jueves, 12 de mayo de 2016

El mundo de la abuela Inés (completo)

 
EL MUNDO
 DE LA ABUELA INÉS
                               Autor: Alex Villanueva A.       
                                  Caracas, Febrero de 2012.
  

“La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla”.

  

Desperté de repente, todavía no amanecía, pero comenzaba a sentirse el ruido de la ciudad que rasgaba el profundo silencio de la noche, el tiempo se preparaba para otro amanecer, otro día más. A lo lejos se sintió el agudo y penetrante sonido de una sirena.

Encendí la lámpara de la cabecera de mi cama y miré el reloj que apuntaba con sus agujas fluorescentes las 5:00 AM, todavía era demasiado temprano para levantarme. El calendario colgado en la pared me decía que era un amanecer de un día del año 2020…



EL MUNDO DE LA ABUELA INÉS
  
Capítulo 1

Estábamos en la ventana de la habitación mirando hacia la bulliciosa avenida, contemplábamos el tráfico de la ciudad, cuando de repente giró su cabecita, me miró con curiosidad y tocó mi rostro con sus manitos, entonces preguntó:

– Abuelita. ¿Por qué tienes arruguitas en tu cara?

Me sonreí, porque mi nieta tenía una expresión de inocente curiosidad y me miraba con sus grandes ojitos negros. Con tanto esmero que durante años he tratado de ocultar mis arrugas del rostro, pensé, y mi pequeña niña me las destaca sin ningún tipo de discreción. Menos mal que todavía no se ha dado cuenta que tengo las canas blancas de mi pelo pintadas de negro con el tinte de la peluquería, ni tampoco sabe de los dolores de mis articulaciones cuando camino.

– Son las huellas de la vida, mi cielo – le contesté casi en susurro, como si temiese que alguien más escuchara.

Sí, es verdad, reflexioné, son las huellas de la vida que afloran en la piel cansada con el paso de los años, mis arrugas son las tristezas y las alegrías de mi vida, son los frutos como lo es mi hermosa niña del alma que ahora está conmigo, son senderos que orgullosa quisiera mostrar para que otros los puedan seguir, son semillas que el viento posiblemente hará germinar en otros lugares.

Esto me trae el recuerdo de mi abuelita Carmen, ella sí era viejita de verdad, pero llena de energía y sabiduría. Vivíamos con ella y mis padres en un par de casas de campo hechas de barro y paja seca, en el sector de Las Barrancas, a la orilla del río Hurtado, un afluente del río Limarí, frente al caserío de Huamalata, que era apenas una hilera de pocas casas rurales alineadas en una sola calle de tierra. Estábamos en un sitio más o menos a 6 kilómetros de la ciudad de Ovalle, la que se encuentra ubicada en el norte central de Chile.

En una casa vivía la abuelita con sus hijos menores, tío Lucho, tío Roberto y tía Juana, además, dos niños: Osvaldo y Alberto. Osvaldo era hijo de la tía Juana y Alberto era un chiquillo que criaba la abuelita y no sabía que relación había entre ellos. Después, cuando adolescente, supe que Alberto era mi hermano mayor por parte sólo de mamá.

            En la otra casa, muy cercana a la anterior, yo vivía con mis padres, Manuel y Emma, y mis hermanos: Hilda, la mayor de todos, y seguían después Alfonso, David, Otilia y Gabriel, menores que yo, y de quienes tengo recuerdos muy borrosos, puesto que el tiempo los hizo difusos. Después nacieron más hermanos menores cuando mi familia se mudó al norte desértico del país.

A pesar de que éramos muchos hermanos y, por tal razón, no podíamos tener atención preferencial, tuve una infancia feliz, corriendo y saltando entre las higueras, los nogales, las parras, los perales, los tunales y a lo largo de todo el huerto de la abuelita que lo trabajaban mis tíos y papá. No faltaba nada, pues todo lo producía el huerto y aquello que no se tenía a mano se conseguía en las huertas vecinas. Del mismo modo, lo nuestro también era de los vecinos. Era un trueque implícito y nadie sacaba ventajas del otro.

El agua se obtenía de un manantial que no estaba a demasiada distancia de la casa. De allí se traía el agua en baldes que se vaciaban en tambores de 200 litros, los cuales tenían una capa interior de cemento y se mantenían envueltos con un trapo exterior que permanecía húmedo para que el agua se conservara fresca.

La letrina era un pozo séptico que estaba ubicado algo retirado de la casa, para evitar las moscas y el mal olor. Era un hueco pequeño de pocos metros con una plataforma superior de madera y con un cajón que tenía un hueco al medio. Para los niños era peligroso, porque alguien se podía caer por el hueco en las profundidades del excremento acumulado, entonces sería un niño de mierda. Por supuesto, de vez en cuando se le echaba cal al pozo para neutralizar los desechos.

Allí nací, hace muchos años atrás, bajo el cuidado de mis padres, en medio de la plácida vida del campo y con la vista hacia el extenso paisaje del valle del río Hurtado, alejada de la ruidosa vida de la ciudad. Nací y me crié entre las más hermosas primaveras llenas de verdor y flores de todos los colores.

Era la regalona de mi abuelita Carmen. Ella me sentaba en su regazo y me entrelazaba el pelo en dos largas trenzas que yo lucía orgullosa cuando iba a la escuela. Siempre mi abuelita me dijo que era la más inteligente de sus nietas y que debía estudiar mucho para progresar en la vida. Ella sabía lo que decía, pues tenía muchas arruguitas en su rostro.

– Abuelita. ¿Por qué la vida deja huellas? – interrumpió mis pensamientos mi nieta y me sacó de mi ensimismamiento

– Pues, mi niña, cuando caminas por la arena vas dejando las huellas de tus pies. Así es la vida, es como caminar por senderos del tiempo que van dejando trazas en las personas que te rodean, también quedan huellas dentro de tu corazón. Algunas se borran con la brisa de los años y otras afloran en la piel cuando llega la madurez. Otras quedan para que nunca seamos olvidados.

            ¿Dije la madurez? Quizás debí haber dicho la vejez, pues sí, así es cuando se siente el peso de los años que obligan a detenerse por momentos, para posar la mirada en el largo sendero de vida que se ha recorrido y reflexionar sobre las huellas que han quedado de tanto andar. ¿Ha valido la pena llegar hasta aquí?

Recuerdo mi casita humilde de campo, veo con mi imaginación a mi abuelita, preparando comida en la cocina de leña que emitía bocanadas de humo blanquinegro por la chimenea del hogar, a lo lejos mi mamá lavando ropa en la orilla de un canal del río, mi papá guardando las cosechas en el túnel que se usaba como despensa para protegerlas de la humedad y que había cerca de la casa, mis hermanos cazando lagartijas entremedio de las piedras de la ladera del cerro y yo con mi muñeca de trapos en mi mundo de infantiles fantasías. ¡Vaya, es largo el camino que he recorrido!

Era como el paraíso terrenal, del cual una vez que se sale ya no se puede regresar. Ese era mi mundo lleno de candor, todo era de una naturaleza sencilla e impregnada de ingenuidad. En ese mundo no había radio ni televisión, no había luz eléctrica y se usaban velas con mucha moderación en las noches antes de dormir. La casa sólo tenía la puerta principal de entrada, hecha de madera, pero las habitaciones interiores tenían simplemente cortinas que hacían la función de puertas. El piso de la casa era de tierra endurecida.

No se compraban periódicos, ni revistas, aunque a veces traían ediciones viejas del diario “La Provincia”, que terminaban en la letrina con las páginas recortadas en ordenadas hojas, sujetas con un clavo a la puerta, y que se usaban como papel de baño. A veces se encontraba en casa una que otra vieja revista Écran o El Peneca, que traía la abuelita Carmen cuando iba caminando a Ovalle con su canasto lleno de huevos para venderlos en el mercado municipal.

Todo era armonía en mi mundo infantil, un mundo de mujeres, ya que mi abuelita era la jefe del núcleo familiar, después seguía mi mamá quien, a pesar de su pequeña estatura, mandaba a mi papá. Así era, porque mi abuelo murió cuando yo era muy pequeña y sólo me dejó un borroso recuerdo de un hombre delgado, con facciones duras y un sombrero de campo. Lo recuerdo de pie con las piernas separadas y un fuete en la mano dándole órdenes a mi tíos Roberto y Lucho.

Cuando murió mi abuelo fue la única vez que recuerdo haber tenido mucho miedo, decían que había muerto de un ataque al corazón y todos lloraban, se persignaban y rezaban. Recuerdo que mi hermana mayor, Hilda, nos mantuvo en casa cuando la familia se fue al cementerio para el entierro. Todo era un silencio, no sé por qué nadie hablaba.

Sí, es verdad que la muerte del abuelo me produjo mucho miedo, en general la muerte me produce miedo, me ocasiona una sensación de infinito vacío y soledad. De algún modo la relacionaba con los cuentos de “la llorona” que contaba papá, cuyos llantos en las noches oscuras hacían temblar hasta el más valiente. Y papá sabía mucho de estas cosas, pues él se había enfrentado incluso al Diablo mismo en varias oportunidades en la cordillera.

Claro, papá era un hombre rudo, muy osado y aventurero, aunque de naturaleza muy bondadosa. Varias veces fue arreando un rebaño de cabra de decenas de animales propiedad del tío Rosario, hasta el pie de la cordillera de los Andes, para que los animales pudieran pastar y pasar el seco verano de nuestra localidad. Papá partía a mediados del mes de noviembre, acompañado de varios perros arrieros, y regresaba en marzo o abril del año siguiente, cuando se iniciaba el otoño. Menos mal, pues caso contrario seríamos muchos hermanos más.

Cuando papá regresaba de la cordillera traía en las alforjas de su caballo muchos quesos de cabra, eran unos exquisitos quesos blancos y duros que el mismo preparaba de manera rudimentaria en la cordillera, ordeñaba las cabras en una improvisada instalación para dar sombra y luego se cortaba la leche con cuajo, para separar el suero de la leche, finalmente se moldeaba la masa blanquecina en recipientes redondos donde se presionaba el queso hasta que perdiera casi todo el suero y después se le ponía bastante sal en el fondo y en la parte superior… y listo. El suero se les daba como alimento a los perros.

Una vez papá me explicó el procedimiento para hacer tales quesos de cabra, con la sencillez que es propia de la gente de campo. Yo le pregunté: ¿Papá, para qué le echan sal al queso? Pues, me dijo, pa’salarlo. Nosotros éramos gente sencilla y para nosotros el mundo funcionaba por razones sencillas.

El tío Rosario era un hermano de papá que tenía un terreno grande a las orillas mismas del río. Tenía una hermosa casa en la ladera del cerro, donde vivía con su familia, más arriba de la nuestra, pero a mamá no le gustaba que los visitáramos, porque casi siempre nos atendían sólo en la puerta de la casa y no nos invitaban a pasar. Claro, me imagino que éramos unos chiquillos llenos de polvo y con los zapatos embarrados que podíamos ensuciar su pulcro hogar.

La tía Elba, esposa de tío Rosario, nos invitaba siempre: “Aprovechen de comerse los damascos de los cochinos”, y nos ofrecía un canasto lleno de sabrosas frutas maduras. Por supuesto que yo disfrutaba aquellos deliciosos albaricoques, incluso guardaba otros más para llevármelos a casa, pero nunca interpreté que la tía nos decía cerdos o cosa parecida.

– Entonces, abuelita, las huellas de la vida son como las cosas que se aprenden en la escuela, ¿verdad? – me preguntó mi nieta.

            – Cierto, mi amor. Las cosas que se aprenden con el estudio y con la experiencia van dejando huellas en la mente y el corazón. Muchas de esas cosas sirven y nunca se olvidan, tal como cuando aprendiste los números, pudiste contar los objetos, o como cuando aprendiste las letras, entonces pudiste leer muchas cosas.                       

            Cierto, yo aprendí muchas cosas en la escuela. Recuerdo que yo aprendí mis primeras letras en una escuelita de Villaseca, un pequeño caserío casi a 2 kilómetros de mi casa. Todos los días nos íbamos caminando a esa escuela un grupo de niños y niñas por un angosto camino de tierra paralelo al río, aguas arriba, bordeando el cerro de Barrancas. En el grupo iba Alberto, Hilda, Osvaldo y otros niños de la localidad.

            Mi tío Rosario me regaló el primer bolso escolar, un cuaderno y una caja de 6 lápices de colores para pintar mis garabatos. Me sentía muy orgullosa con mi nueva condición de estudiante y mi uniforme escolar que, aunque se llenaba de polvo demasiado rápido, era una gran distinción. Tenía quizás 6 añitos y había comenzado mi aprendizaje formal con el silabario hispanoamericano. La primera lección de lectura fue la pipa: pa, pe, pi, po, pu, pi - pa, pa - pa, pe - pe, pi - po, pa – pá.

Que fascinante es el proceso de aprendizaje, pero no tenía demasiada atención en mi hogar para estimular este proceso, ya que éramos muchos hermanos y los más pequeños requerían más cuidado y desvelo. Además, el trabajo de los adulos era fuerte y el quehacer de las cosas domésticas requería mucho esfuerzo.

De hecho, había que lavar los pañales a la orilla del río, secar la ropa al sol y planchar con planchas de carbón, había que cosechar las verduras y cereales de la huerta, había que hacer el pan en un horno de barro, etc. Entonces, muchas veces se dejaba sencillamente que los muchachos anduviesen descalzos y con el trasero al aire. Claro, en esa época no se gastaba dinero en detergentes, ni en cloro para lavar el baño, ni desodorantes ambientales, ni spray para limpieza de vidrios, nada de eso.

Me viene al recuerdo la imagen de los “choclos”, mazorcas de maíz, que se ponían sobre el techo de la casa para secarlos al sol. Después había que desgranarlos para alimentar las gallinas, o bien, se molían los granos en morteros de piedra para hacer la “chuchoca”, una harina gruesa que se usaba para hacer sopas, guisos o para elaborar la sémola.

También se secaban al sol, en el techo de la casa, los duraznos para hacerlos huesillos que luego se guardaban para el invierno. Se comían los huesillos con “mote de trigo”, elaborado haciendo hervir los granos de trigo en agua con cenizas hasta que perdiesen la cáscara, luego se mezclaba este mote limpio con los huesillos y jugo acaramelado. Es un refresco muy típico de Chile.

Otro refresco característico de la región, que consumíamos con abundancia, era el “cocho”. Es una mezcla de harina tostada de trigo con leche, o agua caliente, y algo de miel o azúcar, que puede ser muy espesa o bastante diluida, caso en el cual se llama también “ulpo”. Yo comía varias tazas de cocho hasta que el estómago se me ponía como una pelota dura.

– Abuela, ¿por qué tú sabes tantas cosas? – continuó la conversación mi niña, mientras me miraba con su mirada llena de curiosidad, sacándome de mi pensamientos.

– Estudié, igual que tú, en una escuela maravillosa, y la vida fue enseñándome cosas interesantes en la medida que fui creciendo para que un día te las explicara a ti. Aprendí como los alimentos provienen del campo, se cultivan, se cosechan y se procesan para luego consumirlos y cubrir nuestras necesidades de alimentación, para cuidar nuestra salud. Entonces tú debes comprender que la comida es sagrada y debes comerla toda sin desperdiciar nada, ya que es un fruto de Dios para nuestra bendición. Aprendí, mi querida niña, que el agua hay que cuidarla, porque es un elemento muy importante para la vida, pues sin ella se acaba todo. Te puedo contar como es la vida en el campo, es como vivir en el paraíso del Edén, porque allí hay de todo… - continué contándole sin haberme dado cuenta que ella se había quedado dormida, dormía placidamente en mis brazos mientras mi mirada se perdía en el infinito con tantos recuerdos que se agolpaban en mi mente como si fuesen de hoy. Es mi vida, me dije, es mi mundo.


Capítulo 2

            Me gusta caminar por el parque del antiguo campo de golf, llevando de la mano a mi nieta. Se siente la frescura de la vegetación y el canto de los pajaritos que expresan la alegría de la naturaleza. A mi niña le gusta pasear llevando consigo su muñeca Fanny, su preferida, que naturalmente no tienen nada que ver con las muñecas de trapo con que yo jugué.

Ahora las muñecas tienen sensores computarizados que detectan el ambiente para hacerla llorar cuando hace frío, o demasiado calor, o ha pasado mucho tiempo sin alimentarla, o es maltratada, o alguien les da un grito, y pueden recibir y emitir señales por Internet. Su mamá controla la muñeca con un programa maestro desde su Iphone de 5ta generación, a través de las redes públicas Wi-Fi, para estar pendiente de su hija y enseñarle la atención a un bebé y a darle un trato muy cuidadoso.

            – Mi cielo, ¿por qué no pones la muñeca en “Off”? – le dije a mi nieta cuando comenzó a llorar ese aparato, quiero decir, la muñeca – y cuéntame: ¿Qué quieres ser cuando grande?

– Abuela, cuando yo sea grande seré doctora y te cuidaré con mucho cariño para que nunca te mueras. Te voy a dar muchos medicamentos y cuando te duelan los huesos te voy a poner una inyección – contestó candorosa.

            ¿Los huesos duelen?, me pregunté. Por supuesto que sí, bastante que me dolieron los huesos cuando me caí cruzando el río Hurtado con el traje de la primera comunión que me habían prestado. Cuando el río tenía poco caudal se cruzaba saltando de una a otras piedras que sobresalían del agua, pero como eran redondeadas y estaban mojadas eran muy resbalosas.

            Vaya desgracia, el blanco traje como el de una novia, que usé en la ceremonia religiosa, en la antigua iglesia de Huamalata, quedó todo estropeado y hubo que repararlo para devolvérselo a quién fue después mi tía Margarita, en aquella época una jovencita del pueblo, amiga de la familia, y que amablemente me lo prestó.

Ese río era traicionero, ya que cuando el deshielo de la cordillera era muy excesivo se debían abrir las compuertas del tranque Recoleta y su caudal se desbordaba. Entonces para cruzar al pueblo de Huamalata se debía dar la vuelta por Villaseca, y recorrer una distancia de aproximadamente 4 kilómetros. Otra opción era dar la vuelta río abajo, hacia Ovalle, para cruzar por el puente de Puntilla.

            Ese cruce del río lo realicé diariamente durante dos años, cuando después de mi primer año en la escuela de Villaseca me cambiaron a la Escuela Básica F-171 de Huamalata. Teníamos que seguir un sendero que cruzaba los sembradíos de varias huertas y luego debíamos saltar sobre las piedras del río, siempre con el cuidado de alejarnos de algunos perros bravos que nos salían en el camino. Lo hacíamos de ida y regreso en un grupo de niños donde estaban mis hermanos, mi primo, mi amiga Doris y otros niños de Las Barrancas.

            Aquella vez que hice la primera comunión se hizo una fiesta familiar en mi casa. La abuelita Carmen mató dos gallinas e hizo un sabroso asado en el horno de leña. Ciertamente el proceso de preparación no era tan sencillo como ahora que simplemente se compra un pollo o un pavo, preparado de una vez, o se compra en el supermercado el ave limpia y despresada.

No era simple, en aquella época se debían matar a las gallinas con las propias manos, se le tuerce el cogote y se le da un tirón hasta fracturar el pescuezo, manteniéndola bien sujeta hasta que deje de patalear, si no, cuando se mete al agua hirviendo, saldrá volando de espanto. Hay que evitar darle un tirón con mucha fuerza, ya que uno se puede quedar con la cabeza sangrando en la mano. En todo caso, más complicado que matar la gallina es agarrarla, porque huyen despavoridas.

            Después, desplumar la gallina es un laborioso trabajo para dejarla completamente limpia. Decían que si se le traía el gallo enamorado la misma gallina se desnudaría solita y se quedaría sin plumas, pero en realidad no es tan sencillo. Se arrancaban a mano las plumas y una vez desplumada el ave se procedía a rasurarla con una navaja para quitarle todas las pelusas y, para mayor seguridad, se hacían varios pases de la gallina por las llamas del fuego para quemarle cualquier resto del plumaje, finalmente se lavaba con un escobilla de mano.

Después se abría el ave con un enorme cuchillo, bien afilado, para quitarle las tripas y las vísceras. A mí me gustaban los huevos tiernos que se encontraban en el interior de la gallina, había de varios tamaños en proceso de formación.

– Mira, abuelita, esas hormigas van desfilando en fila – me dijo mi niña mientras observaba al pie del tronco de un árbol –  ¿Por qué hacen eso?

– Están trabajando. ¿Recuerdas el cuento de las hormigas y la cigarra? – le contesté – La cigarra bailaba y cantaba en verano, sin preocuparse de reunir alimentos para después, pero las hormiguitas trabajaban durante todos los días. Entonces cuando llegó el invierno las hormiguitas pudieron disfrutar con tranquilidad de sus alimentos en su hogar y, en cambio, la cigarra pasó mucho hambre y frío.

– ¿Y nosotras, por qué no estamos trabajando? – me pareció que preguntaba algo desconcertada.

– Yo trabajé durante muchos años en mi vida, igual que las hormiguitas, pero ahora es como el otoño de mi vida. En cambio, tú responsabilidad ahora es estudiar para que en el futuro puedas hacer un trabajo importante, quizás como una doctora que dices querer ser.

Me parece que quedó conforme con la respuesta que le dí, aunque es muy difícil saber que hay dentro de la cabecita de una pequeña niña que recién está descubriendo el mundo. Así eran muy íntimos mis sentimientos de emoción y alegría cuando asistía a las trillas que se organizaban en el campo para limpiar el trigo de las cosechas. Era el trabajo para guardar alimentos para el invierno, igual que las hormigas.

Se invitaba a los campesinos amigos de la zona para que asistieran a la parte alta del cerro con sus caballos, donde estaba habilitada un área para la llamada trilla a yegua suelta. En un terreno plano y limpio estaba la hera, sitio central donde se colocaba una inmensa pila con las espigas de trigo, cercada rudimentariamente con palos y alambre para mantener los caballos dentro del área.

Aquello era una fiesta del verano, porque se llevaba bastante comida y se preparaban también cabritos asados. Las mujeres se preocupaban de todo lo relacionado con la comida, bajo una ramada que se construía con materiales livianos del campo, en cambio, los hombres se preocupaban de sus chuicas o damajuanas de vino tinto para tomar energía y hacer correr sus caballos y yeguas en torno a la pila de las gavillas de trigo. En la medida que los animales van pisoteando se separan los granos de trigo de la paja, el desperdicio es la paja, por eso quien habla tonterías se dice que habla pura paja.

El yeguarizo es quien dirige la faena y, después de la trilla, los horqueteros son los que se preocupan de levantar la paja molida contra el viento para que los granos, más pesados, caigan directo al suelo y la paja se aleje con la brisa. Después se recogen los granos de trigo en sacos de más o menos 25 kilos y se reparten entre los propietarios de la cosecha. Todo terminaba con algunos borrachitos que se quedan a la espera de una próxima trilla de algún otro lugareño.

Los sacos de trigo los guardaba papá en el túnel que usaba de bodega para proteger los alimentos. Cuando era necesario se llevaban algunos sacos para el molino donde se pagaba por el servicio de molienda y la separación del salvado de la harina. El pago era una fracción del mismo producto que se obtenía, más el salvado. La harina era luego repartida entre los familiares.
A mí me fascinaba esa fiesta de la trilla, podíamos correr libremente, los niños perseguían a los cabritos que corrían y balaban buscando a su mamá, entonces, cuando lograban alcanzar alguno lo agarraban de la cola y de los cachos. Las niñas jugábamos al luche, o a saltar la cuerda, o a pasar la moneda recitando: “corre el anillo por un portillo, pasó un chiquillo comiendo huesillos, a todos les dio menos a mí”, mientras se simulaba que se pasa una moneda entre las manos semiabiertas de los jugadores, después se pregunta a un jugador para que adivinara: “¿quién tiene la prenda”.
Disfrutaba mirando a los invitados especiales que llegaban vistiendo sus mejores trajes de huaso, vistosas mantas, con chaquetilla negra, pantalones de tela con rayas, faja al cinturón, sombrero de ala corta y un caballo brioso. Así, con ese aspecto y un aire soberbio, se paseaba por la ciudad de Ovalle el Sr. Guzmán, papá de Sergio que sería mi futuro cuñado, pues se casó algunos años después con mi hermana Hilda.

La trilla se parecía a las Fiestas Patrias, que se celebraban para el 18 de Septiembre de cada año, cuando la gente bailaba “cueca” y bebía chicha de uva, una bebida alcohólica de sabor dulce que se preparaba fermentando la fruta. También se comían empanadas chilenas y cabritos preparados a la parrilla al aire libre.

A mí me gustaba tomar leche al píe de la cabra, cuando la ordeñan sale un chorro fuerte de las ubres, la leche es espumosa, densa y tibia. Mi papá, junto a la cabra, nos daba un jarro grande para cada niña y niño, decía que era el mejor alimento del mundo. Así seríamos fuertes y viviríamos muchos años, decía con mucha convicción.

– Abuela, ¿por qué te sientas? Yo quiero seguir caminando – dijo mi nieta mientra yo la instaba a descansar en un banco del parque.

– Mi amor, déjame descansar un ratito y después seguimos caminando – le dije con voz casi suplicante – Vamos a escuchar el canto de los pajaritos para saber sus secretos.

– Abuela, ¿tú puedes entender lo que se dicen los pájaros? – dijo con una carita de asombro – ¿Acaso tú eres una pájara? – y se puso a  reír.

– Pues, obsérvalos con mucha atención. Ellos parecen indiferentes, pero están siempre muy atentos a todo lo que ocurre, y cuando consiguen algo de valor se lo llevan hasta donde nace el arco iris. Allí tienen un tesoro que nunca nadie ha podido encontrar.

– Abuela, vamos a buscar ese tesoro. Abuelita, vamos…– me decía con sus ojitos brillante de entusiasmo.

¡Un tesoro! Bueno, sí, en mi casa de campo había un tesoro. Así decía mi papá, porque el siempre veía en las noches de luna llena unos conejos de ojos brillantes que saltaban entre los arbustos, y eso eran una señal de que en los alrededores de la casa había enterrado un tesoro con muchas monedas de oro. El lo buscó con mis tíos, pero nunca encontró nada.

Dicen que la gente ambiciosa nunca encuentra los tesoros enterrados, por ese motivo deben acompañarse con niños inocentes para tener mejores posibilidades de encontrarlo. Quizás deba ir con mi nieta a buscar el tesoro donde nace el arco iris y tal vez lo encontremos, pues yo ya no quiero nada material para mí, si lo encontrara se lo daría a todos mis nietos.

Es razonable que pudiese haber algún tesoro en los alrededores de mi casa, ya que la gente antigua guardaba su riqueza en cofres que escondían bajo tierra, especialmente monedas de oro, porque no había bancos o no confiaban en ellos. A veces se olvidaban de tales entierros, o se morían, sin que nadie quedara enterado de ello.

Dicen que tío Roberto se encontró el tesoro y no se lo dijo a nadie, porque cuando él trabajaba para la municipalidad como chofer de un camión cisterna, se dedicaba a repartir agua potable en los caseríos de la zona, de repente un día renunció al trabajo y se compró una camioneta para transportar verduras al norte del país. Su progreso y el de su familia fueron notables.

Por otra parte, el tío Lucho comenzó a trabajar como chofer en una empresa de microbuses de trasporte colectivo rural. Le decían el micrero más loco de Huamalata, así sería insólita la manera como conducía. Después de algunos años se compró un microbus propio, más adelante otros y formó su propia empresa.

Son tantos los recuerdos de mi infancia. Recordar es como soñar, es como un viaje por un espacio ingrávido, es como volar por otras dimensiones, llevada por una suave brisa.

– Abuela, no te duermas. Vamos a buscar ese tesoro, abuelita. Vamos…





Capítulo 3

Cuando observo a mi nieta me recuerdo que tenía más o menos su edad, ocho añitos, el día que mis padres y hermanos se fueron a vivir a la mina Carmen, un campamento minero al norte del país, en la región desértica de Atacama, pero a mi me dejaron con mi abuelita Carmen. No estaba muy consciente de la situación, pero me invadió un sentimiento profundo de desolación, pues era la rotura del cordón umbilical con mi familia.

En mina Carmen no había el nivel escolar para mí, entonces o me iba con ellos para ayudar en la crianza de mis hermanos menores, como ocurrió con Hilda, mi hermana mayor, quien dejó de estudiar, o me quedaba para continuar mis estudios en la escuela primaria. Allá, con el mineral de hierro, a mis padres se les fortaleció la hemoglobina y nacieron en seguidilla mis hermanos Ricardo, Cristina y Jaime.

La vida en Las Barrancas se había vuelto muy dura y mi familia había crecido demasiado, ya éramos siete hermanos, sin contar a los que llegaron después, que había que alimentar y atender, pero las inundaciones del río en invierno y la sequía después en verano ya no garantizaban el pan de cada día. La alternativa era trabajar en las minas del norte y así lo decidió papá con mamá.

Se fueron y a mí me dejaron a cargo de mi abuelita, a la espera de que se iniciara el año escolar y continuara con mis estudios de primaria, en consideración a que yo siempre había sido una buena estudiante. Como yo era su nieta regalona no me faltó el cariño y amparo de ella, pero cuando se iniciaron las clases me llevaron a la casa de una comadre de la abuelita, en Ovalle mismo, y me inscribieron en un colegio privado.

Viví con la Sra. Panchita y su esposo Don Francisco, personas ya de avanzada edad que vivían en su hogar con sus dos hijas menores que se dedicaban a trabajar, María y Graciela. Las otras hijas ya estaban casadas, Amada vivía con mi tío Gilberto, hermano de mi mamá, en Santiago, y Aída vivía con su esposo en Coquimbo. Todas eran personas muy serias y yo les tenía mucho respeto, me atendían con mucha consideración y nunca recibí de parte de ellos ningún maltrato.

Mi abuelita Carmen me visitaba todas las semanas, una o dos veces, y a pesar de que me sentía muy sola, sabía que tenía su cercanía. Ella y mis tíos, los hermanos de mamá, me daban todo aquello que necesitaba; mi tío Lucho me regalaba los útiles escolares y siempre estaba pendiente de lo que me pedían en la escuela.

No tenía mucho en qué entretenerme, quizás por ello me llamaba la atención que en las veredas había unas pequeñas tapas selladas de acero para proteger los medidores de agua, con una pequeña ranura por donde estaba convencida que no cabía una moneda. Entonces probaba con una moneda y, caramba, sí cabía y caía al interior. No muy convencida probaba con otra moneda y, por supuesto, en contra de mis expectativas también caía al interior. Regresaba a casa llorando, porque se me habían perdido las monedas con las cuales me habían encomendado que comprara pan. Por suerte Panchita era muy buena y comprensiva.

No pasó mucho tiempo para que el distanciamiento con mi familia se agravara de modo imprevisto. Ocurrió que la situación económica en la casa de Panchita, la comadre de mi abuelita, se volvió muy delicada debido a que sus hijas perdieron el empleo y había que buscar nuevos horizontes, de modo que tomaron la decisión de trasladarse a Coquimbo, un puerto que se encuentra a casi 100 Km. de Ovalle, donde habían más oportunidades para encontrar trabajo y podían vivir con su hija Aída que ya tenía algún tiempo instalada en esa ciudad.

Me llevaron con ellos, entonces tuve consciencia de que ya no vería tan seguido a mi abuelita ni a mis tíos, y mucho menos a mis padres y hermanos. Me invadió un sentimiento de vacío y la angustia de la soledad dominó mi corazón, condenada a no tener amigas con quien jugar y apenas compartir con las compañeras de colegio durante las clases que tenía en las mañanas.

Me controlaban estrictamente la hora de regreso del colegio, la Escuela Co-educacional de Niñas Nro. 6 donde me matricularon, pues salía a la 1:00 PM y debía llegar sin retraso a la casa. Entonces salía corriendo por la calle Aníbal Pinto, después seguía por la calle O’Higgins, doblaba la esquina donde está la iglesia San Luis, subía la calle Henríquez y luego llegaba a la calle Manuel Rodríguez, donde vivía.

Cuando llegaba a la casa me revisaban minuciosamente el bolso del colegio para verificar que no hubiese nada extraño. Una vez me hallaron una goma de borrar que había encontrado en la calle, entonces me formaron un tremendo escándalo, porque yo no debía tener cosas de otras personas y menos si la había tomado indebidamente, de manera que me exigieron que devolviera la goma de borrar.

Como no sabía de quien era, al día siguiente la escondí para siempre en un hueco de la calle, pero aprendí la lección, nunca tomaría nada ajeno y jamás permitiría que nadie dudara de mí. Pues sí, por ese motivo cuando adulta, una vez haciendo una cola en el Banco, se me cayó un billete de alta denominación, que estaba segura que era mío, pero pregunté para salvar mi imagen: “¿de quién es este billete?”, muy segura que todo el mundo respondería “es suyo, señora”. No faltó el imbécil que dijo “es mío” y perdí mi dinero.

En Coquimbo cursé el cuarto y quinto año de primarias, como una de las mejores alumnas de tales cursos, pues los estudios eran mi única responsabilidad. No tenía amigas, salvo una compañerita que me acompañaba de regreso de la escuela a casa, Edith, quien vivía detrás de la iglesia San Luis.

– Abuelita, ¿qué piensas? – interrumpió mi pequeña niña, acercándose con una flor que puso en mis manos – Es para ti, abuela. Tú eres tan linda como una flor.

– Gracias, mi corazón. Tú me recuerdas que cuando yo era niña también me gustaba regalar flores –  dije con añoranza.

– ¿A quien le regalabas flores?

– A mi mamá – contesté.

 En realidad no era exactamente a mi mamá, ella no estaba conmigo. Para el Día de la Madre el colegio preparaba un acto cultural y en esa oportunidad yo le regalaba un ramo de flores a mi mamá sustituta, la Panchita. Además, era una forma de que en la escuela no se dieran cuenta que yo no vivía con mi verdadera mamá, ni con un familiar.

Recuerdo que en la escuela tenía muchas compañeras que eran hijas de italianos, que vivían en las parcelas entre Coquimbo y La Serena, inmigrantes que llegaron huyendo de la pobreza de la postguerra de Europa. Muy poco compartía con ellas, porque no eran amistosas y formaban sus propios círculos cerrados.

Prácticamente nunca salía de la casa, salvo para ir a la escuela, así es que me entretenía haciendo bordados a mano, que eran los más bonitos de mi curso, y me producían enorme orgullos presentárselos a mi maestra. Hice manteles y servilletas para llevárselos a mi mamá en vacaciones.

Los días domingos me quedaba sola, porque todos en la casa salían al estadio municipal para aupar al equipo de futbol de la ciudad, Coquimbo Unido. El vecindario era muy fanático del futbol y bajaban en multitudes al estadio con banderas aurinegras y el símbolo de un pirata que identificaba al equipo. Era un clásico de la región los partidos entre Coquimbo Unido y La Serena Sport de la ciudad vecina.

Yo me quedaba sola jugando al luche en el patio de la casa o dedicada a mi pasatiempo favorito, sentarme a bordar. En realidad eran dos casas, una que daba a la calle, donde vivía Aída con su esposo, sin hijos, y la otra casa separada por el patio común estaba al fondo del terreno, en la cual vivía Panchita, su esposo, sus hijas menores y yo.

Algunas veces venía mi tío Lucho que me traía cosas que me enviaba mi abuelita Carmen y me supongo que le traerían algún dinero a Panchita para cubrir los gastos que yo generaba. Las pocas veces que vino mi mamá a visitarme me traía algunos regalos, ropa y juguetes.

Recuerdo una sola vez haber salido a otro lugar diferente de la escuela. Fue cuando murió el esposo de Panchita, me imagino que de vejez, porque ya era una persona de muy avanzada edad. Panchita me pidió que fuera a avisarle a su hermana del fallecimiento del señor, entonces me tuve que ir corriendo por la calle Manuel Rodríguez y cruzar el arenal, una inmensa extensión de terreno arenosa sin ninguna construcción,  hasta llegar a El Llano, donde vivía su hermana.

El velorio fue en la casa y se creó un ambiente de tenso silencio y apenas murmullos que se producían cuando la gente rezaba el rosario frente al ataúd rodeado de grandes cirios que se mantenían encendidos durante toda la noche y que, según la tradición religiosa, iluminaba el sendero que debía seguir el alma del difunto. La habitación se mantenía entre sombras difusas que se movían de manera sobrecogedora por efecto de las velas. Era una escena de terror.

Esa vez sentí miedo, mucho miedo, parecido al de cuando murió mi abuelo Cenobio, esposo de mi abuelita Carmen. En los velorios no sé si la gente se vuelve atribulada por la ausencia de un familiar o amigo que haya muerto, o es porque nadie está seguro que se irá al cielo, entonces la gente reza los “Padre Nuestro” y las “Ave María” con murmullos de más intensidad y más rapidez, para orientar al muerto por la debida senda de luz.

No pasaron muchos días para que la vida del núcleo familiar se normalizara, todos regresaron a sus actividades de rutina. La Marujita, hija de Panchita, comenzó a trabajar como dependienta para la atención de público en el estudio fotográfico “Patricio” de un tal Pocho Villanueva, en el centro de Coquimbo.

Como vivía en la llamada parte alta de Coquimbo, tenía una vista maravillosa del puerto. Por un lado podía ver la bahía de Coquimbo con sus barcos mercantes y los botes de los pescadores y, al fondo, a lo lejos, se veía el faro de La Serena. Mirando hacia el otro lado se veía la bahía de Guayacán, con su puerto para carga de mineral de hierro y la playa La Herradura. Claro, nunca me llevaron a la playa y solo la conocí desde la distancia.

– Abuelita, si tú le regalabas flores a tu mamá, entonces: ¿Ella te quería mucho? – retomó la conversación mi nieta

– Pues sí, mi cariño. Todas las madres del mundo quieren mucho a sus hijos – le contesté con mucha énfasis – Las mamás desean siempre lo mejor para sus hijos, así como tu mami desea lo mejor para ti.

            – Sí, es verdad. Además, yo tengo mi ángel de la guarda que siempre me protege – contestó con mucha soltura – ¿Y el tuyo? ¿Siempre ha estado contigo?

Pues, creo que sí, me dije para mis adentros. Recuerdo que al culminar el quinto año de la escuela, mi tío Lucho, aprovechando uno de sus viajes al norte para transportar verduras, me llevó al campamento de mina Carmen para pasar mis vacaciones junto con mi familia. Llegué a una casita de madera que la empresa le había asignado a mi papá, a la cual le habían tenido que construir dos habitaciones adicionales debido a lo numerosa que era mi familia.

El encuentro con mis padres fue muy emotivo, estaba radiante de felicidad y ellos me mimaban con efusividad. Sin embargo, era una situación muy extraña, ya que había pasado demasiado tiempo sin compartir con mis hermanos y parecía una extraña entre ellos. Quizás me había vuelto una niña solitaria y huraña.

Ahora había más hermanos recién nacidos y mamá se multiplicaba para atender a tantos muchachos. Era tan notorio el esfuerzo que desplegaba mamá para atender a tan numerosa familia que la empresa le otorgaba todos los años el premio de la mejor madre del año. Bueno, era una época que poco se sabía sobre el control de la natalidad y la capacidad de la mujer se medía por su fertilidad.

Progresivamente fui tomando confianza y me fui acostumbrando a mi verdadera familia, al nuevo paisaje de cerros áridos, al clima completamente de desierto y a las polvorientas calles del pueblo que sostenía a 300 o más trabajadores en la mina de hierro y la planta de chancado. Allí trabajaba mi papá como obrero de la planta.

             Pocos días antes de lo previsto para que regresara a Coquimbo tuve síntomas de mi primera menstruación, lo cual fue muy impactante para mí, pues no estaba preparada para ese acontecimiento y nadie me había explicado que aquello era un proceso absolutamente normal y parte de la naturaleza femenina de la mujer. Lloré, lloré desconsoladamente, y me desesperaba pensando que era algo que me iba a ocurrir todos los meses.

            Me sentí desamparada y tuve mucho miedo de irme en esa circunstancia a Coquimbo. Le supliqué a mamá que no me llevaran otra vez, que me dejara viviendo en casa, pero mamá me regañaba, porque todo estaba preparado para que partiera a Coquimbo. Después de muchos ruegos, con lágrimas que me salían de lo más profundo del alma, conseguí finalmente que mamá aceptara que me quedara en casa. En ese instante sentí muy íntimamente el calor de hogar, de mi hogar, entremedio del llanto de los bebés, la estrechez de la casa, el autoritarismo de mamá y la bondad de papá, sentí que yo era de allí. Me sentí feliz.

– Sí, mi corazón. Todos tenemos un ángel de la guarda que nos protege. A mí siempre me protegió – respondí mientras tomaba entre mis brazos a mi pequeña niña y pensé, ojala yo siempre pudiera protegerla.




Capítulo 4

Aquí en Venezuela, que geográficamente pertenece a la región inter-trópical, donde todos los días del año son similares, hay un clima cálido, lleno de luz e intensos colores, una vegetación exuberante de vivos verdores que alegran el paisaje y resaltan el azul del cielo. Las épocas del año se diferencian sólo porque en un período llueve y en otro deja de llover, pero todo el año se mantiene un ambiente de calor húmedo.

Este país no se parece en nada a la tierra de mi adolescencia, árida y de color castaño amarillento, con algunas piedras negruzcas, de suaves matices que cambiaban según la inclinación del sol. Allá los días son de intenso calor seco, tanto que hace agrietar los labios, y las noches son frías que calan los huesos y desgarran las entrañas. Sólo llueve una vez cada 10 años, es apenas una garuga de unas pocas gotitas de agua que alarman a la gente y provoca que algunas personas se pongan a rezar, porque temen que ya viene el fin del mundo

En invierno los días son cortos y las noches largas, es cuando baja el viento frío de la cordillera de los Andes. Recuerdo una vez un terrible temporal de viento que hizo temblar toda la casa y el silbido de las ráfagas del viento nos llenaba de terror. Tengo grabada con horror la imagen de cuando papá y mis hermanos ponían trancas en las puertas y las ventanas, atrincadas con los muebles mismos de la casa, aún así parecía que el techo de la casa saldría volando en cualquier momento.

– Abuela. ¿Te gusta mi dibujo? – interrumpió mi nieta después de entrar corriendo a la sala donde estaba sentada embebida en mis pensamientos – Es una casa de campo con un río y muchos árboles. ¿Se parece a tu casa de niña?

– Pues, sí, mi corazón, se parece a la casa de mi abuelita Carmen. Está muy bonito tu dibujo, pero explícame quiénes son esas personas.

– Esta eres tú cuando eras una niña y estas jugando conmigo a la orilla del río. Tú siempre viviste en esa casa de campo, ¿verdad?

– No siempre, yo viví en diferentes casas. Primero viví en el campo con mis papás y junto con mi abuelita, después estuve sola más de tres años con una familia amiga que me cuidaba, primero cerca de mi abuelita, después en una ciudad a la orilla del mar, porque no había escuela donde se mudó toda mi familia. Después me fui a vivir con mis padres y hermanos nuevamente, en un campamento minero.

– ¿Esa casa dónde viviste era linda, abuela?

¿Cómo era mi casita? Recuerdo que vivíamos en una casita de madera que la compañía le había asignado a papá, en el sector de los obreros, al norte del campamento, cerca de los baños públicos donde teníamos el lujo de unas duchas con agua limpia. La casita tenía piso de madera y crujía toda cuando se caminaba sobre dicho piso, creo que se parecía a las casas de las películas del lejano oeste norteamericano. Tenía 12 años cuando comencé a vivir en el campamento de mina Carmen junto con mi familia

Mi familia era muy numerosa, recuerdo que Cristina todavía no sabía caminar y estaba recién nacido el menor de mis hermanos, Jaime, de modo que éramos nueve hermanos, cuatro mujeres y cinco varones, sin contar a Alberto que siguió viviendo con mi abuelita Carmen en Las Barrancas. Debido precisamente a lo grande que era la familia la compañía ordenó la construcción de habitaciones adicionales adjuntas a la casa original.

De vez en cuando pasaba un camión de agua regando las calles polvorientas del campamento, aunque me parecía que inútilmente, pues el abrasador sol rápidamente secaba las calles y el viento, o el paso de algún vehículo, provocaban asfixiantes polvaredas. Igualmente se regaba la pequeña plaza triangular del poblado, donde había tres o cuatro arbustos resecos y polvorientos que luchaban por sobrevivir. También ese camión se encargaba de mantener lleno un par de tambores de agua, los que suministraba la misma empresa, ubicados en la puerta de cada casa, para que cada familia pudiera cubrir sus necesidades domésticas.

El agua es un elemento muy escaso en ese ambiente desértico, donde la vegetación simplemente no existe o de manera excepcional es absolutamente escuálida. El paisaje es desértico pedregoso con cerros surcados con quebradas que derraman, parecido a los glaciares, tierra arenosa y piedras.

A más de 8 Km corría un pequeño caudal de agua proveniente de la cordillera, el río Salado, que alguna vez debe haber sido pura y cristalina, pero estaba completamente contaminado con los deslaves de los desechos de la minería y el vertido de tóxicos del procesamiento de mineral, especialmente de la mina de cobre de Potrerillos, y después de El Salvador, de una empresa que ha operado desde la década de 1920.

La contaminación de ese río ha sido el más salvaje crimen ecológico que se haya cometido, pues, además de envenenar completamente el agua, han arrastrado millones de toneladas de relaves que terminan depositadas en el mar, en la bahía de Chañaral, que han provocado la mortandad de todo expresión de vida marina en la región y han arruinado el valor turístico de sus playas.

Papá trabajaba en la Planta de Chancado, donde se trituraba el mineral del hierro que provenía propiamente de la mina Carmen. Una vez procesado el mineral se enviaba por una correa transportadora de 12 Km. hasta el desvío de Hermotita, y de allí seguía 50 Km. en ferrocarril hasta el puerto Barquitos, en Chañaral, donde se exportaba el mineral de grueso tamaño hacia las acerías de los Estados Unidos.

Mi papá era una persona de gran tamaño, corpulento y de rasgos duros, pero era un hombre que siempre estaba alegre y tenía muy buen corazón, él era bondadoso y permisivo, nunca nos regañaba. En cambio mamá, a pesar de su pequeña estatura, era quien imponía la autoridad en el hogar, de hecho, era autoritaria y dominante, controlaba todo y hacía cumplir estrictamente las normas de orden y disciplina, nada se escapaba de su control.

Papá era muy amistoso, a veces llevaba amigos de su trabajo a la casa o a estudiantes que hacían pasantías de Verano, los invitaba a comer y a tomar vino. Recuerdo que una vez llevó a un conocido suyo, quien con muy pocas copas de vino se emborrachó y comenzó exigir comida, entonces papá consideró que estaba faltando el respeto al hogar y lo tomó de las solapas y lo levantó del suelo hasta la puerta de la casa, le dio un puñetazo que el hombrecito salió volando hasta la mitad de la calle. Nunca olvidaré la impresión de fortaleza y protección que me dio papá, nadie nos haría daño con un papá así.

Recién instalada con mi familia en mina Carmen hubo que resolver el problema de mis estudios, ya que sólo había una escuela primaria de gobierno que iba progresivamente creando los cursos superiores a medida que avanzaban los alumnos, pero todavía no existía el sexto año de nivel básico que a mi me correspondía cursar.

Mi mamá habló con el director de la escuela para buscar una solución, entonces decidieron aceptarme, junto con otro muchacho que estaba en la misma situación, en sexto año escolar, pero asistiendo al salón de quinto año, donde estaban cursando dos hermanos míos, Alfonso y David. Nosotros, los de sexto, recibíamos lecciones adicionales y tareas especiales del profesor común de los dos cursos, para diferenciarnos de los alumnos de quinto año.

Siempre fui buena alumna, de modo que no tuve ningún problema para adaptarme a la escuela, mas bien me parece que la exigencia del profesor no era para nada agobiante. Así entonces, me dedicaba a mis estudios y a mis bordados, mientras mis hermanos ocupaban el tiempo libre para dedicarse al fútbol en la cancha de tierra que había cerca de la casa.

Yo y cada uno de mis hermanos debíamos mantener el orden de las cosas propias de cada cual. Desde pequeños mamá nos enseño a lavar la ropa y a plancharla, pues era la única manera de organizar el hogar debido a que éramos muchas personas. Sólo los menores recibían una atención especial, particularmente de Hilda que ayudaba a mamá en los quehaceres del hogar y había dejado de estudiar.

De vez en cuando venía una prima de mamá, Elsa, para ayudar en las tareas de la casa y la crianza de los pequeños. Cuando ahora recuerdo que éramos tantas personas del grupo familiar no logro explicarme cómo cabíamos en esa casita tan pequeña de mina Carmen. Supongo que debido a que ya no cabíamos más en casa, mamá dejó de seguir teniendo más hijos.

Una vez que culminé los estudios de sexto año, el último curso de la educación primaria de aquella época, mi mamá decidió internarme en una escuela mixta de Chañaral para que continuara los estudios de educación media. Era la escuela más cercana a mi casa. Chañaral es un puerto en la costa que quedaba, movilizándose en bus por una carretera en su mayoría de granzón, más o menos a una hora y media de la mina Carmen, esto es, aproximadamente setenta kilómetros.

Esta idea de estudiar internada me llenó de entusiasmo, porque los sábados y domingos podría pasar en mi casa. Por lo demás, sería una experiencia emocionante, tendría nuevas amistades y mi horizonte de conocimientos sería más amplio. Entre las tres áreas de formación que había en la escuela: comercio, humanidades y técnica, había seleccionado con mamá el área técnica, ya que allí aprendería cosas prácticas y útiles para toda la vida, tales como: cocinar, bordar, tejer, corte y costura.

Mamá logró que la llevaran a Chañaral en una camioneta de la compañía Santa Fe, junto con otras personas que viajaban por otros motivos, para hacer los trámites de mí matricula en la Escuela Consolidada de Chañaral, en aquel momento el centro de mis sueños y ambiciones de futuro. Sin embargo, el destino quiso que mamá tuviera un grave accidente en la carretera, se le abrió la puerta de la cabina de la camioneta donde viajaba y se cayó al suelo con un tremendo golpe que le fracturó varias costillas y la cadera.

A mamá la atendieron de emergencia en el hospital de Chañaral, pero después, debido a la gravedad del estado de mamá, decidieron llevarla al Hospital Traumatológico de Coquimbo, donde tuvo un tratamiento con una larga convalecencia. Logró recuperarse después de varios meses, mientras tanto su prima Elsa realizó los quehaceres del hogar.

En esa situación de emergencia, una profesora de la escuela primaria de mina Carmen habló con su papá, quien era el Alcalde de Chañaral, para que hiciera mi matrícula en la Escuela Consolidada y yo pudiera ingresar al internado. Tuve ese año como mi apoderado, o representante como se dice actualmente, al mismo Alcalde, aunque por supuesto que sólo fue nominativo, pues nunca recurrí a él. En los años siguientes ingresarían también a ese internado mis hermanos menores.

Fui muy feliz en mi vida dentro del internado, ya que tenía muchos amigos y amigas con quienes compartía. Por fin tenía muchas amistades y las veía todos los días, ya nunca más tendría el sentimiento de soledad que me embargaba cuando viví en Coquimbo. No tenía problemas en hacer amistades, era bastante sociable, y estaba en situación similar a la de muchas personas que venían de Pueblo Hundido, El Salado, Potrerillos, El Salvador y otros pueblos mineros de la región.

Recuerdo que al comienzo era extremadamente inquieta, más bien desordenada y rebelde debería decir. No me gustaba la comida, que era muy diferente a la que hacía mamá, nos daban unas lentejas todas desabridas que disimulaba comer, pero en realidad la escondía en una bolsa para después botarlas. Cuando me descubrieron me vigilaban para obligarme a comer, pero como mi terquedad era mayor no lo hacía, entonces me castigaban sin dejarme salir el fin de semana.

Era lo peor que hacían, impedirme que fuera a mi casa, pero era el castigo disciplinario que imponían a aquellos que se portaban mal. También se quedaba un pequeño grupo de quienes no viajaban, porque sus casas quedaban muy lejos de Chañaral y prácticamente sólo salían en las vacaciones de fin del año escolar.

Pasaba todo el fin de semana llorando desconsoladamente y me vengaba negándome a salir a pasear en grupo. En efecto, como no podían dejarme sola en el internado, entonces nadie podía salir, ni siquiera los alumnos que voluntariamente se quedaban en el internado. Me rogaba el inspector para salir a pasear a la gruta de la Virgen, o a la orilla del mar, o a la plaza de la ciudad, pero les contestaba que como estaba castigada no debería salir a ninguna parte. Mis compañeras me aplicaban la ley del hielo y nadie me hablaba durante todo el fin de semana.

El día lunes llegaba mamá para averiguar que había pasado en la escuela y enterarse de los motivos del castigo que me habían dado. A mediodía mi mamá me llevaba a almorzar a un restaurante de la ciudad y yo me sentía muy feliz compartiendo con ella. Después de todo salía ganando, tenía a mamá con toda su atención exclusivamente para mí.

Con el tiempo los inspectores se cansaron de mi obstinación para no comer determinadas comidas que me repugnaban. Simplemente no me hacían caso, dejaban que comiera lo que quisiera y ya no me castigaban los fines de semana, de manera que los sábados y domingos los pasaba en mi casita, con mi familia, con el íntimo sentimiento de pertenencia que produce el calor del propio hogar.

Miré un momento a mi nieta que me observaba con curiosidad, esperando que le respondiera su pregunta, y le contesté:

– Sí, mi amor, cuando niña yo viví en una casita de madera y era muy linda, era una casa pequeña donde vivía con mis padres y mis hermanos, pero era la casa más dulce y cálida que yo recuerdo.



Capítulo 5

– Recuerda, mi niña, que debes comer toda tu comida para que puedas crecer fuerte y sana – insistí para que mi nieta terminara de almorzar.

– Abuela, ya no quiero comer más… –  rechazó mi insistencia, mientras alejaba en la mesa su plato de comida, y me miró fijo con sus grandes ojitos – ¿Acaso tú te comías toda la comida cuando eras niña?

Me sorprendí con su pregunta. Por supuesto que a mi no me gustaba que intentaran obligarme a comer lo que no era de mi agrado o cuando ya no tenía hambre. Simplemente no comía, ni siquiera me amilanaban las amenazas de castigos que profería el inspector en el internado de la escuela.

De hecho, un vez que ya tuve antigüedad en el internado ejercía cierto liderazgo sobre mis compañeras, entonces promoví junto con algunas amigas una huelga de hambre para reclamar por la mala comida que nos daban en el comedor. Todas las internas dejamos de comer durante dos o tres días, no recuerdo exactamente, pero no aceptábamos ningún bocado.

Provocamos una gran conmoción en las autoridades de la escuela, quienes creían inicialmente que nuestra manifestación duraría solamente un rato, pero nuestro reclamo se mantuvo firme. Yo fui afortunada, ya que mis amigas externas, Luisa y Dania, me traían a escondidas galletas que me las comía de manera disimulada; sin embargo, otras fueron muy firmes en su decisión de no comer nada.

Efectivamente, muy firme en no comer nada, así fue la decisión de nuestra compañera Rosalía, quien vio en la huelga una oportunidad para adelgazar y quitarse algunos kilos de exceso en su peso. Con mucha tristeza recuerdo que Rosalía fue muy estricta en su determinación de no comer absolutamente nada, pero como sufría de bocio y de otras alteraciones de la glándula tiroides que mantenían su metabolismo en un estado muy inestable, tuvo una descompensación de su organismo y murió.

Así terminó la primera huelga en la que participé, acabó en luto por nuestra compañera que solidarizó con nosotras, sin que nadie hubiese estado conciente de los riesgos que tenía su actitud de no comer. Así es la irresponsabilidad de la ignorancia, es el pecado ya no de la acción, sino de la omisión, que apenas es un atenuante de la culpabilidad. Ojala que Dios nos perdone, pensaba en el comedor del internado, mientras todas comíamos en silencio las lentejas más agrias de nuestras vidas.

Tuve el consuelo de mi profesora Raquel, mí preferida entre todas las profesoras de la escuela. Ella era muy buena y gentil con todo el mundo, fue mi modelo de persona y le tenía mucha admiración, ya que más que maestra ella fue una verdadera amiga. La profesora Raquel nos enseñaba como debíamos vestirnos y comportarnos ante diferentes situaciones, nos arreglaba el cabello e incluso nos daba permiso para ir a la peluquería de la misma escuela.

Quizás fue cuando aprendí a arreglar mi apariencia personal que se les ocurrió a los miembros del club deportivo, donde practicaban fútbol mis hermanos en mina Carmen, postularme como candidata a la belleza para las fiestas de Carnaval del pueblo. Todos los años se hacía una fiesta patrocinada por la empresa y se elegía por votación de los pobladores a una reina.

Competí para conquistar la corona con Rosa Elena, una muchachita muy calladita que vivía con sus tíos en el campamento. Mis hermanos me hicieron campaña y entre sus amistades buscaron los votos que me favorecieran. La competencia fue muy reñida y el proceso de conteo de votos fue muy emocionante, ya que las diferencias eran muy estrechas, pero finalmente gané y fui proclamada reina del carnaval, Inés Primera.

La Sra. Cristina, esposa del administrador Karol Rojas, me ayudó a confeccionar el traje de reina, un vestido largo de color blanco, como el de una novia, que lucí muy orgullosa. Me pusieron una corona que tenía lentejuelas brillantes cristalinas y una banda bordada, con ribetes dorados, que cruzaba mi pecho. Con un gesto de elegancia levantaba una y otra mano, embutidas en largos guantes blancos, y saludaba a mis súbditos que me aclamaban. ¡Qué emocionante fue aquello!

Eso fue un sueño hecho realidad. ¿Quién no sueña ser reina alguna vez? Es la fantasía de cualquier niña, tal como decía la poetisa Gabriela Mistral:

Todas íbamos a ser reinas,
de cuatro reinos sobre el mar.

Sí, todas íbamos a ser reinas, fantaseábamos mis amigas en el internado de Chañaral, igual como soñaba la poetisa chilena:

Lo decíamos embriagadas,
y lo tuvimos por verdad,
que seríamos todas reinas
y llegaríamos al mar.

            Era la reina, aunque de un reino muy pequeño y humilde, enclavado en medio del desierto, pero era la reina de aquel lugar. Mis sueños se hicieron realidad entre hadas y fantasías, entre la bulliciosa música de fiesta y el baile de vals. Mi mamá estaba muy orgullosa y después de la celebración guardó el traje y la corona que aún deben estar, después de tantos años, en algún baúl de mi familia.

Mi profesora Raquel me felicitó con mucho entusiasmo cuando se enteró que había sido reina en las festividades de carnaval de mi pueblo. Con ella siempre me sentía bien y sus palabras de aprobación y motivación eran muy importantes para mí, razón por la cual sus enseñanzas dejaron una huella indeleble en mí. Ella nos enseñaba labores del hogar, tales como: el arte de la cocina, corte y costuras, bordados con agujas y crochet, tejido con palillos, y muchas cosas más.

Tengo hermosos recuerdos de mi profesora Raquel, pues era mi confidente y sabía de mis gustos y de mis fantasías de amor. Ella siempre nos daba ideas para hacer cosas nuevas, nos motivaba para escribir poesías y pasábamos muchas horas en la biblioteca revisando libros y buscando poemas.

Una vez encontré un poema de amor que me gustó mucho, Nocturno a Rosario, de Manuel Acuña, un poeta mexicano que dicen se suicidó debido a su infortunado enamoramiento de Rosario de la Peña. Se inicia así:

¡Pues bien!, yo necesito decirte que te adoro,
decirte que te quiero con todo el corazón;
que es mucho lo que sufro, que es mucho lo que lloro,
que ya no puedo tanto, y al grito en que te imploro,
te imploro y te hablo en nombre de mi ultima ilusión.

Es larguísimo el poema. Otra estrofa dice:

Comprendo que tus besos jamás han de ser míos,
comprendo que en tus ojos no me he de ver jamás;
y te amo y en mis locos y ardientes desvaríos,
bendigo tus desdenes, adoro tus desvíos,
y en vez de amarte menos te quiero mucho mas.

Tuve la genial idea de enviárselo por correo postal, al campamento de mina Carmen, a mi amor platónico, Apolonio, un profesor de matemáticas con quien apenas tenía un trato muy distante en los eventos de fin de semana que se llevaban a cabo en la escuela del pueblo. El organizaba partidos de fútbol, donde participaban mis hermanos, y me encantaba como él le daba a la pelota, la bola para arriba, la bola para el lado, la bola para abajo. Lo adoraba.

Fue la primera declaración de amor que hice a alguien que tenía en mis fantasías, pero que en la realidad él quizás apenas sabía que existía como una mocosa impertinente. Pasé muchos días asustada por la esquela anónima que había enviado y seguramente, pensaba, habría llegado a su destino. Si era sensible, supuse, al menos iba a preguntar entre sus colegas si conocían el poema.

¡Qué desilusión! Pasaron los meses, terminó el año escolar, luego pasó otro año más, y sólo entre nosotros había un simple saludo en las ocasiones que nos cruzábamos. Unas pocas veces hablamos de asuntos de estudios, mientras yo sentía un cosquilleo en la boca del estómago, pero no pasaba nada más, y él seguía con su afán por el fútbol, con la bola para arriba, la bola para el lado, la bola para abajo. Definitivamente lo adoraba.

Cuando estaba en quinto año del nivel secundario me comenzó a ir mal en el área de matemáticas, entonces mi mamá decidió buscar a un profesor para que me diera clases particulares los fines de semana, en las oportunidades que salía del internado. Enorme fue mi desconcierto cuando lo encontré en mi casa como mi profesor de recuperación en matemáticas; mi corazón dio un vuelco.

La sorpresa fue tan grande que se me olvidó el asunto del poema que tiempo atrás le había enviado y sólo estaba pendiente de no faltar a mi casa ningún fin de semana, de manera que me comía todas las lentejas en el pensionado para que no me dejaran castigada y, caramba, cómo me empezaron a gustar las matemáticas.

Un día noté que se quedó observando el tipo de letras que yo escribía, entonces me pidió que escribiera las letras mayúsculas y me preguntó si a mí me gustaban los poemas. Sin pensar contesté que sí, además le dije que los coleccionaba, pues era mi pasatiempo favorito. Me quedó mirando fijamente y dijo: entonces fuiste tú. Mi corazón dio un vuelco y me puse de todos los colores.

Sacó el poema que le había enviado años atrás y comparó las letras, por supuesto que era de la misma mano. Me dijo que desde hacía mucho tiempo buscaba a la persona que se lo había enviado. Me tomó las manos y me dio un beso que hizo subir toda mi sangre al rostro, mi corazón brincaba atolondrado y mis ojos se pudieron blancos.

Una vez que entre nosotros quedó todo al descubierto comenzó nuestro romance, un romance en la clandestinidad, porque nadie debía saberlo, debido a que él era un profesor respetable y yo una menor de edad, de modo que era una relación que contravenía las normas y valores de la época. Si se hubiera sabido se habría producido un escándalo que habría llevado a la expulsión de Apolonio de la escuela y yo habría quedado como una muchachita loca. Sólo mi profesora Raquel sabía de mis amores y nadie más.

Siempre teníamos alguna excusa para estar juntos, ya que él me involucraba en las actividades de fin de semana en la escuela. Incluso comenzó a gustarme el fútbol, ya que él seguía con la bola para arriba, la bola para el lado, la bola para abajo. Lo amaba, y mi mamá no se daba cuenta de nada, a pesar de que nos controlaba de muy cerca.

Claro, ese amor platónico a escondidas no podía durar, llenaba todas mis fantasías, todos mis sueños estaban impregnados de Apolonio, pero yo no me iba a condenar a la vida en un pueblo perdido en el desierto, sacando cuentitas de matemáticas y con la bola para allá y la bola para acá. Nos despedimos con mucha tristeza y me fui a estudiar a Santiago. Nunca me escribió y yo dejé de juntar poemas.

– Abuela, dime: ¿qué comías tú cuando eras niña? –  insistió mi niña.

– Comía de todo, mi amor – contesté sin que pudiese contener una lágrima que se deslizó por mi mejilla – A veces me daban unas lentejas agrias que me las tenía que comer obligada.

– ¿Por qué lloras, abuela? ¿Acaso eran muy malas las lentejas que tenías que comer? – preguntó desconcertada mi nieta.

El amor platónico o toma otros derroteros y deja de ser platónico, o termina un día y sólo queda en un rinconcito del corazón como un recuerdo agridulce de algo que no pudo ser, a veces me parece que es como la evocación de las lentejas. Quizás nos faltó disposición para defender un amor que parecía prohibido, o quizás todo fue una ilusión que estaba arraigada sólo en un espejismo donde todo se idealiza lejos de la realidad.

Cuando regresé a mina Carmen durante mis primeras vacaciones de la universidad, después de un año en Santiago, volví a ver a Apolonio, pero ya no era lo mismo, ya se había disipado el calor del ensueño y el aliento de la fantasía. Él se había enamorado de otra y nunca más volví a saber de él, supongo que siguió con la bola para arriba, la bola para el lado, la bola para abajo.

            Miré a mi pequeña niña, la acaricié y, mientras observaba su carita radiante de felicidad, me pregunté: ¿Cómo irá a ser el día cuando ella se enamore?



Capítulo 6

La vi que buscaba afanosamente en el interior de su bolso escolar que acostumbra a llevar para la escuela. A medida que los niños van progresando en los niveles escolares, más pesado se va poniendo ese bolso debido a tantos materiales que exige la escuela. Mi nieta sacó una tabla digital y unos controles electrónicos inalámbricos de su bolso, luego se dirigió a mí.

– Abuela, por favor, ayúdame a hacer la tarea de la escuela – me dijo con su dulzura de siempre e hizo que la acompañara a su escritorio.

– Está bien, mi amor, pero tú sabes que yo prefiero usar un cuaderno y un lápiz de grafito – le contesté con cierta angustia debido a mi aversión a la tecnología moderna – prefiero el sistema antiguo.

– Es fácil, abuela – me sonrió – no te preocupes, yo te voy a enseñar.

Quizás así se sentía mi mamá cuando le conté un día que tenía la ilusión de estudiar en la Universidad, pues me miró y me dijo: Eso es muy difícil, hija.

Mi sueño era estudiar en la Universidad, pero no estaba segura de que podría llevar a cabo esa ilusión. Me contagié con las aspiraciones de otras compañeras del internado que sí tenían el soporte económico para planificar un ingreso a estudios superiores en Copiapó o en Antofagasta, donde quedaban las sedes más cercanas de algunas Universidades del país.

De hecho, vivían conmigo en el internado hijas de trabajadores de la compañía de cobre El Salvador, quienes tenían un alto estatus económico, puesto que los trabajadores del cobre eran los más privilegiados del país, de modo que podían aspirar a metas superiores sin mayores preocupaciones por el dinero. En cambio, yo ni siquiera estudiaba en el área de humanidades, en donde se preparaba a las personas para estudios universitarios, sino pertenecía al área técnica, cuyas prioridades estaban dirigidas a atender las labores del hogar.

Quizás mi destino era reproducir el modelo de mamá, posiblemente algo más refinado y con mayor preparación, pero el mismo modelo al fin y al cabo: atender a un marido y tener hijos por decenas, fregar el piso, cepillar la ropa, cocinar la comida, reparar los calcetines, tejer en invierno algunos suéteres, chismear con las vecinas, etc. No, definitivamente no, ese no era mi sueño y me dispuse a luchar con ahínco para alcanzar otras metas.

Junto con mis amigas, Luisa, Dania y Ana, decidimos dar la prueba de aptitud académica para optar a un cupo en la Universidad Técnica del Estado, en Santiago, ya que allí tenía familiares donde podría llegar a vivir en caso de que lograra quedar seleccionada. Nos ayudó la profesora Raquel para preparamos durante varias semanas, revisamos muchos libros de Castellano y Matemáticas, e hicimos el mejor esfuerzo para refrescar los conocimientos básicos.

Viajamos a Copiapó y presentamos la prueba en la Universidad de esa ciudad, pero no seleccioné ninguna opción para la sede de Copiapó, ya que solamente tenían carreras técnicas y mis inclinaciones eran más hacia el área humanística. La prueba no era exactamente de conocimientos, sino medía las aptitudes en el área de matemáticas y  de castellano, era una prueba tipo test y cada pregunta presentaba cinco opciones de respuesta, entre las cuales había que elegir la correcta, y para excluir el azar se eliminaba una respuesta buena cada 4 respuestas malas.

Nos regresamos emocionadas y llenas de esperanzas, puesto que el puntaje final dependía del resultado de la prueba de aptitud académica que acabábamos de rendir y de las notas de la educación secundaria. En éstas últimas Luisa y yo teníamos muy buenas calificaciones, estábamos entre las mejores alumnas de nuestra promoción.

Mientras esperábamos los resultados de la postulación a la Universidad, nos dedicamos a trabajar durante el verano para juntar dinero para nuestro proyecto de estudiar en Santiago. Luisa, Dania y yo alquilamos una casita en Chañaral y nos pusimos a trabajar intensamente en corte y costura, aplicando todo aquello que habíamos aprendido en la escuela. Nos amanecíamos trabajando, haciendo vestidos, pantalones, chaquetas, etc.

Trabajamos muy fuerte durante tres meses y, a punta de alfileres, tijeras y costuras, logramos juntar una cantidad importante de dinero. Fue todo un éxito ese trabajo, ya que siempre tuvimos muchas clientas que nos contrataron trabajos de diversa índole y quedaban satisfechas con las prendas que le entregamos.

Cuando publicaron en la prensa los resultados para el ingreso a la Universidad vimos que habíamos quedado en lista de espera, pero eso era un importante resultado, ya que las listas subían rápidamente con los llamados a inscripción que se hacían prácticamente día por medio. Teníamos posibilidades reales de ingresar a la universidad.

El sistema de ingreso era nacional, todo el mundo daba la misma prueba de aptitud académica, en algunos casos una prueba de conocimientos específico, y se postulaba a tres opciones de carrera en cualquier universidad del país, en orden de prioridades. Al primer llamado los postulantes seleccionados se inscribían en la carrera donde habían quedado por sus altos puntajes y automáticamente eran borrados de las otras opciones donde también hubieran obtenido un cupo. Entonces para las rondas sucesivas las listas subían con los que estaban en espera hasta que se completaban todos los cupos disponibles.

Luisa, Dania y yo decidimos viajar de inmediato a Santiago y llegamos en bus después de un viaje de casi 14 horas. En la capital éramos tres provincianas en la gran ciudad, la que nos intimidó por su inmensidad y la indiferencia de la gente que se movía afanosamente de un lugar a otro, sin importarle lo que ocurría en su alrededor. La ciudad era tan grande que no se veía donde terminaban las calles y los edificios me parecían panales de abeja.

Cruzábamos las calles impresionadas por el bullicio de centro de Santiago, por la gran cantidad de locales comerciales que ofrecían todo tipo de mercaderías y por los vendedores ambulantes que vendían todo tipo de baratijas. La gente nos chocaba en su rápido andar, los automóviles casi nos atropellaban y nos tocaban la bocina para que cruzáramos con rapidez las calles, también nos gritaban y no eran precisamente piropos, era desesperante la vida de la capital.

Nos habían dicho que en marzo comenzaban los fríos en Santiago, entonces llegamos con nuestros mejores abrigos que nosotras mismas habíamos confeccionados y enrolladas en unas larguísimas bufandas. Realmente, cuando llegamos todavía la gente usaba ropa de verano, las mujeres con escotes muy abiertos y vestían minifaldas, en cambio, nosotras parecíamos de otro mundo. Nos reíamos de nosotras mismas, éramos verdaderamente unas campesinas en la capital.

Llegamos a la casa de mi tío Gilberto, que quedaba cerca de la Universidad Técnica de Estado, en las inmediaciones de la Estación Central. De inmediato salimos para ver el proceso de inscripción en las oficinas de la casa central de la Universidad. Vimos que para el segundo llamado de inscripción nos podíamos matricular, incluso nuestra amiga Ana Corona, que no había viajado con nosotras, tenía posibilidades de ingresar.

Nos fuimos corriendo para la Oficina de Correos y Telégrafos y le enviamos a Ana un telegrama urgente indicándole que viajara de inmediato para que pudiera matricularse junto con nosotras. Después supimos que ella viajó, pero nunca pudimos encontrarnos, ni en el terminal de buses, ni en la Universidad, entonces no tuvo ninguna guía par poder inscribirse, quedó afuera, y nosotras quedamos afuera de la amistad que nos brindaba desde hacía muchos años.

Las tres nos matriculamos en la carrera de Pedagogía de Artes Plásticas y Dibujo Industrial, qué emoción tan grande nos embargaba. Sí, los sueños sí podían hacerse realidad, ahora podría introducirme a un nuevo mundo, al mundo de la pintura, la escultura, el dibujo, la cerámica y muchos más. Levanté un brazo y simulé un trazo de pincelada en el aire, ante mí se abría un mundo de formas y colores que se combinaban con la armonía de la naturaleza.

Mi manera sensible de ser, pensaba en mi interior, la iría moldeando en una sistemática formación académica para apreciar las obras del arte clásico de los griegos y los romanos, el arte del Renacimiento: Leonardo Da Vinci, Rafael; el arte contemporáneo: Monet, Renoir, Van Gogh, Matisse, Picasso; y tantos más de quienes ni siquiera habría escuchado jamás su nombre.

Se iniciaba así una época muy importante en mi vida, quizás una de las más significativas, esto es, el período de mi formación universitaria, la educación profesional que me permitiría, pensaba emocionada, un estatus de mucha valía social, pues sería educadora en una de las manifestaciones culturales más trascendente del ser humano, su expresión estética a través de las artes plásticas.

Mi tío Gilberto y su esposa, Amada, me recibieron en su casa, en una primera etapa me aceptaron junto con mis amigas, y me atendieron con mucho cariño y amabilidad. Como ellos no tenían hijos, su sentimiento protector lo desplegaron sobre mí y me cuidaban con excesivo celo. Me advertían continuamente de los peligros de la capital, de la delincuencia, de la gente maliciosa, etc.

Lamentablemente mis tíos no comprendían que en la Universidad no existía un horario fijo, no había una hora determinada de entrada y salida. Además de las actividades propiamente académicas, había otras actividades vinculadas con la vida universitaria, exposiciones culturales, eventos deportivos, foros políticos, etc. Ese año la actividad política era muy intensa, ya que estábamos en plena campaña presidencial que enfrentaba a la derecha liberal con Jorge Alessandri, la centrista democracia cristiana con Radomiro Tomic y la izquierda socialista reunida en la Unidad Popular con Salvador Allende.

Me incomodaban las intenciones de controlarme de mis tíos y me sentía ahogada, ya que aunque disfrutaba mucho estando en su casa, a pesar de que salíamos juntos a pasear los fines de semana y, entre otras salidas, me llevaban a disfrutar las carreras de caballo en el hipódromo, no sentía su confianza y apoyo para llevar una vida más plena en la Universidad.

Un día se me ocurrió solicitar una entrevista en el Departamento de Asistencia Social. Allí planteé mi situación socio-económica y solicité ayuda para una beca de alimentación y otra para tener residencia gratuita en las instalaciones que el Pedagógico de la Universidad tenía previsto inaugurar. A los dos meses me llamaron para informarme que había sido aceptada, lo que me hizo sentir muy feliz y, a su vez, me obligaba a mantener un buen rendimiento en mis estudios a fin de no perder dicha beca. Más adelante recibí una tercera beca, que consistía en un préstamo que recibía en mensualidades, otorgado par la Junta Nacional de Auxilio Escolar y Becas, ente que dependía del gobierno.

También mis amigas, Luisa y Dania, quienes vivían provisionalmente en una habitación alquilada en una casa de familia, fueron aceptadas para la nueva residencia de la Universidad. Vivimos con un grupo de casi 50 estudiantes en una casa de San Ignacio, cercas de la Alameda, después nos mudamos a otra adyacente en la calle 18, que también había sido habilitada como residencia estudiantil.

            Mi mamá viajó a Santiago para retirarme de la casa de mis tíos y asegurarse que saliera amigablemente, pues no quería que se produjese algún malentendido y quedase una imagen de mal agradecimiento, puesto que, por el contrario, ellos habían representado una ayuda invaluable para mí. Sólo que no me gustaba su afán controlador y ahora, en cambio, tendría oportunidad de compartir con muchachas que tenían situaciones similares a la mía. Después visité frecuentemente a mis tíos y ellos siempre me recibían encantados y estaban pendientes de mí.

            No me fue difícil integrarme al grupo de la residencia estudiantil, me consideraba una persona sociable, tranquila y, por sobre todo, estudiosa. Allí encontré compañeras de todo tipo de personalidad y carácter, pero lo importante es que había un ambiente de convivencia armoniosa y se podía estudiar con relativa tranquilidad.

            El horizonte de mi vida se iba aclarando, transcurría el año 1970, y los nubarrones de la incertidumbre se iban diluyendo en el tiempo. El sol alumbraba un sendero lleno de esperanzas e ilusiones. Nunca he estudiado con tanta intensidad como ese primer año en la Universidad.

            – Abuela, préstame atención – inquirió mi nieta –, necesito que me ayudes a localizar en el mapa satelital las capitales de los países de Latinoamérica.

            Ella manipulaba con destreza la tabla digital y alternaba con el cuestionario que la maestra había ubicado en la nube virtual del Colegio.

            – Dime, abuela, ¿por qué ese país donde tú viviste es tan delgado y largo? – comentó mientras hizo un rápido zoom en la región de Chile –. ¿Allí toda la gente debe ser chiquita como tú, ¿verdad, abuela?

            - Si, es verdad, pero tienen un corazón grande, como el tuyo, mi cielo – contesté de manera casi automática, quizás inconcientemente algo ofendida, con una parte de mi alma todavía en Chile.

           


Capítulo 7

– Abuela, cuéntame cómo es Chile. ¿Se parece a Venezuela? – me preguntó mi nieta mientras navegaba por la geografía virtual del país.

            – Chile es un país hermoso, su gente es muy pacífica – comencé a describir mi país de origen –  Eso sí, el clima es muy diferente al de aquí, ya que en invierno hace frío y en verano hace calor, aunque en el extremo norte siempre es cálido, seco desértico, y en el extremo sur hace un frío que es casi polar.

            Así es, Chile es un país de clima templado, pero en la década de los años 70 el país estuvo signado más bien por el ardor del clima político, puesto que la población asumió mayores demandas sociales y se profundizó un sentimiento nacionalista que remecieron los cimientos del Estado republicano. Además, el enfrentamiento de las diferentes corrientes políticas se producía en el contexto de la Guerra Fría que enfrentaba a la Unión Soviética con los Estados Unidos, el socialismo versus la economía de mercado.

De hecho, el año 1970 estuvo marcado por una intensa competencia política por la presidencia de la República, aunque sin violencia, en consonancia con la larga trayectoria democrática del país que le daba a Chile el epíteto de la Suiza latinoamericana. En un primer momento el candidato favorito era Alessandri, representante de los sectores más conservadores, pero como ya era un viejo patuleco y medio maricón fue perdiendo partidarios a lo largo de la campaña y finalmente, con un estrecho margen de los tres candidatos, aproximadamente un tercio de los votos para cada cual, ganó Allende, “el Chicho”.

            El día 4 de Septiembre de ese año se celebró la elección, en un clima de orden y tranquilidad, y a medianoche se supo el resultado. Entonces me fui con mis amigas a la Alameda, frente a la Universidad Católica, donde se congregó una multitudinaria cantidad de simpatizantes para festejar el espectacular triunfo de Allende.

            Jamás en mi vida había visto una manifestación tan grande, todos esperábamos el discurso de Allende, que salió finalmente a hablar a la multitud desde un balcón de la Universidad. Había mucha alegría y la emoción se desbordaba. La mayoría éramos personas jóvenes que saltábamos al grito: “El que no salta es momio” (momio eran los conservadores, haciendo alusión a que eran cadáveres políticos, o tan atrasados como las momias egipcias).

Así era mi vida estudiantil, muy dedicada a mis estudios en el Pedagógico, pero embebida en un ambiente político que cada día polarizaba más a la población. La Universidad Técnica de Santiago tenía autoridades que eran militantes del partido comunista, empezando con el rector electo por el claustro académico, Enrique Kirberg; asimismo, la Federación de Estudiantes y la mayoría de los Centros de Alumnos eran dirigidos por comunistas; de modo que la Universidad estaba muy comprometida con el proceso de cambios políticos del país.

Por supuesto que la mayoría de mis compañeras de estudio eran militantes o simpatizantes de la izquierda, la que estaba conformada por un amplio espectro de partidos que iban desde la izquierda cristiana hasta los partidos marxistas, incluyendo grupos extremistas, pasando por los partidos socialdemócratas. También tenía compañeras demócrata-cristianas y unas pocas simpatizantes del partido nacional (unión de los antiguos partidos liberal y conservador).

            Una vez que transcurrió mi primer año en Santiago me sentí más segura de sí misma, pues me sabía desenvolver en la ciudad y conocía a muchas personas. En vacaciones de verano viajé a mina Carmen para reencontrarme con mi familia. Esta vez percibí a mi pueblo en toda su rudeza, plantado a la fuerza en medio de una naturaleza áspera que imponía sus penurias.

El año 1971 fue de mucha efervescencia política, ya que el gobierno llevó a cabo la nacionalización del cobre, con el apoyo unánime de todos los partidos políticos, sin ninguna indemnización a las empresas norteamericanas, pues se estimaba que habían tenido una rentabilidad excesiva en los años previos. Esto provocó una ácida reacción de Estados Unidos, se desarrolló una presión internacional y un boicot abierto contra el país, lo cual exacerbó el sentimiento antiimperialista de una parte importante de la población.

Los salarios se incrementaron con la emisión inorgánica de más billetes por parte del Banco Central y se mantuvo una política de control de precios, de manera que pronto se produjo una escasez de productos, especulación, mercado negro y una inflación creciente que llegó a niveles increíbles, una verdadera locura. Pero esto era parte de la lucha política, pensaba, para redistribuir la riqueza entre la población.

Sentía que había que luchar por los ideales de justicia y libertad, entonces me incorporé a algunas misiones de trabajo voluntario. En una oportunidad fui un fin de semana a una población en las cercanías de Santiago a ayudar a construir casas de madera, aunque, claro, no era mucho lo que podía hacer, ya que ni siquiera sabía poner un clavo, pero colaboraba en llevar materiales, atender a los niños de las familias residentes, etc.

Recuerdo que también participé en operativos para repartir alimentos desde las empresas estatizadas a las poblaciones pobres. Nos pasaban a buscar de noche y dormíamos un poco en las fábricas, a las 4:00 de la mañana comenzábamos a cargar los camiones con empaques de leche, yogurt, etc. y salíamos a las 6:00 AM a distribuirlos a la gente de los sectores populares.

El ambiente político comenzó a exacerbarse y la violencia cada vez se hizo mayor, tanto de extremistas de derecha como de extremistas de izquierda. Mis amigas me involucraban en actividades políticas, aunque no era frecuente mi participación en tales eventos, puesto que mis estudios eran la prioridad, por un lado, debido a mis propias metas de superación personal y, por otro lado, era porque debía cuidar que no me quitaran mis becas y no podía bajar mis calificaciones de estudio.

– Abuela, abuela… – interrumpió mis pensamientos mi niña – ¿Cuándo tú eras chiquita jugabas con mi abuelo Alex?

– Ja, ja, ja… – no pude evitar reírme – No, mi cielo, nosotros nos conocimos cuando éramos estudiantes de la Universidad.

– ¿Y a qué jugaban, abuela? – insistió mi nieta.

Me dio risa la pregunta de mi niña, porque no puedo imaginarme el mundo de fantasías de mi pequeña nieta. Por supuesto que entre la juventud se despliegan juegos de relaciones sociales que es muy difícil explicar a una niña, son juegos de miraditas, sonrisitas y otras cosas más.

 Recuerdo que teníamos muchas relaciones entre pensionados y frecuentemente recibíamos invitaciones para fiestas de fin de semana que aceptaba algún grupo de muchachas que salían y regresaban juntas. En estas fiestas nacían muchos romances, también morían otros y, por sobre todo, era una manera de divertirse al ritmo de la música bailable de la época.

 Una vez nos invitaron a una fiesta en el pensionado de Ingeniería de la Universidad Técnica, ubicado en la calle Román Díaz de Providencia, un sector residencial de la clase media alta de Santiago. Claro, los estudiantes, igual que a todos los de cualquier otro pensionado, eran unos patas en el suelo, medios muertos de hambre. Era el mes de Diciembre de 1971.

Mis amigas me entusiasmaron para ir a esa fiesta. Llegó una comitiva de cuatro muchachos a buscarnos a nuestro pensionado, luego nos llevaron al de ellos en bus colectivo y, por supuesto, nos pagaron los pasajes con tarifa preferencial de estudiantes. Entre ellos estaba un muchacho desgarbado, pelo largo y con un aire de aparente galán, bien vestido, pero con los zapatos algo roñosos que me produjo cierta aprensión. Me provocó sacarles los zapatos y darle una buena pulida, quizás yo pueda arreglarlo, me dije, refiriéndome a él. Se llamaba Alex.

            Alex, desde un comienzo, se dedicó a darme una atención especial, me trató con mucha cortesía y delicadeza. Yo estaba muy impresionada, no sabía que existía gente así, incluso cuando bailaba no me apretaba mucho y me tomaba suavemente la mano mientras discurría suavemente la música de Nicola Di Bari. ¿Este tipo será raro, o es tan astuto que me está engatusando?, me preguntaba.

            Estuvimos toda la noche bailando en una sala habilitada para la fiesta y que cada vez iba teniendo menos luz, hasta quedar casi oscura. Primeros fueron las cumbias, en un ambiente muy movido y llenos de risas, más tarde la música cambió a suaves baladas entre las que destacaba: El último romántico. Todo era un ambiente muy sano, apenas un par de botellas de vino barato, unas galletitas desabridas y bastantes refrescos: Coca Cola, Fanta, etc. Los estudiantes hacíamos fiestas muy baratas.

Se encendieron mis alarmas de alerta cuando Alex tomó con delicadeza mi collar en mi cuello y me dijo: Que hermoso tu collar de colores, mientras sus dedos los ponía algo más abajo de lo debido. Me puse muy nerviosa y con cierto ademán de rechazo dije: Es un collar de fantasías. Se dio cuenta de mi actitud defensiva y no volvió a intentar nada. ¡Que idiota fui! ya lo tenía casi agarradito y se me estaba escapando.

            Me invitó a caminar a mitad de la noche estrellada, caminamos tomados de la mano y hablamos de todo. Me sentí impresionada de su idealismo y su espíritu rebelde. Ya ni siquiera me acordaba que quise preguntarle al comienzo si le gustaba el fútbol, si acaso le gustaba practicar con la bola p’arriba, la bola pa’l lado, la bola p’abajo. Definitivamente era una persona muy especial, muy inteligente, diferente a los demás, que había leído mucho y tenía una sensibilidad muy particular.

            Pasada la medianoche los mismos estudiantes nos llevaron de regreso a nuestro pensionado y nunca más volví a ver a Alex ese año. Se quedó en mis sueños y fantasías donde sí dejaba que tomara mi collar de baratijas y que sus manos recorrieran muchas cosas más. Qué hacer para volver a verlo, me preguntaba todos los días

            Me fui de vacaciones de verano a Ovalle a compartir con mi familia. Mi mamá y mis hermanos se habían mudado recientemente a una casa que habían comprado en esa ciudad, en la zona Noreste, en la población Limarí, mientras mi papá continuó trabajando un tiempo más en mina Carmen. También estuve varias veces en Huamalata y en Las Barrancas. Disfruté mucho, como siempre ocurría cuando estaba con mi gente, pero esta vez sentía un vacío en el corazón y una sensación de ansiedad que no sabía explicar bien. Me ponía mi collar de baratijas y sentía el latir de mi corazón.

            Cuando regresé a Santiago, en el mes de marzo, para continuar mis estudios en la Universidad, me crucé súbitamente con Alex en un pasillo del Pedagógico. Fue tan repentino en encuentro que sólo atiné a saludarlo, lo mismo hizo él, pero no tuve ninguna iniciativa para detenerme a hablar con él. Mi corazón dio un vuelco y salí corriendo, aunque sin saber adonde ir.

            Para la primera invitación a una fiesta que nos hicieron desde el pensionado de la calle Román Días me inscribí de primera, pero esta vez no nos vinieron a buscar, sin embargo, Alex estaba en la fiesta y nos volvimos a encontrar al calor de las cumbias de Luisín Landáez, los boleros de Palmenia Pizarro. A medianoche bailamos nuestro disco favorito de Nicola Di Bari: La prima cosa bella, Trotamundo, Mi corazón es un gitano, Como Violetas y, nuestro tema especial, El último romántico. Un beso selló el comienzo de nuestro romance.

            Prácticamente todos los días nos veíamos a la hora del almuerzo en los comedores de la Universidad. Como yo era muy sensible de la vesícula, no podía comer frituras o comidas con mucha grasa, entonces Alex comía lo suyo y la mitad de lo mío, así lo fui poniendo más en forma y perdió algo de su delgadez que ocultaba con su grueso suéter de lana y su chaquetón de invierno encima.

            Los fines de semana salíamos a pasear, íbamos al cine, al parque, muchas veces visitamos el Cerro Santa Lucía, otras veces íbamos al Cerro San Cristóbal y una vez dejamos grabados en un árbol, a la orilla del camino de ascenso, nuestros nombres sobre su corteza, después fuimos a lo más alto del cerro a comer mote con huesillo.

            Recuerdo que una vez fuimos a ver un evento deportivo al Velódromo de Santiago, pero como no teníamos dinero para pagar las entradas nos fuimos a la parte de atrás, la gente había separado un poco las barrotes de la reja de protección y se metía clandestinamente por allí, entonces yo intenté entrar, pero quedé atrapada entre los barrotes y algunas personas intentaban que entrara y otros me jalaban para que saliera. Quiten a la gorda, gritaba la gente, entonces vino una persona y me dio un empujón que me hizo entrar de golpe, aunque creo que se me quedó una teta y parte del trasero en la reja.

            Nos reíamos mucho de las anécdotas que nos pasaban y disfrutábamos de la vida, sin que nos afectaran nuestras limitaciones económicas que eran extremas. Ambos vivíamos sólo de las becas que nos otorgaban la Universidad y otros organismos del Estado. Teníamos la fortuna de vivir en un momento en que el gobierno se esmeraba en abrir oportunidades de estudios superiores a los sectores populares, quienes serían los líderes del futuro. ¡Vaya compromiso!

            Alex me estimulaba para estudiar y leer más allá de lo que me exigía la Universidad. Me prestaba libros para que los leyera, recuerdo algunos libros de Erich Fromm, El miedo a la libertad, de Jean Paul Sartre, La nausea,  de Simone De Beauvoir, La mujer rota. Después él me preguntaba sobre ellos, de manera que me sentía obligada a leerlos. Mis amigas me decían: Ese tipo es loco, déjalo con sus libros y vamos a divertirnos. No lo dejé, al contrario, lo buscaba, lo esperaba, lo seguía, lo adoraba, lo amaba, cada día me sentía más vinculada a él.

            Me fui entregando poco a poco a ese romance que se fue entretejiendo en ideales de libertad y justicia, primero fue con mi collar de fantasías, después fue todo. Comenzamos a compartir con mayor intensidad y los días domingo, que no había comida en la Universidad, almorzábamos juntos.

Una vez Alex me invitó a comer en su pensionado, donde tenían cocina y unas pocas ollas que no alcanzaban para todos. Para no competir por las ollas con sus compañeros él tenía unas latas de conservas donde preparó arroz, que me sirvió acompañado de una ensalada desabrida. Esto me recordó la comida del internado de Chañaral, pero era más triste aún, mi Alex ni siquiera estaba conciente de su miseria y todo le parecía lo más natural del mundo. Sentí una profunda compasión y le ofrecí que comiéramos juntos en mi pensionado.

La primera vez que fue a mi pensionado le preparé unas exquisitas comidas. Mis amigas más experimentadas me decían que a un hombre se le conquista por el estómago, entonces me ayudaron a preparar una variedad de platos exquisitos con las cosas que con Alex había comprado en el mercado. No era tan desinteresada la colaboración de mis amigas, porque ellas esperaban comer lo que quedara sobrante, sin embargo, Alex tenía hambre pendiente, quién sabe de hace cuantos años, y se comió toda la comida sin dejar absolutamente nada para mis amigas. ¡Qué desilusión para ellas!

Así lo fui haciendo engordar un poquito y le fue creciendo una barriguita, pero las nalgas nunca le engordaron. Comenzamos a frecuentar los comedores populares del edificio donde se había celebrado la UNCTAD, allí se habilitó un sistema de autoservicio para comer a precios subvencionados por el gobierno. Se llenaba especialmente de estudiantes y las colas eran enormes, pero valía la pena.

Pasaron los días, luego los meses, y llegó el fin de año. Alex comenzó a trabajar como tesista en un Centro de Investigación, aún siendo estudiante, y yo tenía la opción de irme de vacaciones de verano a donde mi familia. Estábamos en el ocaso de año 1972 y venían los albores del año nuevo que anunciaba vida nueva.

Tenía dudas, pero ya mi vida estaba muy entrelazada con Alex. Recuerdo que me miró fijamente y me pidió que me quedara con él. Entonces busqué un trabajo de verano como ayudante de enfermera en el Hospital Barros Luco Trudeau, ubicado en la comuna San Miguel, donde tenía la labor de colocar inyecciones a los enfermos durante todo el día.

Ese verano de 1973 me quedé junto con Alex. Ese verano fue maravilloso, el sol envolvió nuestros corazones que comenzaron a palpitar al unísono y la montaña nevada de la cordillera fue testigo de nuestro amor. Así se inició la aventura que un día trajo hijos, nietos, y sueño que en el futuro vendrán muchos más. ¿Qué si ha valido la pena llegar hasta aquí? Pues, sí. Claro que ha valido la pena, el balance de las penurias y de los placeres en el largo camino que he recorrido me convencen que mi vida ha valido por los frutos que quedan: mi descendencia.

– Si, mi pequeña niña – le contesté a mi nieta, mientras la arrimaba con un cariñoso abrazo – cuando joven jugaba con tu abuelo a que éramos doctores y yo le ponía muchas inyecciones.

  
FIN




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