi vida, quizás una de las más
significativas, esto es, el período de mi formación universitaria, la educación
profesional que me permitiría, pensaba emocionada, un estatus de mucha valía
social, pues sería educadora en una de las manifestaciones culturales más
trascendente del ser humano, su expresión estética a través de las artes
plásticas.
Mi
tío Gilberto y su esposa, Amada, me recibieron en su casa, en una primera etapa
me aceptaron junto con mis amigas, y me atendieron con mucho cariño y
amabilidad. Como ellos no tenían hijos, su sentimiento protector lo desplegaron
sobre mí y me cuidaban con excesivo celo. Me advertían continuamente de los
peligros de la capital, de la delincuencia, de la gente maliciosa, etc.
Lamentablemente
mis tíos no comprendían que en la Universidad no existía un horario fijo, no
había una hora determinada de entrada y salida. Además de las actividades
propiamente académicas, había otras actividades vinculadas con la vida
universitaria, exposiciones culturales, eventos deportivos, foros políticos,
etc. Ese año la actividad política era muy intensa, ya que estábamos en plena
campaña presidencial que enfrentaba a la derecha liberal con Jorge Alessandri,
la centrista democracia cristiana con Radomiro Tomic y la izquierda socialista
reunida en la Unidad Popular con Salvador Allende.
Me
incomodaban las intenciones de controlarme de mis tíos y me sentía ahogada, ya
que aunque disfrutaba mucho estando en su casa, a pesar de que salíamos juntos
a pasear los fines de semana y, entre otras salidas, me llevaban a disfrutar
las carreras de caballo en el hipódromo, no sentía su confianza y apoyo para
llevar una vida más plena en la Universidad.
Un
día se me ocurrió solicitar una entrevista en el Departamento de Asistencia
Social. Allí planteé mi situación socio-económica y solicité ayuda para una
beca de alimentación y otra para tener residencia gratuita en las instalaciones
que el Pedagógico de la Universidad tenía previsto inaugurar. A los dos meses
me llamaron para informarme que había sido aceptada, lo que me hizo sentir muy
feliz y, a su vez, me obligaba a mantener un buen rendimiento en mis estudios a
fin de no perder dicha beca. Más adelante recibí una tercera beca, que
consistía en un préstamo que recibía en mensualidades, otorgado par la Junta
Nacional de Auxilio Escolar y Becas, ente que dependía del gobierno.
También
mis amigas, Luisa y Dania, quienes vivían provisionalmente en una habitación
alquilada en una casa de familia, fueron aceptadas para la nueva residencia de
la Universidad. Vivimos con un grupo de casi 50 estudiantes en una casa de San Ignacio,
cercas de la Alameda, después nos mudamos a otra adyacente en la calle 18, que también
había sido habilitada como residencia estudiantil.
Mi mamá viajó a Santiago para
retirarme de la casa de mis tíos y asegurarse que saliera amigablemente, pues no
quería que se produjese algún malentendido y quedase una imagen de mal
agradecimiento, puesto que, por el contrario, ellos habían representado una
ayuda invaluable para mí. Sólo que no me gustaba su afán controlador y ahora,
en cambio, tendría oportunidad de compartir con muchachas que tenían situaciones
similares a la mía. Después visité frecuentemente a mis tíos y ellos siempre me
recibían encantados y estaban pendientes de mí.
No me fue difícil integrarme al
grupo de la residencia estudiantil, me consideraba una persona sociable,
tranquila y, por sobre todo, estudiosa. Allí encontré compañeras de todo tipo
de personalidad y carácter, pero lo importante es que había un ambiente de convivencia
armoniosa y se podía estudiar con relativa tranquilidad.
El horizonte de mi vida se iba
aclarando, transcurría el año 1970, y los nubarrones de la incertidumbre se
iban diluyendo en el tiempo. El sol alumbraba un sendero lleno de esperanzas e
ilusiones. Nunca he estudiado con tanta intensidad como ese primer año en la
Universidad.
– Abuela, préstame atención –
inquirió mi nieta –, necesito que me ayudes a localizar en el mapa satelital
las capitales de los países de Latinoamérica.
Ella manipulaba con destreza la
tabla digital y alternaba con el cuestionario que la maestra había ubicado en
la nube virtual del Colegio.
– Dime, abuela, ¿por qué ese país
donde tú viviste es tan delgado y largo? – comentó mientras hizo un rápido zoom
en la región de Chile –. ¿Allí toda la gente debe ser chiquita como tú, ¿verdad,
abuela?
- Si, es verdad, pero tienen un corazón
grande, como el tuyo, mi cielo – contesté de manera casi automática, quizás inconcientemente
algo ofendida, con una parte de mi alma todavía en Chile.
Capítulo 7
–
Abuela, cuéntame cómo es Chile. ¿Se parece a Venezuela? – me preguntó mi nieta
mientras navegaba por la geografía virtual del país.
– Chile es un país hermoso, su gente
es muy pacífica – comencé a describir mi país de origen – Eso sí, el clima es muy diferente al de aquí,
ya que en invierno hace frío y en verano hace calor, aunque en el extremo norte
siempre es cálido, seco desértico, y en el extremo sur hace un frío que es casi
polar.
Así es, Chile es un país de clima
templado, pero en la década de los años 70 el país estuvo signado más bien por
el ardor del clima político, puesto que la población asumió mayores demandas
sociales y se profundizó un sentimiento nacionalista que remecieron los
cimientos del Estado republicano. Además, el enfrentamiento de las diferentes
corrientes políticas se producía en el contexto de la Guerra Fría que
enfrentaba a la Unión Soviética con los Estados Unidos, el socialismo versus la
economía de mercado.
De
hecho, el año 1970 estuvo marcado por una intensa competencia política por la
presidencia de la República, aunque sin violencia, en consonancia con la larga
trayectoria democrática del país que le daba a Chile el epíteto de la Suiza
latinoamericana. En un primer momento el candidato favorito era Alessandri,
representante de los sectores más conservadores, pero como ya era un viejo
patuleco y medio maricón fue perdiendo partidarios a lo largo de la campaña y
finalmente, con un estrecho margen de los tres candidatos, aproximadamente un
tercio de los votos para cada cual, ganó Allende, “el Chicho”.
El día 4 de Septiembre de ese año se
celebró la elección, en un clima de orden y tranquilidad, y a medianoche se
supo el resultado. Entonces me fui con mis amigas a la Alameda, frente a la
Universidad Católica, donde se congregó una multitudinaria cantidad de simpatizantes
para festejar el espectacular triunfo de Allende.
Jamás en mi vida había visto una
manifestación tan grande, todos esperábamos el discurso de Allende, que salió finalmente
a hablar a la multitud desde un balcón de la Universidad. Había mucha alegría y
la emoción se desbordaba. La mayoría éramos personas jóvenes que saltábamos al
grito: “El que no salta es momio” (momio eran los conservadores, haciendo
alusión a que eran cadáveres políticos, o tan atrasados como las momias
egipcias).
Así
era mi vida estudiantil, muy dedicada a mis estudios en el Pedagógico, pero
embebida en un ambiente político que cada día polarizaba más a la población. La
Universidad Técnica de Santiago tenía autoridades que eran militantes del
partido comunista, empezando con el rector electo por el claustro académico, Enrique
Kirberg; asimismo, la Federación de Estudiantes y la mayoría de los Centros de
Alumnos eran dirigidos por comunistas; de modo que la Universidad estaba muy
comprometida con el proceso de cambios políticos del país.
Por
supuesto que la mayoría de mis compañeras de estudio eran militantes o
simpatizantes de la izquierda, la que estaba conformada por un amplio espectro
de partidos que iban desde la izquierda cristiana hasta los partidos marxistas,
incluyendo grupos extremistas, pasando por los partidos socialdemócratas.
También tenía compañeras demócrata-cristianas y unas pocas simpatizantes del
partido nacional (unión de los antiguos partidos liberal y conservador).
Una vez que transcurrió mi primer
año en Santiago me sentí más segura de sí misma, pues me sabía desenvolver en
la ciudad y conocía a muchas personas. En vacaciones de verano viajé a mina
Carmen para reencontrarme con mi familia. Esta vez percibí a mi pueblo en toda
su rudeza, plantado a la fuerza en medio de una naturaleza áspera que imponía
sus penurias.
El
año 1971 fue de mucha efervescencia política, ya que el gobierno llevó a cabo
la nacionalización del cobre, con el apoyo unánime de todos los partidos
políticos, sin ninguna indemnización a las empresas norteamericanas, pues se
estimaba que habían tenido una rentabilidad excesiva en los años previos. Esto
provocó una ácida reacción de Estados Unidos, se desarrolló una presión
internacional y un boicot abierto contra el país, lo cual exacerbó el
sentimiento antiimperialista de una parte importante de la población.
Los
salarios se incrementaron con la emisión inorgánica de más billetes por parte
del Banco Central y se mantuvo una política de control de precios, de manera
que pronto se produjo una escasez de productos, especulación, mercado negro y
una inflación creciente que llegó a niveles increíbles, una verdadera locura.
Pero esto era parte de la lucha política, pensaba, para redistribuir la riqueza
entre la población.
Sentía
que había que luchar por los ideales de justicia y libertad, entonces me
incorporé a algunas misiones de trabajo voluntario. En una oportunidad fui un
fin de semana a una población en las cercanías de Santiago a ayudar a construir
casas de madera, aunque, claro, no era mucho lo que podía hacer, ya que ni
siquiera sabía poner un clavo, pero colaboraba en llevar materiales, atender a
los niños de las familias residentes, etc.
Recuerdo
que también participé en operativos para repartir alimentos desde las empresas estatizadas
a las poblaciones pobres. Nos pasaban a buscar de noche y dormíamos un poco en
las fábricas, a las 4:00 de la mañana comenzábamos a cargar los camiones con
empaques de leche, yogurt, etc. y salíamos a las 6:00 AM a distribuirlos a la
gente de los sectores populares.
El
ambiente político comenzó a exacerbarse y la violencia cada vez se hizo mayor, tanto
de extremistas de derecha como de extremistas de izquierda. Mis amigas me
involucraban en actividades políticas, aunque no era frecuente mi participación
en tales eventos, puesto que mis estudios eran la prioridad, por un lado,
debido a mis propias metas de superación personal y, por otro lado, era porque
debía cuidar que no me quitaran mis becas y no podía bajar mis calificaciones
de estudio.
–
Abuela, abuela… – interrumpió mis pensamientos mi niña – ¿Cuándo tú eras
chiquita jugabas con mi abuelo Alex?
–
Ja, ja, ja… – no pude evitar reírme – No, mi cielo, nosotros nos conocimos
cuando éramos estudiantes de la Universidad.
–
¿Y a qué jugaban, abuela? – insistió mi nieta.
Me
dio risa la pregunta de mi niña, porque no puedo imaginarme el mundo de
fantasías de mi pequeña nieta. Por supuesto que entre la juventud se despliegan
juegos de relaciones sociales que es muy difícil explicar a una niña, son
juegos de miraditas, sonrisitas y otras cosas más.
Recuerdo que teníamos muchas relaciones entre
pensionados y frecuentemente recibíamos invitaciones para fiestas de fin de
semana que aceptaba algún grupo de muchachas que salían y regresaban juntas. En
estas fiestas nacían muchos romances, también morían otros y, por sobre todo,
era una manera de divertirse al ritmo de la música bailable de la época.
Una vez nos invitaron a una fiesta en el
pensionado de Ingeniería de la Universidad Técnica, ubicado en la calle Román
Díaz de Providencia, un sector residencial de la clase media alta de Santiago.
Claro, los estudiantes, igual que a todos los de cualquier otro pensionado,
eran unos patas en el suelo, medios muertos de hambre. Era el mes de Diciembre
de 1971.
Mis
amigas me entusiasmaron para ir a esa fiesta. Llegó una comitiva de cuatro
muchachos a buscarnos a nuestro pensionado, luego nos llevaron al de ellos en
bus colectivo y, por supuesto, nos pagaron los pasajes con tarifa preferencial
de estudiantes. Entre ellos estaba un muchacho desgarbado, pelo largo y con un
aire de aparente galán, bien vestido, pero con los zapatos algo roñosos que me
produjo cierta aprensión. Me provocó sacarles los zapatos y darle una buena
pulida, quizás yo pueda arreglarlo, me dije, refiriéndome a él. Se llamaba
Alex.
Alex, desde un comienzo, se dedicó a
darme una atención especial, me trató con mucha cortesía y delicadeza. Yo
estaba muy impresionada, no sabía que existía gente así, incluso cuando bailaba
no me apretaba mucho y me tomaba suavemente la mano mientras discurría
suavemente la música de Nicola Di Bari. ¿Este tipo será raro, o es tan astuto
que me está engatusando?, me preguntaba.
Estuvimos toda la noche bailando en
una sala habilitada para la fiesta y que cada vez iba teniendo menos luz, hasta
quedar casi oscura. Primeros fueron las cumbias, en un ambiente muy movido y
llenos de risas, más tarde la música cambió a suaves baladas entre las que
destacaba: El último romántico. Todo era un ambiente muy sano, apenas un par de
botellas de vino barato, unas galletitas desabridas y bastantes refrescos: Coca
Cola, Fanta, etc. Los estudiantes hacíamos fiestas muy baratas.
Se
encendieron mis alarmas de alerta cuando Alex tomó con delicadeza mi collar en
mi cuello y me dijo: Que hermoso tu collar de colores, mientras sus dedos los
ponía algo más abajo de lo debido. Me puse muy nerviosa y con cierto ademán de
rechazo dije: Es un collar de fantasías. Se dio cuenta de mi actitud defensiva
y no volvió a intentar nada. ¡Que idiota fui! ya lo tenía casi agarradito y se
me estaba escapando.
Me invitó a caminar a mitad de la
noche estrellada, caminamos tomados de la mano y hablamos de todo. Me sentí
impresionada de su idealismo y su espíritu rebelde. Ya ni siquiera me acordaba
que quise preguntarle al comienzo si le gustaba el fútbol, si acaso le gustaba
practicar con la bola p’arriba, la bola pa’l lado, la bola p’abajo.
Definitivamente era una persona muy especial, muy inteligente, diferente a los
demás, que había leído mucho y tenía una sensibilidad muy particular.
Pasada la medianoche los mismos
estudiantes nos llevaron de regreso a nuestro pensionado y nunca más volví a
ver a Alex ese año. Se quedó en mis sueños y fantasías donde sí dejaba que
tomara mi collar de baratijas y que sus manos recorrieran muchas cosas más. Qué
hacer para volver a verlo, me preguntaba todos los días
Me fui de vacaciones de verano a
Ovalle a compartir con mi familia. Mi mamá y mis hermanos se habían mudado
recientemente a una casa que habían comprado en esa ciudad, en la zona Noreste,
en la población Limarí, mientras mi papá continuó trabajando un tiempo más en
mina Carmen. También estuve varias veces en Huamalata y en Las Barrancas.
Disfruté mucho, como siempre ocurría cuando estaba con mi gente, pero esta vez
sentía un vacío en el corazón y una sensación de ansiedad que no sabía explicar
bien. Me ponía mi collar de baratijas y sentía el latir de mi corazón.
Cuando regresé a Santiago, en el mes
de marzo, para continuar mis estudios en la Universidad, me crucé súbitamente
con Alex en un pasillo del Pedagógico. Fue tan repentino en encuentro que sólo
atiné a saludarlo, lo mismo hizo él, pero no tuve ninguna iniciativa para
detenerme a hablar con él. Mi corazón dio un vuelco y salí corriendo, aunque sin
saber adonde ir.
Para la primera invitación a una
fiesta que nos hicieron desde el pensionado de la calle Román Días me inscribí
de primera, pero esta vez no nos vinieron a buscar, sin embargo, Alex estaba en
la fiesta y nos volvimos a encontrar al calor de las cumbias de Luisín Landáez,
los boleros de Palmenia Pizarro. A medianoche bailamos nuestro disco favorito de
Nicola Di Bari: La prima cosa bella, Trotamundo, Mi corazón es un gitano, Como
Violetas y, nuestro tema especial, El último romántico. Un beso selló el
comienzo de nuestro romance.
Prácticamente todos los días nos
veíamos a la hora del almuerzo en los comedores de la Universidad. Como yo era
muy sensible de la vesícula, no podía comer frituras o comidas con mucha grasa,
entonces Alex comía lo suyo y la mitad de lo mío, así lo fui poniendo más en
forma y perdió algo de su delgadez que ocultaba con su grueso suéter de lana y
su chaquetón de invierno encima.
Los fines de semana salíamos a
pasear, íbamos al cine, al parque, muchas veces visitamos el Cerro Santa Lucía,
otras veces íbamos al Cerro San Cristóbal y una vez dejamos grabados en un
árbol, a la orilla del camino de ascenso, nuestros nombres sobre su corteza, después
fuimos a lo más alto del cerro a comer mote con huesillo.
Recuerdo que una vez fuimos a ver un
evento deportivo al Velódromo de Santiago, pero como no teníamos dinero para
pagar las entradas nos fuimos a la parte de atrás, la gente había separado un
poco las barrotes de la reja de protección y se metía clandestinamente por allí,
entonces yo intenté entrar, pero quedé atrapada entre los barrotes y algunas
personas intentaban que entrara y otros me jalaban para que saliera. Quiten a
la gorda, gritaba la gente, entonces vino una persona y me dio un empujón que
me hizo entrar de golpe, aunque creo que se me quedó una teta y parte del
trasero en la reja.
Nos reíamos mucho de las anécdotas
que nos pasaban y disfrutábamos de la vida, sin que nos afectaran nuestras
limitaciones económicas que eran extremas. Ambos vivíamos sólo de las becas que
nos otorgaban la Universidad y otros organismos del Estado. Teníamos la fortuna
de vivir en un momento en que el gobierno se esmeraba en abrir oportunidades de
estudios superiores a los sectores populares, quienes serían los líderes del
futuro. ¡Vaya compromiso!
Alex me estimulaba para estudiar y
leer más allá de lo que me exigía la Universidad. Me prestaba libros para que
los leyera, recuerdo algunos libros de Erich Fromm, El miedo a la libertad, de
Jean Paul Sartre, La nausea, de Simone
De Beauvoir, La mujer rota. Después él me preguntaba sobre ellos, de manera que
me sentía obligada a leerlos. Mis amigas me decían: Ese tipo es loco, déjalo
con sus libros y vamos a divertirnos. No lo dejé, al contrario, lo buscaba, lo
esperaba, lo seguía, lo adoraba, lo amaba, cada día me sentía más vinculada a
él.
Me fui entregando poco a poco a ese
romance que se fue entretejiendo en ideales de libertad y justicia, primero fue
con mi collar de fantasías, después fue todo. Comenzamos a compartir con mayor
intensidad y los días domingo, que no había comida en la Universidad,
almorzábamos juntos.
Una
vez Alex me invitó a comer en su pensionado, donde tenían cocina y unas pocas
ollas que no alcanzaban para todos. Para no competir por las ollas con sus
compañeros él tenía unas latas de conservas donde preparó arroz, que me sirvió
acompañado de una ensalada desabrida. Esto me recordó la comida del internado
de Chañaral, pero era más triste aún, mi Alex ni siquiera estaba conciente de
su miseria y todo le parecía lo más natural del mundo. Sentí una profunda
compasión y le ofrecí que comiéramos juntos en mi pensionado.
La
primera vez que fue a mi pensionado le preparé unas exquisitas comidas. Mis
amigas más experimentadas me decían que a un hombre se le conquista por el
estómago, entonces me ayudaron a preparar una variedad de platos exquisitos con
las cosas que con Alex había comprado en el mercado. No era tan desinteresada
la colaboración de mis amigas, porque ellas esperaban comer lo que quedara
sobrante, sin embargo, Alex tenía hambre pendiente, quién sabe de hace cuantos
años, y se comió toda la comida sin dejar absolutamente nada para mis amigas.
¡Qué desilusión para ellas!
Así
lo fui haciendo engordar un poquito y le fue creciendo una barriguita, pero las
nalgas nunca le engordaron. Comenzamos a frecuentar los comedores populares del
edificio donde se había celebrado la UNCTAD, allí se habilitó un sistema de
autoservicio para comer a precios subvencionados por el gobierno. Se llenaba
especialmente de estudiantes y las colas eran enormes, pero valía la pena.
Pasaron
los días, luego los meses, y llegó el fin de año. Alex comenzó a trabajar como
tesista en un Centro de Investigación, aún siendo estudiante, y yo tenía la
opción de irme de vacaciones de verano a donde mi familia. Estábamos en el
ocaso de año 1972 y venían los albores del año nuevo que anunciaba vida nueva.
Tenía
dudas, pero ya mi vida estaba muy entrelazada con Alex. Recuerdo que me miró
fijamente y me pidió que me quedara con él. Entonces busqué un trabajo de verano
como ayudante de enfermera en el Hospital Barros Luco Trudeau, ubicado en la
comuna San Miguel, donde tenía la labor de colocar inyecciones a los enfermos
durante todo el día.
Ese
verano de 1973 me quedé junto con Alex. Ese verano fue maravilloso, el sol
envolvió nuestros corazones que comenzaron a palpitar al unísono y la montaña
nevada de la cordillera fue testigo de nuestro amor. Así se inició la aventura
que un día trajo hijos, nietos, y sueño que en el futuro vendrán muchos más.
¿Qué si ha valido la pena llegar hasta aquí? Pues, sí. Claro que ha valido la
pena, el balance de las penurias y de los placeres en el largo camino que he
recorrido me convencen que mi vida ha valido por los frutos que quedan: mi
descendencia.
–
Si, mi pequeña niña – le contesté a mi nieta, mientras la arrimaba con un
cariñoso abrazo – cuando joven jugaba con tu abuelo a que éramos doctores y yo le
ponía muchas inyecciones.
FIN
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