MEMORIAS
Dedicatoria
Con cariño para mamá, Inés y mis hijos
Para mis nietos que en el futuro llegarán
Para todos mis amores que no volverán…
Alex Villanueva
Venezuela, 1998
Prólogo. Un libro
Con el
pensamiento de regresar a Chile llegué hasta el Paseo Colón de Puerto La Cruz,
me detuve un momento a contemplar el mar y la playa, el día estaba asoleado y
lleno de colores como siempre son los días aquí en esta región tropical, pero
esta vez el paisaje estaba con los colores más intensos, el azul del mar, el verde
de las montañas, la blancura de la arena a la orilla del mar, los multicolores
edificios de la ciudad y los botes y yates con su infinito vaivén en el mar.
¡Qué hermoso estaba el paisaje! El entorno llenaba todos mis sentidos, nunca antes lo había percibido con tanta intensidad. Caminé por la orilla de la playa con un profundo sentido de satisfacción, con el sentido del placer de estar en contacto con la naturaleza en la cual uno se sumerge y es observador a la vez.
Todo
a mí alrededor estaba lleno de luz y vitalidad, en cambio mis recuerdos de
Santiago de Chile son de colores grises, un clima frío, gente demasiado circunspecta,
todo demasiado ordenado y preciso. Entonces me pregunté si de veras debería
regresar a mi tierra natal.
Estos
sentimientos me han llevado a pensar en la vejez, me he sorprendido pensando en
la vejez. Nunca le he prestado mucha atención a mi persona, no tengo ningún
atractivo que me provoque admirarme frente a un espejo, no soy apuesto ni mucha
conciencia tengo de cómo vienen y pasan los
años. Más bien siempre miro de adentro hacia afuera y muy poco hacia dentro de
mí mismo.
Recuerdo
un día, no hace mucho tiempo, estaba en una tienda por departamento acompañando
a Inés que hacía unas compras. Había muchos montones de ropa apilada por todas
partes y mucha gente comprando, entre ellas una persona me miró, era un señor
bajito, algo gordito, con lentes. Al comienzo no le presté atención, pero de
reojo observé que también él miraba con disimulo hacia mí.
Naturalmente
que algo incómodo me sentí, quizás ese señor me confundía con otra persona,
pensé. Lo miré de frente y él de manera muy osada me miró a los ojos. ¿Quién será ese viejo de mierda?, me
pregunté. Tal vez un viejo feo y maricón que quiere captar mi atención,
reflexioné molesto con deseos de darle un fuerte empujón.
Con
descuido aparente me acerqué caminando entre el gentío, más por la curiosidad
que despejara mi inquietud. El también caminó hacia mí. Si algo me decía, pensé,
le contestaría con una grosería bastante vulgar: ¡coño e' su madre! Miré con más cuidado, entonces me reí, pues
frente al inmenso espejo ese viejo de mierda era yo.
Si
me confundo conmigo mismo, más confundido me siento sobre lo que debo hacer. Me
siento desconcertado porque no sentí cómo han pasado tantos años y ahora no sé qué debo hacer, no sé realmente
que responder.
En
verdad, no estoy seguro qué debo hacer. Cada vez que me lo preguntan prefiero
responder con una evasiva. No es nada fácil decidir, pero sí estoy seguro que
es necesario que vuelva a revisar los valores de la vida y el mismo plan del
cotidiano vivir. Aprendí que algunas veces es mejor no responder, el silencio a
veces es una ventaja que ayuda a que no lo empujen a compromisos que uno
todavía no quiere asumir.
De
hecho, responder con el silencio me recuerda cuando hice el servicio militar.
Estuve en un cuartel en la cordillera de los Andes, en la infantería de
montaña, donde nos preparaban para la guerra de las afiebradas mentes de los
generales que jugaban con soldaditos de plomo en el comando central, igual como
en un tablero de ajedrez.
En
esa suerte de tablero de ajedrez, un movimiento de piezas realizado por un
general, en respuesta a la acción del adversario, podía representar que nos
levantaran a las 2 de la madrugada y nos hicieran caminar por las montañas, a
través de muchos kilómetros, hasta llegar al supuesto objetivo militar antes de
cierto plazo.
Pero
el domingo era día de descanso, se suspendía el juego de la guerra, porque
incluso Dios ese día debía descansar. Precisamente un día domingo estábamos
todos tendidos en el pequeño bosque del cuartel, descansando a la orilla de un
pequeño río de aguas cristalinas que brincaban sin cesar. En ese momento se
acercó el sargento, "carne amarga" le decíamos.
Él
nos preguntó: ¿A quién le gusta el fútbol?, la mitad de los conscriptos
entusiasmados se levantaron. Luego dijo: ¿A quién le gusta la equitación?, entonces
un grupo menor se levantó. Yo me sentía tan cansado que en ningún caso mostré
entusiasmo por ninguna de aquellas actividades.
Con
voz militar el sargento formó a los entusiastas soldados y les gritó: a los que
les gusta el fútbol irán a limpiar la cancha deportiva, la quiero ver completamente
limpia. Después se dirigió al otro grupo y les ordenó: a los que les gusta la
equitación, irán a limpiar la mierda de los caballos en el galpón.
Nos
miró furiosos a los restantes que no habíamos elegido ninguna opción y con
rabia aparente nos dijo: Ustedes, ¡flojos de mierda!, no los quiero ver, váyanse
de aquí y se esconden en el bosque hasta el atardecer.
Esto
fue lo que me enseñó que a veces es mejor callar, es preferible esconderse en
el bosque hasta el atardecer. Comprendí que responder con el silencio es una
ventaja que ayuda a no comprometer la libertad.
También
en silencio llegué a Venezuela, junto con Inés llegamos a Caracas procedentes
de Chile, con la emoción y ansias de aventuras de juventud, con la idea de
estar algunos pocos años para conocer un nuevo país y luego regresar a nuestra
tierra natal una vez que hubiese terminado la dictadura de Pinochet Nadie nos expulsó, sólo fue nuestra decisión.
Siempre
dijimos: será mañana, mañana vamos a regresar. Pero ahora ya no estamos jóvenes
para aventurar, ni estamos solos. Nuestros hijos son la parte más importante de
nosotros, ellos son la parte más importante de mí, ofrecerles oportunidades
para el futuro es lo principal.
Pepe,
mi hermano, me ofreció su ayuda para facilitar mi retorno a Chile, en él he
visto la emoción del regreso al terruño natal. También él estuvo varios años en
Venezuela y, como siempre, compartimos
con la mutua generosidad que está sellada por la misma sangre.
Ahora
me alegra observar el apasionamiento como Pepe toma su trabajo ligado a la
actividad política y social. Sin embargo, últimamente recibí la noticia que a
él le diagnosticaron cáncer, lo cual ha creado un inmenso trastorno en mí. No
te preocupes mi hermano, todos estamos contigo, reflexioné.
Tal
vez me debería quedar tranquilo aquí, para vivir junto al mar. Un día llamé a
Andrés y le dije que me gustaría vivir en éste lugar, a la orilla del mar. Mira
Andrés, compramos una casita a la orilla de la playa y un bote para ir a
pescar, y si algún día te casas, allí juntos podremos vivir. Él me miró desconcertado,
el mundo de un hombre viejo no puede ser el mundo de ilusiones de un joven como
mi hijo Andrés.
Sé
que para un hijo es difícil expresar un sentimiento diferente al del padre. Sin
embargo, Andrés me contestó muy serio: Papá, tú sabes que yo tengo que
estudiar. Me alegré mucho, porque los hijos se educan para la libertad, no para
vivir en una casita a la orilla del mar.
La
libertad es la condición para elegir. Yo elegí mi vida, la elegí y la hice una
especie de carrera desenfrenada contra el tiempo, avanzando siempre sin parar,
ya sea estudiando o trabajando, siempre realizando esfuerzos para alcanzar el
futuro que invariablemente estaba más allá.
Es
curioso cómo esta carrera nos vuelve ciegos y nos lleva a una especie de huída
de la vida misma. He estado tan fuertemente absorbido en mi trabajo durante
tantos años, al punto que casi perdí los principios forjados en mi juventud,
casi perdí la noción individual de mí mismo, casi perdí la sensibilidad por mi
familia y por mis hijos.
A
veces frente al espejo, como me ocurrió en la tienda por departamento, casi no
me puedo reconocer. He cambiado tanto, sin embargo, siento que en mi interior
sigo siendo el mismo niño bueno que mamá crió.
Todo
se confunde, lo que es el norte, el objetivo se distorsiona y el esfuerzo que
se realiza se transforma en la meta en sí misma, trabajar por trabajar, un fin
estéril sin sentido individual, ni familiar.
La
sociedad impone sus valores y nos condiciona la vida. Se debe buscar el éxito
social a cualquier precio, no importa que tormentos pueda haber en el interior
de sí mismo, lo que vale es el triunfo frente a los demás. Entonces nos ponemos
una máscara y escondemos el alma frente a la gente que nos rodea, para no
exponernos a que nos avergüencen de nuestra sensibilidad.
Durante
muchos años luché para alcanzar posiciones superiores en la organización de las
empresas donde ejercí la profesión. Logré cargos importantes, fui gerente
corporativo en una compañía transnacional, donde varios años trabajé, era un
excelente profesional, lo cual era motivo de mucho orgullo para mí.
La
responsabilidad obligaba a una entrega completa para satisfacer los intereses
de rentabilidad de la empresa, lo importante era producir. No supe de descanso
ni placeres, era simplemente el vicio perverso del trabajo por el trabajo
mismo, hasta el límite de la dependencia total, ¿y para qué?
Era
la dependencia del vicio, del mismo modo como lo es la drogadicción. Entonces
que dramático es perder el trabajo cuando éste es un vicio de adicción. Me
llamaron para decirme que era un excelente profesional, pero que ya no tenían confianza
en mi gestión, que me he vuelto una persona conflictiva y me enumeraron una
serie de problemas que yo entendía como normal.
Es
cierto que lo había presentido, pues muchas veces me he apasionado defendiendo
mis puntos de vista, resaltando los méritos de la gente que ha trabajado
conmigo, opuesto a la injusticia y la arbitrariedad, también asumiendo los
riesgos que resultan de la iniciativa y la creatividad.
Tal
vez tenían razón, siempre fui un rebelde y no me gusta la autoridad, tuve
muchas diferencias con mis jefes. Estaba consciente que estas diferencias se
pueden cobrar muy caras en el juego de intrigas que se dan dentro de la
empresa, pero sobrestimé la seguridad de mi estabilidad y el aprecio que tenían
a mi honestidad.
En
la familia siempre ésta fue una posibilidad frente a la cual debíamos estar
preparados, pero de todos modos la noticia de mi despido causó mucha ansiedad.
Yo estaba inquieto por el reproche que los míos me podían expresar.
La
regla general indica que por defensa de la familia es necesario cuidar el
puesto de trabajo, actuar con prudencia, controlar la rebeldía. Sin embargo,
sentí de mi familia una inmensa solidaridad. Inés, Priscila y Andrés estaban de
mi parte, más aún, todos estábamos de acuerdo que era la oportunidad para regresar
a Chile.
Ahora,
caminando por la orilla de la playa he puesto la mirada hacia el horizonte y me
he preguntado acerca de mi vida misma, ¿realmente que he hecho de importante?
De tanto mirar hacia el futuro me he perdido el pasado y el presente.
Traté
de examinar mi vida y vinieron a mi mente vagos recuerdos de antaño, mi mamá,
la niñez, mi amor platónico... las aventuras de juventud, luego la madurez.
Recordé viejos amores y la nostalgia me invadió. ¿Por qué todo lo que se ama no
puede estar junto a la misma vez?
Mi
familia es hermosa, reflexioné, su afecto siempre lo puedo tener y todos mis
recuerdos siempre los podré disfrutar. Siento la necesidad de ordenar mis
recuerdos y pensamientos, reconciliarme conmigo mismo, todo lo aceptaré.
Quiero
intensamente disfrutar el presente, pero primero voy a aceptar las cosas buenas
y malas del pasado, todo lo confesaré: escribiré un libro, me dije, y me voy a
perdonar las cosas que hice mal.
Todos
los días pueden ser llenos de luz y color, me prometí. Sentiré la libertad para
seguir viviendo o morir. Para el que la quiera conocer, ésta es mi vida de
verdad, amo profundamente mi vida y la quiero compartir.
Capítulo I.
Mi mamá.
Tenía
diez años, o quizás once, cuando un día junto con mi primo Jorge fuimos a la
playa La Herradura. Recuerdo que a mi primo todo el mundo le decía "el
mono", porque tenía un defecto en el brazo que lo obligaba a mantenerlo de
un modo arqueado y hacia adelante, haciéndolo caminar como un chimpancé, lo
cual se explicaba, según nos habían dicho, porque cuando lo traía la cigüeña,
en su viaje de bebé desde el cielo, se había caído produciéndole tan lamentable
defecto.
Un
día, camino hacia la playa, cuando cruzamos la línea del tren que permitía el frecuente
transporte del mineral de hierro hasta el Puerto de Guayacán, nos quedamos
observando con curiosidad el sistema de cambio de líneas para que el tren
tomara una u otra vía. El sistema consiste en un switch con rieles en forma de
agujas que llevan las ruedas del tren hacia un carril determinado según sea la
posición de la palanca de control. Esta palanca es un brazo con un fuerte
contrapeso que, en este caso, se mantenía asegurada con un inmenso candado.
El
candado estaba suelto y levantar la palanca fue todo un desafío para nosotros,
pues era muy pesada, pero afirmándola con piedras logramos colocarla en
posición casi vertical, justamente en una situación intermedia, con el switch
ni para una ni la otra vía del tren... sentimos el éxito de colocar la palanca
en una posición especial y sin mucha preocupación nos preguntábamos que haría
el tren en esta circunstancia.
Nos
fuimos a la playa y nos olvidamos durante toda la tarde de nuestra inocente
aventura en la línea del tren, pero de regreso observamos con terror que el
tren no tuvo la decisión de seguir alguna vía y simplemente avanzó descarrilado
por el medio de las dos líneas férreas, quedando finalmente a punto de volcarse
después de su frenada de emergencia, en lo alto del terraplén, junto con todos los
vagones cargados de mineral.
Había
mucha gente observando el accidente y los operadores del tren se movían
agitados, posiblemente angustiados por la responsabilidad que pudieran
atribuirle en tan lamentable incidente, o quizás orgullosos de haber evitado un
volcamiento de muy graves consecuencias. No tuvimos tiempo de ver más, ya que
sólo se nos ocurrió correr como si hubiésemos visto el diablo, nunca en mi vida
he corrido tanto.
Nosotros
sólo queríamos jugar, nadie nos explicó lo que podía pasar. Aquella vez corrí
para esconderme en casa y evitar que alguien me viera, sólo quería estar con
mamá y sentir su protección. Cuando niño siempre mamá me protegió, estando en
mi casa junto con ella sentía una inmensa tranquilidad, allí sentía que ningún
peligro me podía acechar. Mamá me inspiraba confianza y seguridad, nada malo me
podía ocurrir estando cerca de ella, mi casa era un refugio contra cualquier
riesgo que pudiera existir.
Sentí
una inmensa tranquilidad estando junto a mamá, por supuesto que para mayor
seguridad nunca le quise contar esta historia del tren de Guayacán. Pues a mi
mamá, siempre tan buena, no le debía dar tanta preocupación y, además, yo era
su niño bueno que tenía mucho sentido de responsabilidad.
Mamá
cuidó mi niñez con mucho esmero, recuerdo que cuando pequeño me bañaba todos
los días Sábado. Se hervía el agua en la misma inmensa olla utilizada para
lavar las sábanas, las cuales se hacían hervir al fuego con leña, hasta lograr
el blanco reluciente que debían tener. El agua caliente de la olla se vaciaba
en una batea de madera y se mezclaba con agua fría hasta lograr la temperatura
ideal, luego mi mamá me restregaba con mucho jabón y me lavaba el pelo con
champú de cortezas del árbol de quillay.
Mamá
siempre me cuidó y protegió tanto, por este motivo siento hacia ella el amor y
el respeto que le merece la mujer que en sus entrañas me tuvo y que su vida ha
dado por mí, razón por la cual siempre he querido atender sus inquietudes. Una
vez en el patio de la casa, mientras yo estaba jugando con mis cosas, ella
comenzó a insultar a la higuera, un inmenso árbol en el fondo del patio de la
casa, la amenazaba que la cortaría si no daba los higos y la brevas que debía
entregar, le gritaba que la cortaría de raíz porque ese árbol no servía para
nada. Era un día de San Juan.
Algo
intrigado la escuché y entendí que ese árbol era inútil, pues en los últimos
años ya no daba esas hermosas frutas que yo mismo lograba alcanzar subiéndome
hasta las más altas ramas de esa higuera. Observé con detenimiento y sentí que
era un enorme desafío arrancar tan inmenso árbol, tan alto como el segundo piso
de la casa vecina, pero mamá lo había sentenciado a morir, había que sacarlo de
raíz.
Busqué
el hacha de la casa y durante horas estuve golpeando el tronco principal de la
higuera hasta que por fin logre tumbar tan inmenso árbol que ocupaba la mayor
parte del patio de la casa. Emocionado corrí para avisarle a mamá que ya había
logrado hacer lo que ella quería, había cortado completamente la higuera.
Mamá
me miró con asombro y desconcertada, luego con tristeza me explicó que el día
de San Juan se acostumbraba a amenazar a la higuera, ya que de esa manera, en
la siguiente temporada, el árbol se llenaría de frutos con renovada energía. Sus
amenazas eran sólo un "secreto del día de San Juan”, un viejo ritual de
las abuelas, y su intención no era arrancar tan frondosa higuera del patio de
la casa. Siempre he sentido tristeza por no saber interpretar los deseos de los
demás, muchas veces he cortado una higuera sin haber necesidad.
Cuando
he sentido terror aún mayor han sido mis ansias de estar junto con mamá. Esto
me trae el recuerdo de una noche que estaba sólo en casa leyendo un libro de
Alan Kardec, autor de muchos textos sobre espiritismo y temas sobre el más allá.
Estaba en la sala del comedor con una sola luz encendida y rodeado de sombras,
pues mamá siempre reclamaba que no se debía gastar innecesariamente
electricidad con luces encendidas en exceso.
Muy
concentrado estaba leyendo sobre los caminos de los espíritus de los muertos
cuando sentí, detrás de mí, el sonido de una tecla del viejo piano que había en
la sala. Muy intrigado y algo asustado levanté la cabeza y presté atención para
escuchar otra vez, pero finalmente pensé que sólo era mi imaginación. Continué
la lectura, pero pronto escuché otra vez el sonido de otra tecla del piano.
Con
enorme desespero y terror salí corriendo a buscar a mamá por el vecindario y la
traje de regreso a casa para tener su protección. Encendimos todas las luces y
buscamos temerosos en cada rincón, revisamos el viejo piano y cuando levantamos
la tapa del teclado, en ese mismo instante, saltó un pequeño ratón. El espíritu
que yo presumía era ese infame ratón que tanto me asustó, o quizás, siempre me
he preguntado, en aquel instante un alma traviesa se reencarnó en ese pequeño
ratón.
Mamá
fue muy valiente, acompañó a papá en su enfermedad durante más de un año, hasta
su muerte que la lloró con inmenso dolor. Sin embargo, sacó fuerzas para
sobreponerse y luchó con todas sus energías para lograr nuestra superación.
Tengo muy nítida su imagen recostada sobre su máquina de coser, se amanecía
haciendo vestidos para las señoras del vecindario que exigían el ajuste
necesario para lucir mejor.
Mamá
se quedaba cosiendo toda la noche para cumplir con su promesa de entregar a
tiempo el traje de vestir prometido, mientras junto con mis hermanos le
recomendábamos que cobrara la mayor cantidad de dinero y nos quedábamos detrás
de la puerta escuchando lo que mamá les iba a decir a esas viejas del
vecindario. Después mamá nos explicaba resignada que no les podía cobrar mucho,
porque eran amigas suyas, y nosotros la mirábamos con reproche y sentíamos que
se aprovechaban de ella.
Una
vez, muy intrigado, Juan, mi amigo del vecindario, me preguntó que era ese
ruido infernal que él escuchaba durante toda la noche. Me preguntaba si acaso
nosotros teníamos algún equipo industrial para fabricar alguna cosa misteriosa
que el no se lograba imaginar. Aquella vez me reí, pues él se refería a la
máquina de coser de mamá que, aunque era marca Singer, hacía un ruido estrepitoso
por los engranajes envejecidos y la mala lubricación.
Esa
máquina de coser estaba montada sobre un mueble de madera y tenía un amplio
pedal para mover rítmicamente con los pies. Recuerdo que fue muy grande la
felicidad de mamá cuando años más tarde logró montar un motor eléctrico para
accionar la máquina sin necesidad de pedalear con los pies.
Mamá
hacía vestidos muy bellos cuyo corte y costura aprendió cuando estudió en la
Escuela Técnica de La Serena, pero los pantalones de hombre nunca le quedaron
muy bien, pues yo recuerdo un pantalón color azul cuyas piernas no lograban
alcanzar mis tobillos y la cremallera entre las piernas era tan largo, desde la
cintura llegaba hasta casi las rodillas.
Mamá
luchó con desesperación por nosotros y nos inculcó un permanente sentido de
superación, reclamaba con furor cualquier actitud de irresponsabilidad. Muchas
veces fui testigo de los reclamos que le hacía a mi hermano Pepe por las
inconsecuencias en su proceder, por ejemplo, le reclamaba su costumbre de
levantarse siempre demasiado tarde aunque tuviera compromisos de la mayor
seriedad.
Mi
hermano era jefe de un grupo de boy scout que llegaban a las 6 de la mañana
para salir de excursiones al campo, pero siempre debían esperar afuera de la
casa hasta que el "jefe" se levantara y finalmente lograban salir
nunca antes de las 10 de la mañana.
Teníamos
la enseñanza que si se ausentaba papá la autoridad la heredaba Pepe y él lo
creyó así también cuando él murió. Mamá necesitaba que se mantuviera un orden
en el hogar, era necesario mantener una disciplina y planificar la marcha del
hogar, pero mis hermanos menores ni yo aceptamos el ejercicio de una autoridad
inmadura y arbitraria que Pepe nos quiso imponer, nos rebelamos y todo se
volvió una anarquía donde mamá no sabía que hacer.
¡Caramba!
qué difícil fue entendernos, tantas veces me enfrenté de puños con mi hermano
Pepe, sacando la mayoría de las veces la peor parte, pero algunas veces lograba
dar un golpe certero y luego corría a esconderme en el baño, único cuarto que tenía
llave para impedir que se pudiera abrir la puerta. Una vez él se enfureció de
modo muy extremo y tomó "el chancho", especie de escoba con una
pesada placa de hierro, como si fuese una bayoneta y embistió contra la puerta
que fue atravesada con certero golpe de guerrero. Esa marca todavía está en la
puerta del baño de la casa.
Mamá
no podía apoyar esa autoridad arbitraria de Pepe. Siempre buscó la mayor
armonía entre todos los hermanos y a pesar de nuestros berrinches, ella logró
inculcarnos el sentido de unidad familiar, entre todos hicimos un círculo
cerrado y asumimos el compromiso, que fue sellado por la sangre, para siempre
ayudarnos sin pedir ni agradecer.
Después
que murió papá rendí culto a su memoria y durante mucho tiempo solitario le
llevaba todos los domingos un ramo de flores al cementerio y en silencio le
prometí que siempre ayudaría a mi familia, le prometí que me esforzaría muy
fuerte para superar las adversidades y surgir junto con toda la familia.
La
primera Navidad sin papá fue muy triste, apenas teníamos dinero para arreglar
nuestro árbol de Pascua y nos preocupaba que el menor de la familia, mi hermano
Jorge, no fuese a tener los regalos de sorpresa que se buscan debajo del árbol
al despertar. Mi tío Pedro siempre nos traía regalos de Navidad, pero para
Jorge queríamos una pelota grande que él soñaba tener.
La
noche previa fui con mamá al centro de la ciudad, hasta las ferias donde
vendían juguetes de toda variedad. Todo era muy caro para nosotros, sin embargo,
esa pelota grande que queríamos para Jorge la tomé entre mis manos y le di
varios rebotes contra el suelo sin que nadie se preocupara por mí, me aleje un
poco de los vendedores y nadie siquiera me miró. Me di cuenta que la pelota ya
era mía sin necesidad de pagar y seguí dándole rebotes hasta llegar a mi casa.
Me
robé la pelota. Creo que nunca más en mi vida he robado algo, porque hubiese
sentido culpabilidad, pero aquella vez no sentí ningún remordimiento, aquella
pelota era un regalo de Dios para mi hermano Jorge. Al día siguiente todos nos
sentimos alegres del placer que tuvo mi hermano menor con su regalo de Navidad
y todos reímos de lo que consideramos una travesura del destino.
A
mis hijos también he tratado de inculcarles el sentido de unidad familiar y
reafirmar los vínculos de cariño para siempre, aprendiendo a disfrutar los
pequeños éxitos que resultan del esfuerzo familiar. Esto me recuerda cuando
organicé a la familia para sembrar maíz, en el tiempo que vivíamos en Ciudad
Piar.
Aquella
vez tracé las hileras paralelas y marqué con estacas los límites del área a
sembrar, todo con la mejor ingeniería. Priscila marcaba el punto de colocación
de las semillas, Andrés hacia un hueco pequeño con una herramienta de
agricultor, Inés colocaba tres granos de maíz y finalmente yo tapaba el hueco
con las semillas adentro. Entre todos cuidamos la siembra y la regábamos
afanosamente, cuidamos con mucha atención el crecimiento de las plantas.
El
maíz crecía y crecía sin parar. Nosotros no sabíamos que en la sombra el maíz crece
buscando el sol, sin dar frutos, pero para nosotros sembrar bajo la sombra de
los árboles grandes fue menos agotador que si lo hubiésemos hecho directamente
bajo el sol. Todas las matas de maíz crecieron una enormidad, pero sin dar
mazorcas, excepto una sola que salió en una mata al borde del área sembrada.
Cuando
cosechamos el maíz fue una fiesta familiar, la única mazorca que logramos fue
símbolo del triunfo del esfuerzo familiar, aunque cuando la examinamos
observamos que tenía un solo grano de maíz. Un solo grano de maíz fue nuestro
trofeo y nos sirvió para aprender que nuestro esfuerzo colectivo siempre nos va
a permitir recoger frutos que sabremos disfrutar. Ése fue el maíz que más hemos
disfrutado en la familia.
Así
somos nosotros, por las enseñanzas que heredé de mamá, nos contentamos mucho
cuando logramos juntos obtener frutos, así sea sólo un grano de maíz, lo
hacemos con entusiasmo y también con nuestro mal humor, pero siempre juntos.
Estos
son mis recuerdos de la infancia, siempre en la familia y con un enorme sentido
de unidad, casi con una actitud de egoísmo representada por nuestra disposición
a conformar un grupo en estricto círculo cerrado. Ese círculo sólo permitía la
entrada de muy poca gente, por ejemplo de mi tía Juana y de mi prima Nancy,
nuestros familiares más cercanos que acompañaron toda mi niñez.
Nancy
era como una hermana mayor, pues ella le decía "mami" a mamá y su
esposo Gabriel fue mi padrino de la primera comunión y el de todos mis
hermanos, con lo cual la relación era muy cálida y de mucho afecto. Lo que más
recuerdo de ellos en aquella época es su hija María Cristina, "Moni",
quien nació en una modesta casa al lado de la iglesia San Luis y era una
bebecita con unos hermosos ojos, igual que una muñeca.
Nancy
y su familia se mudaron después a una casa al lado del Mercado Municipal, donde
siempre junto con mamá la íbamos a visitar y en su casa aprovechábamos de comer
pescado frito que siempre tenían en abundancia y no recuerdo por qué.
Finalmente se trasladaron a vivir a una casa que quedaba detrás de la misma
cuadra donde yo vivía. Nancy y su familia también es nuestra familia.
Con
mamá sentí la alegría de su protección y su risa para celebrar mis actitudes
graciosas. Mamá decía que yo tenía los ojos muy hermosos y me lo creía, mamá
decía que tenía piernas lindas y yo me lo creía, mamá decía que era un hijo
lindo y yo así me sentía feliz, con deseos de darle un abrazo fuerte como
aquellos abrazos de cuando llorábamos juntos, porque no sabíamos que pasaría
sin papá.
Mamá,
me cuidó con esmero, dio todo de ella para que pudiera surgir y, a pesar de su
dolor por las despedidas, ella me educó para la libertad. Muchas veces sentí
sus lágrimas cuando me veía partir, como aquella vez que me fui a hacer
servicio militar, o cuando me fui a Santiago a estudiar, o aquella vez que
decidí viajar a Venezuela, pero debo decir que nunca realmente me alejé de
ella, mamá está muy dentro de mí, siempre estará muy dentro de mí.
Niño bueno
Nací
bajo el signo de Géminis, un día 02 de Junio de 1950. No tengo el recuerdo de
aquel momento, aunque un día en una pensión en Santiago, cuando estudiaba en la
Universidad, más por curiosidad y rebeldía de juventud que por el vicio mismo,
fumaba encerrado en mi cuarto unos cigarrillos de marihuana, preparados por mí
mismo, vaciando los cigarrillos convencionales y vueltos a rellenar con yerba,
fui llevado por mi imaginación hasta los mismos inicios de mi vida, hasta verme
mamando leche del pecho de mi madre.
Me
es difícil describir el sentimiento de placer y seguridad que aquella experiencia
me causó, la cual no sé si atribuir a la fantasía o al subconsciente, pero en
cualquier caso es el cordón umbilical que nunca se pierde con mamá.
Llegué
hasta este mundo como una cosa minúscula, creo que no estaba en programa, más
bien fue un accidente de mis padres que no llevaron bien la cuenta del
calendario de abstinencia. Pesaba apenas un kilogramo y medio, resultado de un
parto prematuro, pues llegué tan sólo con ocho meses de preparación, siempre he
estado consciente que me faltó un mes de cocción. Nací un día después que murió
la abuela Juana, quien crió a mi mamá.
Las
condiciones económicas del hogar no eran las más favorables para la llegada
mía. Mi mamá marcó en el calendario con color rojo los días infértiles, para
asegurar que no ocurriese una visita inoportuna de la cigüeña, pero mi hermano
Pepe ya sabía pintar y marcó días adicionales con color rojo. Creo que allí
radica que Pepe siempre ha sido tan importante en mi vida como mi propio padre.
Después
de tener mi papá una posición importante como comerciante mayorista en Antofagasta,
con una intensa actividad en el puerto para desembarcar diferentes productos
que luego debía distribuir en la ciudad, lo cual lo obligaba a una activa vida
social con los oficiales de los barcos y los comerciantes de la ciudad, debió
regresar a Coquimbo con el peso de haber fallado en la conducción de un negocio
que debió ser floreciente.
Los
amigos de oportunidad y el juego del azar hicieron trizas las ilusiones de
grandeza de papá. Sólo mi hermano Pepe apenas conoció la fortuna por breves
años de su primera infancia, paseó en el vehículo de mamá y en la camioneta de
papá, la cual por cierto destrozó el tren en el cruce por el centro de la
ciudad de Antofagasta y papá le reclamó siempre a mamá por su inmensa
preocupación inicial por la condición del vehículo sin siquiera saber todavía
cual era el estado de él.
Mamá
contaba que a veces llegaba papá muy tarde en la noche con montones de billetes
ganados en juegos del azar. Lo más triste y dramático es que mamá contaba tales
historias cuando más necesitábamos dinero para el hogar.
Todo
se derrumbó en Antofagasta, papá perdió negocio, dinero y amigos, no le quedó
nada, salvo el deseo de regresar a la ciudad natal, Coquimbo, para comenzar de
nuevo. Mi tío Pedro lo ayudó, su hermanastro de madre, para conseguirle una
casa y un empleo en el Puerto de Coquimbo, donde permaneció hasta el fin de su
vida.
En
tales circunstancias ocurrió mi nacimiento, mis padres recién llegados a
Coquimbo, con el sentimiento del fracaso de sus experiencias en Antofagasta, un
hogar desolado y con varios cajones que se usaban por muebles, una cocina que
funcionaba con parafina y el coche cuna de Pepe que servía para pasear.
Era
una gran suerte que por mi pequeño tamaño yo podía caber en una simple caja de
zapatos, aunque debido a mi prematuro nacimiento se debía cubrir mi lugar con
algodones para no afectar mi delicada y azulada piel. Soy el único en la
familia que puedo decir que tenía sangre azul, o por lo menos la piel.
Tan
débil y desamparado por las circunstancias, cuántas veces hubo problemas para
disponer el tetero que la naturaleza y el llanto de niño exigen, hicieron de mí
un pequeño ser resignado, paciente y sumiso. Las vecinas exclamaron que niño
tan tranquilo, mi mamá dijo es un ángel, mi tía Juana dijo es un niño bueno, mi
prima Cope dijo es un tonto.
Fui
un niño bueno de veras, no mataba siquiera una mosca. Mamá decía que tenía mi
ángel de la guarda que no me dejaba de noche ni de día, yo sé que el estuvo
muchos años conmigo y luego se fue simplemente porque yo lo olvidé, en verdad
fui yo el que lo abandoné.
Siendo
muy pequeño también nació Cecilia y luego Jorge. Realmente no sé como nacieron,
pues no tengo recuerdo de tales acontecimientos, creo que ellos nacieron de una
vez más grandes, pues no los recuerdo bebés. Para mí ellos nacieron cuando le
sacaron una fotografía sentados en la reja del vecino, con una risa llena de
alegría y ternura de Cecilia, y Jorge más serio y nervioso sentado a su lado.
Cecilia
y Jorge siempre han sido para mí como mis hijos Priscila y Andrés. Tal vez es
una manera de proyectar mi cariño, pues ocurre a menudo que confundo en el
recuerdo la niñez de unos con otros.
Me
supongo que mi infancia fue diferente por las circunstancias que me rodearon,
además, porque creo que quedé atrapado en una injusticia del destino, pues
quedé alejado de mi hermano mayor, Pepe, con 3 años mayor que yo y después
Cecilia y Jorge que tienen 3 y 4 años respectivamente menos que yo.
De
esta manera no capté la atención privilegiada que se le da al primer hijo, ni
la sobre protección que reciben los menores, sino estaba allí entremedio,
absorto en mi mundo, con mis fantasías en donde sí yo era centro de todo
acontecer.
Estas
circunstancias hicieron de mí un niño muy tranquilo. Cuantas veces mamá se
ufanaba que su hijo era tan tranquilo que no se movía para nada, cualquiera
fuera el lugar donde me dejara, entonces yo no me movía para nada, prefería
cerrar los ojos para no parpadear. Qué orgullosa estaba mi madre de un hijo tan
tranquilo. Fíjese, le decía mamá a su vecina, lo dejo aquí y no se moverá para
nada. Y yo, tan imbécil, me quedaba allí quietecito.
Crecí
sin molestar a nadie. No fui como el caso de mi hijo Andrés, quien cuando
pequeño iba al baño y después llamaba a gritos y con desespero a su mamá para
que le limpiara el trasero, mientras él ponía una cara de repugnancia porque la
caca olía mal; él fue siempre delicado y las cosas sucias debían hacerla otros.
En
cambio, yo no recuerdo haber molestado, simplemente usaba para limpiarme el
trasero una bata roja terciopelada de papá que siempre se colgaba detrás de la
puerta del baño, era una bata larga de tela de felpa. Recuerdo que de tanto
usarla se iba volviendo tiesa, pero en la medida que fui creciendo comencé a
alcanzar zonas más altas y suaves de la bata de papá, y el color sólo fue
cambiando de tonalidad.
Siendo
pequeño mamá me enseñó las primeras poesías. Cuando sus vecinas llegaban, mamá
me llamaba para pedirme que le recitara la poesía que había aprendido. Entonces
gesticulando con las manos les decía: Era un pollito, así chiquitito, que pica
e'pica, ¡rompió el huevito...! ¡Que lindo!, comentaban las vecinas.
Fueron
millones de veces que recité aquello a instancias de mamá. Me parecía que era
una cosa graciosa muy importante que yo podía hacer; así, cuando más grande
quise compartir esto con Inés, mi esposa, pero ella me contestó: ¡Alito, a mi
me gusta otro huevito!
No
había cumplido los 6 años cuando me enviaron al kindergarten, a la Escuela de
tía Luisa. Mamá me ponía el mejor pantalón tipo mameluco y me enviaba a la
escuela bien peinado, con gomina de la fruta de membrillo y los zapatos marca
Bata bien lustrados. La escuela estaba distante 4 cuadras desde mi casa, en la
esquina Lautaro con Lincoyán, recomendándome muy enfáticamente que caminara
derechito sin mirar a nadie.
Recuerdo
a tía Alicia hablando con mamá, preguntando que le pasaba a Alito que ahora en
la calle no saludaba a nadie, pues caminaba bien tieso mirando fijo al cielo.
Verdaderamente la gente me confundía, mi mamá decía que debía caminar bien
derechito, en cambio, mi tía esperaba que mirara al lado para saludarla al
pasar por su casa, yo no entendía sinceramente.
Tía
Luisa tenía un inmenso ábaco, con unas bolas grandísimas, que servían para
contar y otras extrañas operaciones que nunca entendí. Después del cuento del
huevito, nunca quise contarle a Inés lo grande de las bolas del ábaco de tía
Luisa, no quise exponerme a que me avergonzara otra vez.
En
el patio tenía un inmenso palomar, había miles de palomas. Ya sabía en aquella
época que las palomas servían para enviar mensajes, motivo por el cual me preguntaba
a quién ella le enviaba mensajes. Mi tía tenía muchos años, más de cien, quizás
ciento cincuenta creía yo, entonces me imaginaba que ella tenía contactos con
el más allá, lo cual explicaba su soltería y sus tantos baúles que debían estar
llenos de misterios y fantasmas.
En
tanto que mamá, creo yo, no creía en fantasmas, pues de tanto sacar moras del
patio de tía Luisa, la ropa quedaba de fantasmagóricos colores violáceos, lo
cual daba motivo para interminables regaños y una representación de la sufrida
condición de madre que nuestra irresponsabilidad de niño hacía más dura
todavía.
Todas
las mamas son iguales. El otro día mis hijos hablaban y Andrés le contaba a
Priscila que tuviese cuidado con mamá, porque el peor suplicio era cuando ella,
amenazaba con no hablar más. Verdaderamente es terrible, decía Andrés, pues un
día mi papá, fastidiado de sus refunfuños, le dijo a mamá que ya no le
prestaría atención, entonces ella contestó que no hablaría más, lo repitió diez
o más veces, luego ella dijo que deseaba dejar muy en claro que no hablaría
más, naturalmente que para evitar alguna confusión lo repitió casi cien veces.
Aquella
vez Andrés y yo nos miramos, guardamos silencios y nos fuimos a ver televisión,
allí Inés nos siguió para repetirnos que no nos olvidáramos que ella ya no
volvería a hablarnos, lo repitió mil veces. Cuando nos fuimos a acostar para
dormir ella quiso remarcarnos que su propósito de no hablarnos más era muy
firme, así nosotros estuviésemos arrepentidos, lo repitió diez mil veces.
Dios
mío, que alivio sentí cuando Inés nos perdonó y decidió hablarnos. Por favor
Inés, queremos que siempre nos hables, cuanta razón tenía Andrés para recomendarle
a Priscila que evitara que la castigaran dejándole de hablar.
Aunque
debo recordar también que Priscila, con su habitual sentido común y fina
inteligencia, comentaba que en aquellas tormentas verborreicas lo mejor era
desconectarse, es muy fácil decía: Tú bajas el switch mental y te abstraes del
mundo externo... ¡Andrés, sólo apaga el switch!
En
realidad, creo que Inés sufre más cuando se hace el propósito de no hablar,
pues recuerdo el otro día que en el almuerzo comenzó a hablar de asuntos de la
escuela, la escuché pacientemente y luego fui a la cocina a buscar la comida,
ella siguió hablando sin parar, nos levantamos de la mesa para traer el postre
y ella siguió hablando sin parar, con Andrés luego ordenamos la mesa y ella
siguió hablando sin parar, nos fuimos a reposar al cuarto e Inés continuó sin
parar....
A
veces Inés me reclama que tiene la sensación de que no le presto suficiente
atención y me provoca un sentimiento de culpabilidad que me induce a prometerle
que la próxima vez la voy a escuchar con atención, pienso que no debo mover el switch.
Creo
que todas las mamás fastidian con sus largos discursos, reclaman sobre el
sufrimiento que uno le causa por la falta de obediencia, le atribuyen alguna
enfermedad que se agrava por las travesuras de niño, también le señalan que la
histeria que es culpa de uno. ¡Es un tormento! Mamá cuando se enojaba también
hablaba como Inés, por eso muchas veces defiendo a mis niños en tales
suplicios, definitivamente no es justo.
¿Por
qué no le pueden respetar a uno el mundo de niño? Querían que limpiara esto y
lo otro, luego me mandaban para ir a comprar, hacer esta y otra cosa más,
cuando mi placer era estar solo con mis sueños despierto, haciendo fantasías
donde era el héroe y lograba el éxito y la admiración de los demás.
Mamá
le decía a papá: José, haz que los niños hagan algo útil en la casa. Entonces,
el fin de semana papá daba la orden de limpiar la sala-comedor, él se paraba
como cacique y daba las instrucciones para mover todos los muebles, viejos y
pesados sillones, mesas y sillas, para después pasar con el pié la virutilla, o
bien con el "chancho", luego arrodillado había que poner cera con un
trapo negruzco lleno de mugre a lo largo de todo el piso de madera y finalmente
había que sacar brillo.
Yo
sé que mamá se desesperaba con el alboroto y nos dejaba solos con papá y
nuestro tremendo desorden, además, todo era gritos y regaños de unos con otros.
Nos llegaban unos cuantos cocotazos por la cabeza y con la escoba nos daban
algunos golpes por el trasero, pero finalmente culminábamos la tarea, después
de la guerra venía la paz, podía descansar y regresar mi mundo de fantasía.
Casi
al cumplir los siete años ingresé a la Escuela Primaria, la Escuela
Co-educacional de Hombres N° 3, en la cual estuve exactamente los seis años
correspondientes al referido ciclo básico. Allí tuve, a lo largo de todos los
años escolares, a la señorita Elba como profesora de aula, francamente a mí no
me consta, pero ahora entiendo que tenía todas las características de señorita,
solterona e histérica.
Las
clases eran en la tarde, régimen por todos preferidos en mi casa, pues toda la
familia nunca se levantaba temprano, así teníamos más libertad para acostarnos
bien avanzada la noche, excepto mi papá quien siempre fue verdaderamente un
madrugador.
El
primer año tuve el suplicio de aprender los sonidos del abecedario, no
solamente el símbolo de las letras, sino el sonido aislado de cada una de
ellas. Digo un suplicio, porque realmente las consonantes tienen sentido cuando
las acompaña alguna vocal, pero la señorita Elba nos obligaban a nosotros a
pronunciar, por ejemplo, el sonido de la "X", la "T" o la "P".
Pero,
con la señorita Elba todo se aprendía, caso contrario, a uno lo levantaba
jalándole el pelo desde las patillas, o bien, con un coscorrón con los nudillos
de los dedos en la cabeza. Así me ocurrió cuando bajando por las escaleras del
salón de actos me puse a escupir el pasamano y resulta que más atrás venía
precisamente la maestra resbalando su mano.
Siempre
fui un niño bueno, pero allí la señorita Elba fue la primera persona que
aprendí a odiar. Cómo no hacerlo si ella me acusaba injustamente de desordenes
de mis compañeros y me gritaba que era un mosquita muerta. Cómo no odiarla si
al Figueroa lo favorecía con el primer lugar de la clase solamente porque su
mamá siempre regalaba el primer premio para las rifas del curso.
Sacaba
buenas notas, era el tercero o cuarto de la clase, pero nadie me dijo que
aquello era importante. No me sentía destacado, solamente importante me hizo
sentir una amiga de papá. Pues sí, una vez acompañando a papá al Banco de
Chile, ubicado casi al final de la calle Aldunate de Coquimbo, recuerdo que se
encontró en una oficina con una amiga, o quizás una simple conocida, quien me
llamó muy amistosamente y me regaló pasas que recibí con mucho encanto. Me
acarició y luego tomó mis manos, miró las líneas de la palma de mi mano con
mucha atención y luego dijo que yo sería una persona muy inteligente.
Aprendí
dos cosas importantes de aquella experiencia. Una para toda la vida, soy una
persona inteligente, esto me marcó para siempre y me permitió sobreponerme a la
presión de la señorita Elba. Otra cosa que aprendí, ahora cuando viejo, es que
examinar las líneas del destino es una buena excusa para tomarles las manos a
las muchachas.
En
general, no fue una grata experiencia la escuela primaria, la señorita Elba se
encargó de dañarla. También el destino fue desafortunado conmigo, pues recuerdo
la preparación del acto cultural para celebrar el día de las Américas. Un grupo
seleccionado preparábamos el acto de representación de la unidad de los países
americanos y en determinado momento de la obra entrábamos en escena un grupo de
muchachos con las banderas de cada país.
Era
muy hermoso el acto con todas las banderas ondeando en el escenario, la mía era
la de Cuba. Sin embargo, antes de la presentación del acto, debido a una
resolución de la Asamblea de la Organización de Países Americanos, OEA, se
expulsó a Cuba de la misma, por la pretensión de exportar su revolución a
Venezuela. También yo fui retirado del acto de las banderas, fui expulsado.
Creo
que de allí nació mi simpatía al socialismo, allí sentí la rabia hacia las
injusticias. También había ensayado como los demás y después no pude salir al
escenario para que mi mamá orgullosa me viera como actor, no era justo.
Volviendo
a la señorita Elba, me viene a la mente el recuerdo del último año en la
escuela primaria. En su función de orientadora quiso enterarse de cuales eran
las aspiraciones de los alumnos, preguntó qué deseábamos ser cuando grandes.
Varios contestaron que querían ser ingenieros, médicos, abogados, pero a Muñoz
se le ocurrió contestar que él quería ser futbolista. ¡Futbolista!, exclamó la
señorita Elba con burla y agregó, sólo los brutos no desean seguir estudiando.
Sentí inmensa pena por el pobre Muñoz.
La
señorita Elba luego se dirigió a mí y aunque se me hizo un nudo en la garganta,
pude contestar que yo quería ir a la Escuela de Minas de La Serena, donde
estudiaba mi hermano mayor. Nunca olvido su mirada despectiva, con su expresión
diciéndome mosquita muerta: tú deberías ir a la Escuela Agrícola, la Escuela de
Minas es para los inteligentes, ella expresó.
Tuve
lágrimas contenidas, mi respiración se volvió irregular, vieja de mierda como
la odié, acaso no sabía que las líneas de mi mano decían que yo era muy
inteligente, además también era un niño bueno, mi tía Juana lo decía y ella
sabía mucho de ésas cosas.
Claro
que tía Juana sabía distinguir lo bueno de lo malo, pues ella estaba todo el
día rezando en la iglesia, además, siempre vestía de marrón, eso era un
compromiso que ella tenía con la Virgen María. Yo suponía que ella estaba más
cerca de Dios que nosotros, pues ella tenía un rosario grande con muchas
bolitas y conocía la técnica para comunicarse con el Señor.
Sentía
que era una fortuna que tuviéramos una tía como ella, pues cada vez que ocurría
algo malo, nosotros podíamos contar con tía Juana y entonces todo se hacía
soportable. Tal es el caso de los temblores y terremotos que en Coquimbo son
tan frecuentes, en mi casa todo se movía, se caían las cosas de las paredes y
repisas, pero cuando llegaba tía Juana la acompañamos a rezar, ella le
suplicaba a Dios compasión, quien estoy seguro que la escuchaba con atención,
entonces todo se calmaba.
Huérfano de papá
Me
supongo que las frustraciones y desilusiones de papá, que fueron el resultado
del fin del éxito como comerciante mayorista en Antofagasta, lo llevaron al
vicio del alcohol. Cuando yo era pequeño, siempre a mí me mandaba a comprar con
una botella vacía, debía ir por un litro de vino tinto que el bodeguero sacaba
de barriles de madera que olían de manera detestable.
Alito,
me decía, tráigame el litreado de cinco tiritones y sonrisa de león. El primer
vaso que tomaba le provocaba una suerte de pequeños escalofríos, una
exclamación de satisfacción y una sonrisa tonta de placer, luego se le calmaban
los temblores de las manos. El vino exaltaba su estado de humor, podía ser muy
alegre o terriblemente fastidioso.
Cuando
pequeño no estaba muy consciente de ese estado etílico de mi papá, no sabía que
la embriaguez conduce a locuras que resultan de la desinhibición de la
personalidad, en cambio, yo lo percibí como un héroe cuando borracho se
enfrentó al chivo de grandes cuernos negros en el propio arenal del vecindario.
Se
enfrentó con enorme valentía al chivo que lo embestía, revolcándose ambos por
el suelo, lo agarraba desde los cuernos y lo alejaba de nuestro hogar.
Observaba aquella escena heroica con temor y admiración, cuando sea grande yo
me dije, también agarraría al mundo por los cuernos y lucharía para vencer.
Papá
era valiente, aunque con la electricidad era diferente. La corriente eléctrica
le producía mucho temor, lo notaba cuando arreglaba los fusibles del tablero
eléctrico de la casa, reforzaba bien los cables para mayor seguridad y después,
con el palo de la escoba, alejándose lo más posible, y con el brazo
empujándonos a nosotros hacia atrás, movía el switch principal a la posición
“on”.
Recuerdo
que a veces su rol de padre lo intentaba cumplir a mayor cabalidad. Una vez
llamó a mi hermano Pepe para explicarle algo sobre la sexualidad, yo estaba
presente, pero no entendía muy bien el tema del cual hablaban y había un
ambiente de cierta incomodidad. Pepe lo interrumpió y le dijo: Papá, todo eso
ya lo sé.
Pepe
se parece a papá. Más atención él le prestó a mi hermano mayor, después de todo
era el primer hijo de su segundo matrimonio, el cual contrajo tiempo después de
quedar viudo. Del primer matrimonio tuvo un hijo, Alfonso, que lo criaron sus
tías, alejado de nosotros.
En
cambio, yo me parezco más a mamá, en mi interior soy sensible, sentimental,
recatado y modesto, por fuera soy la apariencia que las circunstancias exijan.
Por el contrario, papa trasmitió a mi hermano mayor el sentido de orgullo y soberbia,
la resistencia para no dejarse humillar.
En
este sentido recuerdo cuando la visitadora social fue a casa para verificar si
era procedente la asistencia económica que Pepe había solicitado en la
Universidad. Papá la recibió borracho y le dijo a esa pobre mujer, que no
hallaba donde meterse, mientras yo viva mis hijos no necesitan limosnas de
nadie.
Todos
estábamos escandalizados y muy avergonzados, pero papá tenía más desplantes
para turbar el ánimo de los demás. Se tendió en el piso en medio de la sala,
diciendo que en su casa el podía hacer lo que se le viniese en gana. Miró a
mamá que trataba de controlar la situación: M'hijita linda, usted no se meta...
¡hic!
A
papá le gustaba usar los zapatos bien lustrados y brillantes con la crema de
pulir, bien peinado hacia atrás el poco cabello que le quedaba, usaba unos
pequeños bigotes que con unas tijeras se acomodaba para lucir mejor. Frente al
espejo del baño siempre se acicalaba. Un día que se cortaba los vellos de la
nariz notó una pequeña herida en la entrada de una fosa nasal, no le dio mayor
importancia y trató de curarse con medios caseros. La herida cada vez fue
mayor, incluso el tabique nasal se le perforó.
Los
médicos dijeron que se debía examinar en Santiago. Luego todos los meses
comenzó a viajar para el tratamiento de su enfermedad, nos traía de regreso
caramelos Ambrosoli y llegaba lleno de entusiasmo, dejó de beber alcohol y dejó
de fumar. Cuando mamá notó que el entusiasmo de regreso cada vez duraba menos
días, lo acompaño en el siguiente viaje para ver a los médicos de Santiago.
De
regreso muy tensa mamá se reunió conmigo y Pepe. Yo todavía no cumplía los 12
años de edad y había entrado a estudiar en la Escuela de Minas, a pesar de lo
que dijo la señorita Elba. Con lágrimas en los ojos mamá dijo, Papá sólo tiene
2 meses de vida... se va a morir. Todos nos pusimos a llorar, ¿qué iba a ser de
nosotros sin papá?
Papá
vivió un año más con el cáncer al pulmón que lo consumió sin que él supiera que
se iba a morir, sólo lo presintió al final. Mamá con esmero lo atendió y
escuchó las tardías promesas que él hacía para salir a viajar y disfrutar la
vida que ineluctablemente se le iba.
Ya
no tendríamos las Navidades que papá nos ofrecía, dejándonos la libertad para
comer todo lo que quisiéramos... era la única vez que mamá no nos podía regañar
y nosotros comíamos hasta la saciedad. Para papá la Navidad tenía que ser con
un árbol grande de pino, pero al cual siempre teníamos que cortarle la punta
superior, porque de otra manera no cabía en la sala. Lo comprábamos en el
mercado y arrastrándolo lo llevábamos hasta la casa. Entre todos tomábamos una
olla grande y con piedras en su interior acomodábamos el pino en la sala.
Era
toda una función, todos alborotados arreglábamos con papá el árbol de Navidad,
lleno de luces y brillantes adornos, algunos medio rotos por nuestro ataranto
de participar. Recuerdo que el árbol nunca quedó derecho, siempre terminaba inclinado,
pero éramos felices con nuestro árbol de Navidad.
En
determinado momento, cuando su enfermedad progresaba, papá sintió la urgente
necesidad de hacer el álbum familiar de fotografías. Yo lo ayudé. Quería
organizar todos sus recuerdos y el álbum lo inicio con la foto de su boda con
mamá, él a su lado, un poquito hacia atrás, decían que parado en un montículo
para no verse mas pequeño que mamá.
Este
detalle no lo puedo olvidar, mi primer amor fue una hermosa muchacha que me
lleno de ilusiones y le entregué los sentimientos más puros de amor platónico,
nos escribíamos con inocente ternura y cuando en vacaciones nos volvimos a
encontrar, ella había crecido más que yo. Me dejó, no pude encontrar un
montículo como el de papá.
En
marzo de 1964 murió. Yo no había cumplido 13 años de edad y era huérfano de
papá. Tendido en la cama un día y una noche agonizó, despertaba y balbuceaba
"mamá", hasta que llegó su hermana, mi tía Amanda, que para él había
sido como su madre cuando niño, recuperó un instante la conciencia, la miró y
luego hizo un respiro profundo, tan profundo... hasta la muerte, y se fue.
Yo
estaba al pie del lecho de su muerte, había mucha gente más, el silencio era
frío y tenso, nunca más he sentido el silencio de aquel instante. Mi prima
Doris cerró los ojos de papá y la gente comenzó a rezar. Mis lágrimas cayeron
expresando con mucho temor: estoy sólo sin papá.
Ya
no volveríamos a escuchar sus ronquidos cuando invitaba a sus amigos a escuchar
los emocionantes partidos de fútbol que trasmitía la radio Riquelme y que
entusiasmaban a toda la población. Colocaban la radio en el patio, llevaban los
sillones de mimbre, mesas, comida, los cachos para jugar póker de dados y, por
supuesto, la garrafa de vino tinto para celebrar.
Antes
que empezara el partido de fútbol, con unos cuantos tragos de vino ya bebidos,
papá se quedaba dormido y sus ronquidos todos los podíamos escuchar. Sus amigos
molestos reclamaban: compadre, para que nos invita si Ud. se va a quedar
dormido.
Papá
era el jefe de la familia, tenía el puesto principal en la mesa de comer y para
descansar tenía su sillón principal en la sala. Mamá al servir el almuerzo
atendía con prioridad el puesto de papá, la sopa tenía las verduras más grandes
para papá, el trozo de carne era el más grande para papá, así debía ser, él era
la autoridad.
Cuando
se repartía un pollo se despresaba también considerando la jerarquía de
autoridad, aunque ahora me parece algo injusta la distribución. Papá recibía la
pechuga, los muslos para Pepe, las alitas para mis hermanos menores, Cecilia y
Jorge, el costillar para mamá. Entonces me decían que el "cogote" me
encantaba y que lo reservarían para mí, me sentía privilegiado por tanta
consideración que no lograba entender.
Siempre
me comí el "cogote" y sabroso me parecía, porque así lo decían los
demás. Cuando tuve a mis hijos las reglas habían cambiado, la autoridad no era
el papá, sino era el bebé, entonces el pollo se descarnaba para ellos y otra
vez el cogote quedaba para mí, Inés impasible me lo daba sin saber la historia
de tiempo atrás.
Cuando
sea viejito y ya no tenga dientes, tengo la esperanza que esto va a cambiar. Aunque
tal vez, siento el temor, en ese momento sólo me ofrezcan la sopita de los
mismos "cogotes" de pollo que ya no quiero saborear.
Amor platónico
Llegué
en mi alocada carrera hasta la línea del tren, muy cerca de la playa, entonces
la vi, a lo lejos la vi. Caminaba solitaria de regreso a su casa, me
sorprendió, pues siempre estaba con su hermana o alguna amiga que la
acompañaba.
Me
sentí paralizado mirándola desde lejos, no había alcanzado a llegar a la playa
y ahora no me atrevía a abordarla para mostrarle mi desespero. Estaba tan bella
caminando solitaria, muy esbelta y su cabello suelto para dejarlo al viento
jugar. Paralizado me la quedé mirando como caminaba hasta que en la lejanía se
perdió.
La
angustia me invadió, ella llenaba todos mis pensamientos, estaba en todas mis
fantasías, pero me daba cuenta que no tenía la audacia suficiente ni sabía
tampoco como expresarle mi amor. La tenía tan cerca, pero también tan lejana la
podía sentir, no era alcanzable para mí.
La
conocí un mes de Diciembre, en la fiesta de fin de año del Instituto Comercial
de Coquimbo. Nos llevaron allí nuestros hermanos mayores, había un gran salón,
al frente un escenario donde la orquesta desplegó un torrente de ritmo musical.
Todo el mundo bailaba al ritmo de la música enloquecida.
Nosotros
sólo nos mirábamos sin saber que hacer, su mirada era hermosa, era angelical,
tenía el rostro de princesa y su nombre iluminaba mi solitario corazón:
Mariluz. Nos miramos toda la noche, allí quedó prendado mi corazón, allí
aprendió a latir con intensa ansiedad.
Hacía
casi un año que mi padre había fallecido, estaba muy sensible y deprimido, me
sentía solitario. Ahora sentía unas ganas infinitas de vivir, con su mirada y
su leve sonrisa me bastaba, quería siempre tener su mirada y su sonrisa para
mí.
Otro
día nuestros hermanos mayores nos llevaron a un evento deportivo en el Club
Atenas. Me senté junto a ella, pero en la grada inferior, así apoyaba mi
espalda en sus largas piernas, allí sentí que en ella me podía apoyar. Todo ese
Verano nos encontramos en la playa, primero de lejos, después algo más de
cerca, para sólo mirarnos e intercambiar una leve sonrisa que mostraba nuestras
almas llenas de candor.
Ella
decía que yo tenía una enorme paciencia cuando su hermana menor quería jugar conmigo
a la orilla del mar, se colgaba de mis brazos y brincaba a mí alrededor. Que
más yo podía hacer, niña del carrizo, ¡qué fastidio! Era el precio que pagaba
para estar junto a Mariluz.
Nos
prometimos escribirnos cuando terminara el verano y ella regresara a Santiago,
donde vivía con su familia. De hecho, nos escribimos tan pronto nos despedimos,
lo hicimos muy seguido, cartas ingenuas llenas de inocencia y amistad, éramos
muchachos que no conocíamos los senderos del amor erótico.
Nos
escribimos durante dos años con ardiente ansiedad, mi más audaz expresión fue
decirle: te recuerdo con cariño. Eran cartas simples, nos contábamos nuestras
cosas e insinuábamos el afecto mutuo como una complicidad de nuestra
correspondencia, que era sólo nuestra y de nadie más.
Durante
dos años nos escribimos con inocente amor, nos expresábamos tanta ternura que
mi alma alcanzaba el gozo del mayor placer espiritual. Después, la última vez
que volvimos a encontrarnos, ella estaba más grande que yo, el destino nos hizo
una jugada tragicómica, ella me dejó.
Son
muchos los recuerdos de aquellos veranos. Una vez nuestros hermanos nos
llevaron a un paseo a El Molle, a la orilla del río Elqui, cuyas aguas de la
montaña bajaban saltando alegremente sin cesar, cincelando toda roca que
encontraban a su paso, hasta darle hermosa redondez
Nos
sentamos a la orilla del río, junto a algunos árboles, cerca de un rústico
puente que llevaba a ese pequeño pueblo campesino. Al frente estaba un sauce
que aquella vez apenas lo noté. Mariluz soltó su larga cabellera para dejarla
mecer al viento y me preguntó si me gustaba así. No tenía palabras para decirle
lo mucho que me gustaba, sólo la miré y le sonreí.
Muchos
años después regresé al lugar, estaba con mi familia recorriendo todo el valle
Elqui. Llegamos a El Molle que estaba muy diferente al de años atrás, junto al
río había una posada y una piscina en el mismo cauce donde Priscila se baño.
Ella tenía 5 años y era muy inquieta, sin ningún temor allí se bañó.
Con
mis manos toqué el agua del río, estaba muy fría, cerré los ojos y sentí que
lejanos estaban los recuerdos que tanto me hicieron suspirar. Miré a lo lejos y
allá estaba un sauce a la orilla del río, no sé si era el mismo sauce de
aquella vez, pero me perturbó, era un sauce que lloraba.
¿...Y
mamá? ¡Ah, mamá!, siempre cuidando a su niño bueno. Cuando nos sentábamos con
Mariluz a conversar, en el pequeño murito del borde del jardín de mi casa, nos
contábamos las cosas cotidianas que nos ocurrían mientras mis hermanos menores jugaban
en bicicletas. Pero mamá nos espiaba por la ventana. Un día la descubrí, sentí
un pequeño ruido detrás de mí, más atento capté que era de la persiana de
madera del dormitorio de mamá. Con la luz apagada, muy silenciosa, la ventana
abierta y la persiana externa cerrada, nadie la podía ver. Tuve la certeza que
estaba detrás de mí, pero no le dije nada a Mariluz. Mas tarde a mamá se lo
reclamé, creo que no lo hizo nunca más.
Ese
verano que Mariluz regresó tenía la oferta de la Escuela para realizar una
práctica de estudiante en la salitrera Pedro de Valdivia, en el Desierto de
Atacama. Nunca había salido de mi ciudad natal, ir a otro lugar era una
aventura de un atractivo que no podía rechazar. Podría ir sólo 4 semanas y
después regresar con Mariluz, así lo pensé y se lo explicaría a ella. Estaría
el tiempo mínimo, sería mi primer trabajo en la industria que hizo la historia
más importante del país al comienzo de éste siglo, esto era muy importante para
mí. En la playa le contaría esto a Mariluz.
Ese
día en la playa, tendidos en la arena tomando el sol, me acerqué un poco más,
mi respiración se agitó, tenía que decirlo alguna vez, fue casi un susurro, mi
voz estaba temblorosa, el corazón lo sentía violento en mi garganta, le dije:
te quiero mucho, ella contestó: yo también. Nos dimos un beso suave y largo.
Después
no sólo en la playa nos encontrábamos, sino también en el anochecer, en la
pequeña plaza, frente a casa de la abuelita de Mariluz. Había un banquillo, a
media luz, donde sentados nos abrazábamos tiernamente para decirnos "te
quiero" y darnos besos inocentes que eran del alma, también eran del
corazón.
Fue
una semana de maravillosos encuentros, hasta que llegó el día de mi partida en
tren a las salitreras del Norte. Nos despedimos en la estación del tren, toda
mi familia también me despidió. Fueron dos días de viaje, muy lentos, cruzando
paisajes inhóspitos de extrema aridez, hasta llegar a la Oficina Salitrera
Pedro de Valdivia.
El
desierto me deprime, no tiene vida, no hay ni siquiera un pequeño monte, una
lagartija, nada, la aridez me angustia, me provoca un sentimiento muy grande de
soledad. Pero al menos desde la ventana de mi habitación veía a lo lejos, en el
horizonte, la figura de un árbol que me inspiraba admiración.
Un
día no resistí la curiosidad y me fui sólo caminando para ver de cerca aquel
árbol. Esa vez entendí que las distancias en el desierto son diferentes a como
se aprecian a simple vista, ese árbol estaba mucho más lejos de lo que me
imaginé. Sin embargo, caminé hasta llegar a ese árbol que estaba junto a la
Planta de aguas negras del campamento minero, era un viejo árbol casi todo
reseco, sólo una rama tenía algunas pocas hojas verdes, luchaba tenazmente para
sobrevivir.
Ese
árbol me enseñó que aunque sea difícil sobrevivir, debemos luchar hasta el
final, siempre está la esperanza de vencer o al menos debemos perder con
dignidad. Tantas veces he recordado ese viejo árbol del desierto, siempre lo
recuerdo con admiración.
Me
ofrecieron en la empresa quedarme más tiempo, pero yo quería regresar lo más
pronto posible. A las 4 semanas estaba viajando nuevamente en tren de regreso a
mi ciudad. Todo el tiempo sólo pensé en Mariluz.
Nos
encontramos en la plaza de la ciudad, nos sentamos en el extremo opuesto del
correo, al otro lado de la alegría, en un banquillo que estaba en un rincón
oscuro y solitario. Me dijo, escondiendo la mirada: los sentimientos cambian,
seamos sólo amigos. Nunca comprendí cuán frágiles pueden ser los sentimientos.
En ese instante recordé tantas cartas que nos habíamos escrito y ahora me decía
que los sentimientos cambian. Así no quiero tu amistad, contesté.
Nunca
más la volví a ver. Esa noche caminé muy triste por calles vacías y llenas de
soledad, estaba como el árbol del desierto, muriendo de languidez. Caminé muchas
noches solitario por calles frías y oscuras tratando de olvidar, caminé durante
años para cerrar tan grande herida de mi corazón.
Ella
fue una bruja que hechizó mi corazón para destrozarlo de una vez. No sabía por
qué lo había hecho, no lograba entender, en aquel momento sólo me convencí que
era una bruja muy malvada. Ahora debía olvidar, nunca más un verano volvería a
estar en esa playa, nunca más volvería a caminar los lugares en los que con
ella estuve. Buscaría otros senderos del amor donde el placer es pasajero, sin
promesas de lealtad.
Todas
las mujeres tienen sentimientos frágiles, dan placer, pero no tienen lealtad,
son como el cigarrillo, se deben fumar y después botar. Mamá se asustó y me
aconsejó que no debía tener rencor, dijo acongojada: tu madre también es mujer.
Aprendí
a recorrer otros caminos del amor, conocí el placer lascivo, el goce de la
lujuria, pero no la olvidé. Entonces decidí que para olvidarla haría el
Servicio Militar, del mismo modo como llegaban los desencantados de la vida a
la Legión Extranjera en el Sahara, yo iría al servicio militar, porque allí los
sentimientos se endurecen y los muchachos se vuelven hombres de verdad.
Estuve
dos veranos en el cuartel practicando la guerra con los militares al pie de la
cordillera de Los Andes. Ellos nos preparaban para la guerra, querían formar
combatientes para pelear. Siempre nos humillaban hasta conseguir la obediencia
absoluta que impone la férrea autoridad del que tiene el poder total. Allí sólo
aprendí a odiar a los que me trataron mal.
No
hace mucho días, después del almuerzo, sentado junto a Inés, la miré a los ojos
y le pregunté sobre su primer amor. Ella se rió y me contestó con otra
pregunta: ¿Qué quieres saber? Todo, le contesté. Se volvió a reír y noté su
turbación. Entonces comprendí, todos tenemos un primer amor y su recuerdo
escondido es un bálsamo del alma, así sea todo fantasía e imaginación.
El
rencor lo perdí muchos años después, cuando comprendí que el primer amor nunca
se puede olvidar. La perdoné, era sólo una niña que jugaba inocente al amor. Ahora
el recuerdo es dulce, sin perturbación puedo decir: el primer y último amor son
hasta la eternidad.
Capítulo
II.
El Servicio Militar
El
viento de la montaña es tan frío que cala los huesos, sólo dentro del refugio
militar en El Juncal, cerca de Portillo, a pocos kilómetros de la frontera
entre Chile y Argentina, uno se podía cobijar para sentir un poco de calor. A
pesar de que era verano, el frío era muy intenso, especialmente al despertar
cuando todavía no amanece, cuando se sentía el toque de diana para que los
conscriptos nos levantáramos rápido y corriéramos a lavarnos en el pequeño
riachuelo con el agua de los deshielos que fluía con su baja temperatura, tan
fría que apenas se podía tocar.
Nos
teníamos que lavar en el riachuelo, aguas arriba del pequeño galpón, porque
éste estaba habilitado como nuestro baño público, montado exactamente sobre el
canal de las aguas que se llevaban nuestros desperdicios fisiológicos. Después
del almuerzo sólo teníamos media hora para hacer nuestras necesidades, sentados
en las pocetas que eran una especie de cajón largo de madera con ocho huecos
solamente, sin ningún tabique de separación individual. Y nosotros éramos
ochenta conscriptos.
Era
nuestro lugar de tertulias, porque mientras ocho estaban sentados haciendo sus
necesidades, el resto nos sentábamos enfrente en el suelo haciendo cola para
nuestro turno, con una muy animada conversación sobre temas diversos,
protegidos dentro del pequeño galpón del fuerte viento frío de la montaña.
Nadie podía demorarse más de tres minutos para que el tiempo alcanzara para
todos, así es la disciplina militar, si no el que no alcanzaba se cagaba en la
misma formación del escuadrón si no aguantaba.
La
primera vez se me ocurrió que podía levantarme más temprano y estar con mayor
intimidad haciendo mis necesidades en el baño, pero con el frío el organismo se
congela y uno hace fuerzas sólo para entrar en calor, entonces me di cuenta que
era preferible perder el pudor, además, cagar todos juntos era un acto social.
Maldito
sea el día que se me ocurrió hacer el servicio militar, todos los días así lo
volvía a pensar. Un segundo verano tuve que regresar al Cuartel Guardia Vieja,
en la ciudad de Los Andes, para cumplir mi deber cívico, bajo el nuevo régimen
para estudiantes que había extendido el adiestramiento de un sólo verano a dos
ésta vez.
Así
rumiaba mi rabia, porque no aceptaba la humillación de quien tiene el poder
total y lo ejerce con arbitrariedad. ¡Al suelo! ¡Bombardeo de aviones!, gritaba
el sargento con burla y desprecio, nos hacía revolcar en la tierra del suelo y
quien no actuaba con rapidez sufría el fuerte dolor de una patada en el trasero.
Después íbamos a almorzar con nuestros cubiertos sucios, llenos de polvo y un
hambre de león.
Casi
todos los días caminábamos por las laderas de las montañas para nuestro
entrenamiento de combate como unidad de mortero, mi especialidad fue la de
llevar el trípode y mi arte era ponerlo en la plataforma metálica para que
encajara después el cañón. Apenas pesaba 4 kilos, pero después de caminar toda
el día lo sentía con las patas enterradas en mis costillas de la espalda y
pesando varias toneladas.
Caminábamos
kilómetros y kilómetros hasta el lugar del supuesto ataque al enemigo:
¡imagínense que son argentinos!, nos gritaban. Hacíamos nuestras trincheras,
montábamos con rapidez los morteros y disparábamos las bombas al objetivo
militar, después descansábamos y nuestra comida era un pedazo de pan y una
manzana, aquellas pequeñas manzanas han sido las más sabrosas de mi vida y
muchas veces respeté la vida del gusano del interior, pero me la comía toda, completamente
toda. Finalmente regresábamos caminando para llegar al refugio militar en el
atardecer.
Aquel
verano del año 1969 llegamos al cuartel más de 500 muchachos, obedeciendo el
llamado de las Fuerzas Armadas para cumplir con el servicio militar bajo el
régimen especial para estudiantes, pero sólo había cupo para 80 personas.
Ofrecieron la exención a todo aquel que tuviera algún problema familiar o de
estudio, pero finalmente quedamos casi 200 que deseábamos tener la pasantía por
el cuartel.
Nos
hicieron competir para seleccionar un grupo menor, corrí con desespero para
quedar seleccionado y me aferré del cuello del que estaba delante de mí en la
formación para que no me quitaran de la fila seleccionada. Los soldados
antiguos que nos observaban nos decían: no sean estúpidos, váyanse de aquí, los
van a maltratar y tendrán que volver el próximo verano también.
Quedamos
finalmente algo más de 100 personas, nos hicieron formar en filas y el sargento
comenzó a señalar con el dedo: uno, dos… cinco, fuera. Cuando me dijeren: ¡cinco,
fuera!, recordé a mamá en la estación del tren despidiéndome con lágrimas en
los ojos porque me iba al cuartel donde los muchachos sufren y se vuelven
hombres de verdad. Estuve largo tiempo desconcertado y sentía que no era justo
que después de aquella despedida tan emotiva fuera a regresar al otro día a mi
casa sin haber hecho el servicio militar.
Por
una recomendación de alguien desconocido me acerque al teniente y le dije que
yo estudiaba Ingeniería Naval, carrera en la cual el servicio militar era una
exigencia del plan de estudios de la
Universidad. Regresa a la formación, me ordenó el oficial. Yo corrí con
enorme emoción, las lágrimas de mamá no habían sido en vano, las despedidas
emotivas siempre se deben respetar.
No
había pasado una semana y estaba completamente arrepentido de estar dentro del
cuartel, allí nos humillaban y se burlaban de nuestra condición de estudiantes
de la Universidad. La hombría se medía por la resistencia y la fuerza, la
disciplina era la obediencia ciega y la astucia era no ser destacado, ni fracasado,
ni de los primeros ni de los últimos. Tienen toneladas de estudios y ni
siquiera saben disparar un fusil, se burlaba el sargento.
Los
militares nos expresaban un enorme desprecio por la cultura y las inquietudes
intelectuales, por lo tanto debía esconder mi espíritu lleno de sensibilidad
que lo alimentaba con libros que devoraba con avidez en mi juventud. Los
militares se consideran superiores a la sociedad civil, porque piensa que
tienen capacidad para mantener el orden y la disciplina, esos son sus valores
superiores.
En
aquella época había participado con entusiasmo en las misiones católicas que
lideraban varios curas jesuitas, algo revolucionarios y con mucha sensibilidad
social, entre ellos el padre Rossi, profesor de filosofía del Seminario en La
Serena, quien con un espíritu muy crítico me llevó a descubrir el marxismo y
más tarde el existencialismo de Sartre.
Estaba
ávido de literatura y con los libros que traía de la biblioteca de la Universidad
recorrí senderos de fantasía que llenaban el mundo mágico de mi imaginación,
recorrí una larga lista de autores de muy diversas corrientes del pensamiento:
Morris West, Hermann Hesse, John Steinbeck, Jean Paul Sartre, Simone Beauvoir,
Albert Camus, Fedor Dostoiesvky, Franz Kafka, Aldous Huxley, Antón Chejov y
muchos más.
Pronto
descubrí la literatura de crítica social, el cuestionamiento a la sociedad
burguesa e industrial, me fascinó la literatura de Erich Fromm, Herbert
Marcuse, Karl Marx, Rosa Luxemburgo, Vladimir Lenin y otros.
En
aquella época el mayo francés de 1968 fue para mi símbolo de admiración por las
manifestaciones de rebeldía que expresó la juventud en París para despreciar
los valores de una sociedad que permitía la alienación del hombre. Soñaba con
las manifestaciones que gritaban "la imaginación al poder",
"prohibido prohibir".
Fue
la época que me atormentaba no tener una respuesta definitiva sobre el sentido
de la vida. Me decía con angustia que si Dios no existía, entonces todo no era más
que un accidente sin una razón trascendente para vivir. Era tan simple y cómodo
creer en Dios, pero... ¿y si no existe?
Descubrí
con amargura el libro "La Náusea" de J. P. Sartre y sentí el vació de
la existencia, me embargó un profundo sentimiento de angustia y soledad. Este
libro marcó un hito en mi vida que nunca he podido olvidar, su contenido estaba
muy fresco cuando ingresé al cuartel militar.
La
prioridad en los primeros días en el cuartel era marchar de modo marcial y
perfectamente sincronizados, lo más importante era mantenerse en posición firme
durante horas, sin mover un solo músculo, el cuerpo tenso y sobre todo las
nalgas bien apretadas. Pobrecito aquel que se relajaba, pues por atrás el
sargento le sobajaba el trasero con un palo en forma de pene, ésta es la
humillación más grande para un hombre, de inmediato se aprietan los glúteos que
ni siquiera entra un alfiler.
Ese
primer verano en el cuartel estuve en la División de Artillería, donde nos
tuvieron el primer mes completo sin salir. El único contacto con el exterior
era con una muchacha que nos vendía helados a través de un hueco en la pared,
era una muchacha que al comienzo me pareció muy fea, pero semanas después era
nuestra reina que estoy seguro invadía la imaginación de todos los conscriptos.
Nos
dijeron que como estudiantes tendríamos una cinta tricolor como distintivo
puesto en el hombro, sin embargo el primer domingo libre paseando por la plaza
de la ciudad nos dimos cuenta que las muchachas nos miraban con desprecio,
igual que a cualquier pobre soldado. A los soldados nos cotizaban muy mal y con
el corte de pelo era peor, parecíamos delincuentes.
Había
muchachas muy bellas paseando por la plaza, pero en ninguna captábamos su atención
en nosotros, por más que queríamos resaltar la cinta tricolor. Con mis amigos
nos conformábamos con caminar en círculos mirando a la gente y escuchando por
los parlantes a todo volumen las canciones de moda de un cantante argentino,
Sandro, cuyo tema decía: en esta habitación, se muere una pasión, en horas
desoladas.....
Recordaba
lo patriótico que me pareció cuando había visto un año atrás a mi amigo
Colachín en uniforme militar del Cuartel de Alta Montaña de Río Blanco, sin
embargo, en esa plaza me sentía un verdadero idiota. Había sido
excepcionalmente tan simple quedar exento del servicio militar y hubiera estado
disfrutando las vacaciones en mi ciudad y probablemente las hermanas de
Colachín ya hubiesen logrado enseñarme a bailar, pues en su casa yo me dejaba
tomar por ellas muy dócilmente y me dejaba apretar.
Tal
vez hubiera estado también enseñándole matemáticas a la vecina de mi amigo
Colachín, María Victoria, y recibiendo las atenciones de su mamá muy agradecida
de mi esfuerzo para que ella aprendiera. Nos sentábamos en el comedor y yo muy
cerca de ella le acariciaba las piernas con una mano, ella sorprendida y con
inquietud me reclamaba con la voz bajita, su mamá tejiendo enfrente de nosotros
y, sin darse cuenta de mis tentativas, le reclamaba que debía prestarme más
atención para que pudiera aprender, luego yo mismo le reprochaba en voz alta
que no se concentraba lo suficiente.
Esos
pensamientos los tenía cuando estaba en las prácticas de guerra, arrastrándonos
sin camisa bajo las alambradas, sintiendo sobre mí las balas de las
ametralladoras para obligarnos a no levantar la cabeza, luego nos gritaban:
¡aviones!, lo cual suponía un bombardeo que nos obligaba a saltar a un canal
profundo con arbustos de zarzamora cuyas espinas dejaban sangrando la piel con
los rasguños.
El
segundo verano nos asignaron a la División de Infantería, cuya prioridad
naturalmente era caminar y correr, todo el día caminar y correr. Nuestros
superiores eran dos destacados tenientes que competían con sus correspondientes
patrullas para obtener méritos frente al capitán, ambos eran boinas negras, con
entrenamiento de comandos en Brasil y Panamá, paracaidistas y karatekas. Al
teniente más malo le decíamos el maricón sonriente, ya que disfrutaba con
sadismo nuestro sufrimiento y nos exigía hasta el máximo de nuestra condición
física.
A
las 5 de la mañana nos despertaban y todos saltábamos de inmediato de la cama y
corríamos desnudos hasta las duchas del baño, las cuales atravesábamos
corriendo a lo largo de un interminable pasillo por el cual no se podía evitar
las heladas aguas del amanecer. Después regresábamos a la habitación por
nuestras toallas y nos vestíamos para los primeros ejercicios de la mañana.
Corríamos
alrededor de todo el cuartel, a veces también salíamos a la calle, era un trote
marcial gritando consignas de los militares o bien cantando a viva voz. A mí me
gustaba la canción Lily Marlen: ....frente al cuartel... bajo el farol... Lily
Marlen...
En
el transcurso del día teníamos diferentes ejercicios, a mí me encantaban las
prácticas de tiro con el fusil ametralladora en el polígono, era la única vez
que no nos trataban demasiado mal, pues teníamos un arma de fuego en la mano.
En cambio, odiaba las prácticas en el campo de obstáculos, allí nunca logré
saltar los charcos y siempre me caía quedando con barro hasta en el alma.
Todo
esto me sirvió para aprender a resistir sin perder la razón, lo más importante
era mantenerse alerta sin perder el juicio, pues allí la locura está demasiado
cerca y debía cuidarme de no volverme loco como le ocurrió en la Universidad a
mi apreciado amigo John.
Con
John estudiamos juntos todo el nivel secundario y luego entramos a la
Universidad en la misma carrera. Muchas veces nos quedamos fuera de las clases
para jugar enviciados el ajedrez que la mayor de las veces me ganó, él era muy
inteligente y fue un gran amigo. Su familia en La Serena siempre me atendió muy
bien.
Una
vez, de la misma manera como jugábamos entre compañeros de estudio, le lancé de
sorpresa la inmensa lámpara del salón de clases, un plafón igual que un balón
de fútbol, para que con rapidez lograra agarrarla con las manos, pero el se
quedó paralizado y nos pareció que en cámara lenta la bola de cristal cayó al
suelo haciéndose añicos con gran estruendo. Todos corrimos a escondernos y
evitar que nos identificaran.
Cuando
lo visité en su mayor crisis de esquizofrenia, me recordó aquello de varios
años atrás y que yo ya había olvidado: Alex, el inspector nos va a expulsar por romper la lámpara del
salón, me lo decía con extrema preocupación. Compartí la angustia de su familia
y lo visité con frecuencia hasta su recuperación.
Estos
recuerdos acompañaron mi experiencia en el cuartel, por ello sentí un enorme
alivio al terminar el servicio militar. Al final recibimos un discurso de despedida
muy emocionado del capitán y los tenientes. Al maricón sonriente le brotaron
lágrimas de los ojos, en cambio, yo me quedé con un desprecio por la disciplina
militar, mi espíritu es crítico y reflexivo, no puedo aceptar la autoridad con
arbitrariedad, no puedo aceptar el abuso de poder. Allí aprendí que la rebeldía
se puede contener, pero no se puede eliminar, el pensamiento crítico jamás se
puede encarcelar.
Santiago
Cuando
joven mi meta era obtener una profesión en la Universidad Técnica de La Serena,
institución en la cual era un estudiante destacado y sentía el aprecio de
profesores que me tenían en alta consideración. Había ingresado a mi carrera
con apenas 16 años y con el mejor puntaje en la prueba académica de ingreso.
Sin
embargo, mis ansias secretas eran continuar mis estudios en Santiago, en la
Escuela de Ingenieros de la UTE. El verano que regresé del servicio militar
hicimos una reunión familiar, hablamos de la posibilidad de que yo me fuera a
estudiar a Santiago, había muchos riesgos y nuestros recursos eran muy
limitados, sólo había una alternativa, esa era que Pepe me ayudara y allí él lo
prometió. Me iría a estudiar a Santiago, sentí una inmensa emoción.
Arreglamos
las maletas para mi viaje, seleccionamos los mejores calcetines y calzoncillos
de Pepe y Jorge para llevármelos, las frazadas de Cecilia, también el abrigo y
la bufanda de papá. Lo más importante fueron todos los consejos de mamá para
que me cuidara e hiciera las cosas bien. Siempre tengo conmigo sus consejos.
Era
Marzo de 1970 cuando llegué a Santiago con un grupo de compañeros de la
Universidad de La Serena, nos fuimos de inmediato a hacer la inscripción en la
Universidad y después a buscar una residencia de estudiantes donde alojar.
Salimos caminando por la Quinta Normal y luego recorrimos la calle Huérfanos,
en sentido hacia el centro de la ciudad.
Caminamos
y pasamos por el frente de la casa donde vivía la familia de quien fue mi amor
platónico, sentí una extraña emoción y me asusté, nunca la busqué y nunca la
vi. Muy cerca revisamos una pensión donde yo no quise vivir, entonces caminamos
hasta la plaza Brasil y cerca de allí decidimos alquilar una habitación para
los tres que veníamos de Coquimbo.
Era
una residencia horripilante, un segundo piso de horror y espanto, completamente
oscuro en su interior, con unas escaleras que sonaban como en una película de
terror. A mediodía nos servían unas sopas marineras, agüita salada con un poco
de arena en el fondo del plato. Todo eso no me importaba, estaba allí para
estudiar y lo hice con intensidad infinita para alcanzar mis ilusiones.
El
negro Araya vivía con nosotros, a él siempre su esposa le enviaba paquetes de
Coquimbo con tortas, dulces y aguacates, junto con dinero y una carta que
observábamos que leía con mucha preocupación. El negro reaccionaba con una
rabia inmensa y lanzaba los aguacates contra la pared, al día siguiente entre
todos nos comíamos esas paltas golpeadas y él muy extrañado se preguntaba por
qué estaban negras y machucadas.
También
con nosotros estaba el flaco Piccolo, quien junto con el negro Araya me veían
como un muchachito mucho menor que tenía que aprender a tomar cerveza hasta el
amanecer en los bares de Santiago. Por la influencia de mis buenos amigos
aprendí que hay límites que a uno lo hacen vomitar hasta el alma. La cerveza la
sentía amarga, pero me empezó a gustar.
Apenas
había estado un mes y comencé a sentir un inmenso cansancio contra el cual
luchaba tenazmente, sentía un frío infinito, pero yo quería estudiar y no
perdería esa oportunidad de luchar por mis aspiraciones. Un día Pepe me visitó
cuando ya estaba muy enfermo, con una fiebre insoportable, de inmediato lo notó
y me llevó de regreso a mi casa, junto con mamá. El médico diagnosticó
tifoidea, lo que también llaman salmonella, debido a la comida de verduras
regadas con aguas negras. Estuve un mes con tratamiento de antibióticos para
recuperarme del enorme debilitamiento que la enfermedad me produjo.
Regresé
a Santiago con el sentimiento de frustración, pues había perdido demasiado
tiempo y sabía que no podría recuperarlo, iba a perder el semestre, que en
realidad son 4 meses efectivos de estudio, y lo tendría que repetir. En mi
interior no me vencí, esto era demasiado importante para mí, me puse a estudiar
con la mayor concentración durante todas las noches, me amanecía estudiando y sólo
dormía en la mañana cuando mis compañeros de pensión iban a clases a la
Universidad.
Nunca
en mi vida he estudiado con tanta intensidad, estudiaba rápidamente sólo para
comprender, sin memorizar nada, no tenía tiempo, luego iba sólo a los exámenes
sin preocuparme por los resultados ni asistir a clases. Al final del semestre
logré aprobar todas las materias, fue mi triunfo extraordinario que me llena de
orgullo. Tantos estudiantes con más recursos fracasaron, en cambio yo vencí. De
más de 100 estudiantes de mi carrera, apenas aprobamos todas las materias 20, y
yo lo hice corriendo con un solo pie.
No
fue fácil, menos aún considerando que una noche me expulsaron de la pensión
donde vivía. Los días domingo me relajaba y salía a caminar, así fue como un
día conocí en la calle a Yelly, simplemente le hablé y la acompañé caminando
hasta la Alameda donde ella se fue en autobús. Nos empezamos a encontrar con
frecuencia y un romance de fines de semanas se inició.
Lo
que más me gustaba de Yelly eran sus piernas, estaban llenas de ardor y
suavidad. Un día la llevé a hurtadillas a mi habitación, pero esa maldita
escalera crujía cada vez que pisaba un peldaño. Creí que nadie me había visto,
pero no fue así.
Más
tarde alguien golpeó la puerta de mi habitación, yo no la abrí. Golpearon más
fuerte y con violencia, luego con empujones la rompieron hasta abrirla. Entró
furioso "El Moncho", dueño de la pensión, y me zarandeo mientras yo
trataba de subirme los pantalones y protegía a Yelly para que se arreglara sus
vestidos. Me gritó que había irrespetado su residencia y que me debía ir de
inmediato.
Mis
amigos me ayudaron a hacer las maletas, pero nadie me defendió. Esa noche antes
de irme escribí con letras grandes en los baños y en los pasillos: Moncho
maricón. Me fui a una nueva pensión en la esquina de la calle Huérfanos con la
Avenida Brasil, era una inmensa casa colonial donde alquilé una habitación
individual cuya puerta de entrada daba hacia el patio interno, allí tenía luz
del día y nunca lleve a ninguna muchacha a esa habitación.
De
todas las experiencias siempre queda algo positivo. Cuando tuve síntomas de
eyaculación precoz, el tratamiento fue muy sencillo, simplemente me frenaba
imaginando que alguien golpeaba la puerta. ¡Santo remedio, Moncho!
Con
Yelly tuve momentos de mucho placer, conocí con ella casi todos los hoteluchos
de la calle Santo Domingo, donde las habitaciones sólo se separan por un
delgado tabique de yeso que permite que se escuchen todos los gemidos de la
pareja vecina. Son hoteles donde le golpean la puerta de la habitación para
avisar que la hora de alquiler está por terminar,
Yelly,
mi amor de los domingos por más de un año, se volvió un compromiso que afectaba
mi libertad, así no podía ser. Le comencé a decir que era un hombre malo, le
inventaba que tenía muchos hijos sin reconocer, pero ella me seguía buscando y
en cada encuentro sus lindas piernas me tentaban otra vez.
Una
vez tomé la firme decisión de mantener la relación sólo como una amistad, lo hablamos
y así nos seguimos viendo todos los domingos, salíamos a caminar, a veces
íbamos al cine. Es lo peor que hice, nunca vi las películas en el cine, tampoco
veía sus piernas, pero… ¡caramba, cómo las sentía!
Qué
difícil es terminar un amor sin herir. Ojalá Yelly me haya perdonado. Intenté
terminar de muchas maneras, pero lo hice de la peor forma Es la maldad más
grande que he hecho en mi vida, lo recuerdo con horror. Hicimos el amor y
después le dije que no deberíamos vernos nunca más, se fue con llanto en los
ojos, mi conciencia también a mí me hizo llorar, fui un hombre muy malvado.
Los
estudios eran mi prioridad, cuando terminé con Yelly me aislé durante muchos
días y ni siquiera busqué a Alicia, a quien recientemente conocía. A Alicia la
conocí estando en la nueva pensión, después de la expulsión de la residencia de
"El Moncho". Un día contesté el teléfono y ella preguntó por la hija
de la dueña de la residencia, hablamos con mutua curiosidad y nos citamos en la
plaza Brasil, me dijo que llevaría un abrigo gris y un pañuelo rojo al cuello.
Fue
divertido conocernos así, me pareció demasiado flaca con una nariz muy grande
que le quitaba algo de atractivo, pero sus pechos pequeños despertaban mi
curiosidad. Nos encontramos muchas veces sólo para conversar sentados en la
Plaza Brasil, después la acompañaba a su casa cerca de la Alameda, donde ella
vivía con sus tías.
Me
contó que estaba separada porque su esposo era lunático, creí que eso
significaba que era un poco loco o algo maniático, pero ella riendo me explicó
que lunático era porque su esposo sólo hacía el amor cuando la luna estaba
llena. Ella un día descubrió horrorizada que su esposo era homosexual.
Simpatizamos,
un día nos acariciamos, otro día me dejó entrar a hurtadillas a su habitación,
cuando sus tías estaban dormidas. Hicimos el amor y nunca en mi vida he visto
una mujer tan agradecida que me miraba con enorme admiración. No tengo ningún
atributo extraordinario, soy simplemente una persona normal, pero ella,
pobrecita, tenía una referencia de comparación de muy pobre condición.
Alicia
conmigo aprendió que no era necesario que hubiera luna llena para hacer el amor
y yo aprendí que lo más importante es la satisfacción de la mujer, allí me
sentí orgulloso de dar placer a una mujer. De madrugada me atendía con unos
desayunos espectaculares y después debía salir en puntillas antes que se
levantaran sus tías.
Ella
me entregó su amor sin condición, pero comencé a sentir un exceso de atención,
al comienzo me pareció una comodidad que me lavara y planchara las camisas,
pues a mí nunca me resultaba muy bien, pero luego entendí que aquello era un
compromiso que creaba ilusiones de un futuro para los dos.
No
quería compromisos y me fui distanciando de Alicia cada vez más, prefería tener
mis camisas mal planchadas, de modo que simplemente un día desaparecí, ya había
conocido a Inés. Un día encontré a Alicia en un autobús, me dijo que siempre me
había estaba esperando, no supe que contestar, sólo dije que la llamaría por
teléfono, pero no lo hice y creo que nunca más la volví a ver, creo que nunca
más.
Hace
dos años atrás, cuando viajaba desde Caracas a Panamá, en primera clase se
sentó una señora que cuando la vi de frente me impresionó, era igual que Alicia
y su fisonomía era muy particular, su nariz era igual, ella ni siquiera me miró
y yo no me atreví a hablarle. Me quedé en Panamá y ella siguió el vuelo con
destino a México, ella se parecía tanto a Alicia y, al igual que yo, ella
estaba también con mayor edad, suspiré y me dije: el pasado quedó atrás.
Al
año siguiente de mi llegada a Santiago, la Universidad me dio una beca que
consistía en un cupo para el pensionado, una residencia estudiantil. No acepté
el de la calle Huérfanos, esperé una oportunidad para un lugar en la residencia
de la calle Santo Domingo. Meses más tarde éste pensionado se mudó a una nueva
residencia en la calle Román Díaz en Providencia, donde estuve hasta que
terminé mis estudios en la Universidad.
Además
tenía la beca de alimentación para almorzar todos los días en la Escuela de
Artes y Oficio, después me conseguí un préstamo de estudiante que otorgaba la
Junta de Auxilio Escolar y Becas, también tenía otro préstamo del Instituto de
Ingenieros de Minas y finalmente tenía un pequeño salario como Ayudante de
Profesor. Tengo un inmenso agradecimiento por la ayuda que mi hermano Pepe me
brindó para mantenerme en Santiago el primer año, pero siento el orgullo de muy
pronto haberme vuelto económicamente independiente. Mis recursos eran
limitados, pero eran suficientes para realizar mi sueño de lograr mi profesión.
Mis
triunfos en el estudio me otorgaron enorme confianza en mí. Éramos más de 100
estudiantes de Ingeniería de Minas en el primer semestre, pero en el último
curso sólo éramos 5 alumnos. El exceso de confianza me llevó a fracasar en una
materia en el penúltimo año de la carrera, me enfurecí conmigo mismo, nunca me
había ocurrido y se manchó una trayectoria de estudiante que me llenaba de
orgullo.
El
año siguiente me inscribí en todas las materias del semestre correspondiente,
más la materia que había repetido e incluso comencé a estudiar paralelamente
Ingeniería Industrial, carrera que no pude terminar más tarde por mis
compromisos de trabajo. Compensé con exceso mi fracaso anterior, me reafirmé
que las metas se consiguen luchando con tesón, reafirmé la confianza en mi
inteligencia, pero allí me di cuenta que perdí la capacidad de memoria, pues
sólo ejercitaba el razonamiento y descuidé la memorización. Me cuesta tanto
recordar.
La
falta de memoria me produce incómodas situaciones. En el campamento minero de
Minerven, en El Callao, había una vecina con quien teníamos una relación muy
amistosa y cordial. Ella tuvo un parto y a mí se me olvidó, cuando la encontré
en el Banco del pueblo exclamé con voz alta, rodeado de gente que escuchó, aludiendo
a su embarazo que suponía no había terminado: ¡Qué gordita está! Ella se
sonrojó y contestó: ¡Después del parto quedé así! Tratando de arreglar mi error
le dije: ¡Su niño es muy hermoso! Ella me corrigió: ¡Fueron mellizas!
Con
toda mi mala memoria tengo el recuerdo de mi vida de estudiante en Santiago
como una lucha titánica por vencer en la Universidad. Además, en las vacaciones
de verano me iba a realizar prácticas de estudiante en la industria. El primer
año me fui a Mantos Blancos, un campamento minero cerca de Antofagasta.
Allí
estuve con un grupo de estudiantes de varias universidades del país, vivíamos
más de quince muchachos en una casa de huéspedes. Nos llamó la atención que el
día jueves, cuando era el pago semanal, llegaban prostitutas de Antofagasta y
se instalaban a trabajar en las habitaciones de los obreros que vivían en las
barracas de la compañía.
Llenos
de curiosidad nos fuimos a mirar. Las mujeres dejaban la puerta abierta y
tendidas en la cama llamaban la atención, así como la imagen de la pintura de
la Majá Desnuda. Sólo tenían puesto una pequeña toalla que les medio tapaba el
pecho y casi nada de las piernas. Se caminaba por un pasillo muy largo mirando
las habitaciones con las mujeres en exhibición como quien ve el ganado en una
feria para elegir la mejor res.
Nos
paramos frente a una mujer que nos sonrió, mis amigos dijeron que ella era para
mí, sentí la presión inmensa de mis amigos y mi hombría parecía estar
comprometida en aquella situación. Me decidí a entrar para no quedar como
maricón y de inmediato aquella mujer se quitó la toalla y vi un espectáculo tan
horrible, siempre me ha encantado la desnudez de una mujer, pero aquella vez me
pareció tan horrible y la sentí como la degradación más escalofriante de la
condición humana.
Nunca
he hecho el amor con una mujer que no me guste de verdad, aquella vez no fue la
excepción. Simplemente le pagué lo que ella me exigió, ella recibió el dinero
con frialdad y se puso de nuevo la toalla para tapar tanta fealdad. Le pedí que
me permitiera esperar un momento más, pues al salir les debía contar a mis
amigos historias de semental. Mis amigos me preguntaron detalles que inventé
para satisfacer su morbosa curiosidad y proteger la supuesta hombría que se
mide como animal.
Me
siento orgulloso de ser así, a la mujer le tengo que sentir el alma para
disfrutar verdadero placer y satisfacción. Aunque es verdad que a veces las
cosas no me han resultado bien, también he fracasado. Así me ocurrió cuando
estuve después, por segunda vez, en la salitrera Pedro de Valdivia. Aquella vez
conocí una simpática muchacha de Antofagasta que también realizaba una práctica
de estudiante.
Después
de galanteos durante varios días, nuestros amigos nos dieron la oportunidad de
quedarnos solos en la casa donde alojaban las muchachas de manera temporal. Era
mi oportunidad para un mayor avance en esta aventura de amor. Las caricias cada
vez con mayor pasión nos llevaron hasta su habitación, pero en cierto momento
ella recordó que tenía que tomar un medicamento.
Muy
extrañado observé que ella tomaba unas pastillas de color azul. Tanto insistí
en saber qué estaba tomando que ella con cierta incomodidad me explicó que
sufría de ataques de epilepsia Cuando un hombre promete amor después no se
puede arrepentir, darme cuenta de aquello fue terrible para mí.
La
acaricié y traté de llevar su excitación al mayor placer, pero cuando sentía su
respiración agitada creía que se iniciaba el ataque de epilepsia y me entraba
una enorme desesperación, perdía todo entusiasmo sexual. Trataba de relajarme y
lo volvía a intentar, pero no lo podía lograr. Toda la noche lo intenté y
siempre fui un fracaso, fue mi mayor frustración.
Es
terrible para un hombre sentir que no está a la altura de las expectativas de
la mujer. En Santiago con mi amiga Rosalina la pasé muy bien, era muy fea y mis
amigos a escondidas le decían "la feto", era espectacular, sin
embargo, a veces la notaba muy exigente con sus iniciativas que no esperaban mi
recuperación, parecía una ninfómana. A Rosalina la lleve una vez a mi
habitación en el pensionado de Román Díaz, colgué afuera el cartel rojo para que
mi compañero de habitación esa noche buscara otro lugar donde dormir. Con ella
aprendí cosas nuevas del amor, entendí que hay muchos caminos para el placer,
Rosalina era una experta. Todo extenuado apenas escuchaba que me decía:
¡hagámoslo otra vez!, pero mis fuerzas no alcanzaban para campeón, apenas soy
un aficionado.
Otro
verano estuve en Punta Arenas y Tierra del Fuego. Cuando lo recuerdo me da un
hambre terrible, allí estuve todo un fin de semana sin comer. Llegamos al Hogar
de Cristo un fin de semana, nos dieron una habitación y sentimos mucho amor
cristiano, pero no tenían nada para comer, es terrible sentir el dolor del
hambre infinito en el mismo centro del estómago, es un dolor intenso y
punzante.
El
lunes temprano nos recibió una secretaria de ENAP, la empresa estatal de
petróleo, quien nos ofreció un café bien caliente. Josefina fue quien me brindó
el café más sabroso de mi vida, tenía una ansiedad inmensa de tomar algo bien
caliente. Miré con agradecimiento a Josefina y ella me regaló una bella
sonrisa.
Nos
enviaron a Tierra del Fuego, pero siempre llame a Josefina por teléfono con
cualquier excusa, le pedía catálogos, manuales y todo tipo de información de la
empresa. Una vez me fue a visitar al campamento petrolero y disfrutamos los
juegos de caricias entre risas que expresaban nuestra espontaneidad. Me explicó
que sentía sus piernas muy flacas y que una amiga le decía que engordarían
cuando hiciera el amor. Me pareció muy gracioso y sin convencimiento alguno le
dije que en Punta Arenas la iba a ayudar.
Estuve
la última semana de mi pasantía de estudiante en las oficinas de Punta Arenas,
fue una semana maravillosa con Josefina, nos quedábamos hasta muy tarde solos
en la oficina, un edificio moderno con grandes ventanales. A veces se nos
olvidaba apagar la luz y sentíamos vergüenza porque desde otros edificios era
posible ver todo el interior de la oficina.
Nunca
después le pude preguntar si le engordaron las piernas, pero esa camisa que me
regaló fue la más bella que lucí durante años, hasta que un día se quemó. Inés
lo supo un día, yo mismo se lo conté, le dije que era una camisa especial para
mí. No sé cómo pudo ocurrir, un día se quemó.
Mis
aventuras de amor lujurioso y otros romances pasajeros nunca debilitaron mi
prioridad de terminar mi carrera profesional, creo que más bien me ayudaron a
mantener un equilibrio emocional. Egresé de la Universidad con 22 años, el más
joven de mi promoción, muy orgulloso de mi juventud y lleno de ideales donde el
dinero era lo menos importante, ahora la meta era la excelencia profesional.
Antes
de egresar de la Universidad me ofrecieron un puesto de trabajo en el Centro de
Investigación Minero y Metalúrgico, CIMM, como ayudante de investigador.
Seleccionaban a los mejores de diversas Universidades para prepararlos como la
nueva generación de relevo que sería líder del progreso en la industria minera
del país, era parte del sueño de grandeza de mi país.
Somos diferentes
Mi
vida esta llena de momentos de encanto que resultan de la emoción de construir
a partir de nada, con voluntad y esfuerzo, con la firmeza de los principios
asumidos, desde la extrema escasez de recursos, sobreponiéndose a los
obstáculos del camino para avanzar sin cesar.
Es
para mí de mucha significación el día que con Inés decidimos vivir juntos. El
destino cruzó el camino de nuestras vidas y luego fue nuestra decisión
continuar juntos, sin respetar normas ni convencionalismos, con la firmeza de
nuestra rebeldía.
Simplemente
decidimos vivir juntos, con la convicción de que podríamos construir la
felicidad sin que fuese necesario firmar un contrato civil, no sólo dijimos que
no lo necesitábamos, también lo despreciamos, pues para lo nuestro no eran
necesario padrinos, ni fiesta, ni reglamento civil, ni ceremonia de iglesia.
Que mayor prueba de amor asumir el riesgo de la crítica de los que no se
atreven a rebelarse del formalismo de lo social.
Juntamos
nuestras cosas, mi ropa y todos mis libros, muchos libros, una maleta de Inés,
dos frazadas, sus pinturas, muchas pinturas y nada más. Nos fuimos a un pequeño
apartamento que logramos alquilar en un sector popular al Norte de Santiago, en
la población Juan Antonio Ríos de Renca.
El
apartamento tenía una pequeña cocina a gas, un lavaplatos y un pequeño mueble
con gabinetes para guardar una olla, la tetera, un sartén, dos cucharas, un
tenedor y un cuchillo con la marca "Propiedad del Estado", que
mantuvimos como recuerdo de los comedores de la Universidad.
En
una habitación extendimos varios periódicos viejos y sobre ellos pusimos las
frazadas que hicieron de aquel rincón nuestro más íntimo nido de amor. La otra
habitación estaba repleta de libros en el suelo, muchos papeles de la
universidad y trabajos de Inés, dibujos, pinturas y el atril para trabajar.
Somos
diferentes, nos dijimos, así vamos a triunfar. Sentía la emoción de irrespetar
al mundo, qué importaban los demás si Inés siempre estaba junto a mí, leal y
solidaria, con toda su confianza depositada en mí. Era Diciembre de 1973,
cuando ya habían transcurrido cuatro meses de la dictadura de Pinochet.
Sentíamos
la angustia de la sangre derramada por miles de personas que lucharon por un
ideal, pensábamos que una sociedad mas justa y solidaria se podía lograr, una
convivencia social donde lo humano fuese lo primordial. Tanques y fusiles
terminaron la ilusión, había llegado la hora de la venganza y la traición.
La
Navidad y Año Nuevo estuvimos solos, nuestros pocos amigos viajaron a su hogar,
otros estaban presos en el Estadio Nacional. Nosotros empezábamos un nuevo
hogar, esperamos la noche de fin de año y en la pequeña cocina preparamos la
cena, comimos chinchurrias fritas (chunchules, le dicen en Chile) y
prometimos continuar nuestro amor. Para mucha gente lo romántico son las flores
y la poesía, para mí el cariño con pasión lo representa un plato de
chinchurrias fritas en aceite y mucha sal. Pues bien, le dije a Inés, esto es
muy serio y ahora nuestras familias lo deben saber.
Escribí
a mama y le envié como regalo un televisor, en la carta le conté que para
Navidad una compañera fue el regalo que tuve la fortuna recibir. También Inés
escribió a su mamá y le habló de mí, explicando que iba a empezar una nueva
vida.
Mamá
se sorprendió, no me habló en seis meses y dijo que yo ya no era su niño bueno.
¿Por qué mamá fue tan dura conmigo? Siempre he sido bueno y nunca a nadie he
querido dañar, recuerdo que tía Juana dijo que yo iba a ganar el cielo. Me
hirió mucho el largo silencio de mamá, pero yo sabía que el precio de la independencia
y la rebeldía caro se debe pagar.
En
cambio, la mamá de Inés al día siguiente llegó procedente de Ovalle, ciudad donde
vivía y que está al norte de Chile. La recibimos con la mayor amabilidad y la
llevamos a nuestro apartamento, le dije que lo nuestro no era una aventura
pasajera, sino un compromiso de nuestro amor. Me miró desconfiada y me di
cuenta que no entendió, sin embargo, toda la noche hablamos y se inició una
mayor confianza.
Ya
muy tarde el cansancio nos consumió, entonces muy respetuoso me despedí y a mi
habitación me retiré. Que difícil situación la de Inés, ella frente a su
confundida madre debía responder, pues a mi lado algo pecaminoso parecía
acontecer. Para una hija frente a la madre es difícil irse a dormir con un
hombre que no es su marido ante la iglesia, ni ante la ley, sólo es marido ante
la promesa del amor. Sé la incomodidad de Inés en aquella circunstancia donde
es difícil aparentar naturalidad. De mi habitación, en voz alta la llamé: ¡Inés,
vente, es hora de dormir!
Al
día siguiente llevamos a la señora Ema al cine. Claro, como ella no es de la
capital, se confundía y no sabía exactamente como actuar. En el cine la notamos
muy alta, ¿qué le pasa señora, acaso se siente mal?, preguntamos. Es que este
asiento es diferente, nos dijo, es más alto que el de ustedes, decía sentada en
el borde del cojín vertical, sin bajarlo del respaldar.
Al
salir del cine, en la oscuridad, extendí la mano para tomar la de Inés. No nos
dimos cuenta, pero salí del cine tomado de la mano de la señora Ema, quien
convencida estaba que tomaba la mano de Inés. Esa noche reímos mucho y todos
quedamos en paz.
Después
vino mi hermano Jorge desde Valparaíso, donde él estaba estudiando. En él
encontré más palabras de comprensión, aunque recordaba su frase que una vez
dijo en casa de mamá, aludiendo a mi cuñada y a Inés, aquella vez con
despectiva actitud expresó: ¡Otra plasta más!
Plasta
se dice en el campo a la mierda fresca de los animales. Sin embargo, mi hermano
compartió gratos momentos con nosotros y se comportó como nuestro aliado,
también trajo mensajes de mamá para quien más respeto exigió y luego se marchó.
también trajo mensajes de mamá para quien más respeto exigió y luego se marchó.
Inés
y yo más unidos nos sentíamos, porque si era necesario contra todos estaríamos
si se oponían a nuestro amor. Igual que en mis sueños, contra fantasmas,
dragones y malvados estaba dispuesto a combatir para impedir que afectaran
nuestra unión.
Comenzamos
a construir nuestro hogar. Lo primero era comprar una cama donde expresar
nuestra pasión. Juntaríamos suficiente dinero para comprar una amplia cama,
doble plaza, para en ella disfrutar el reposo y la lujuria del amor. Mientras
tanto sólo nos alcanzó para comprar el somier y el colchón de doble plaza,
marca Zing, de primera calidad. En el futuro compraríamos el catre o estructura
de soporte del conjunto total.
Afortunados
fuimos que en el periódico vimos el aviso de venta de un catre usado muy
barato, el cual compramos de inmediato sabiendo que sólo era de tres cuarto de
plaza, es decir, para una cama de niño pequeño, pero a su vez era una solución muy
barata.
Pusimos
el somier encima del catre que acabábamos de comprar, tan sólo debíamos cuidar
el pequeño detalle de que era necesario acostarse o levantarse ambos a la misma
vez, caso contrario, se levantaba del lado contrario igual que un balancín, perdiendo
completamente el equilibrio y toda la organización de la ropa de cama.
Me
siento muy unido a Inés, estoy seguro que este sentimiento de unidad proviene
del somier marca Zing. Siempre debo moverme al unísono con Inés, caso
contrario, todo resulta un desastre, igual como la cama parecida a un balancín.
Ella es mi equilibrio, mi contrapeso, sin ella no podría vivir.
Para
mi diciembre es el mes del amor, muchos de mis amores nacieron en diciembre,
platónicos, eróticos o lujuriosos, muchos amores. A Inés la conocí en una
fiesta de fin de año en el pensionado de la Universidad, fue el año 1971, la
recuerdo a ella como una muchacha encantadora llena de gracia y muchas ganas de
bailar.
Esta
vez los organizadores de la fiesta queríamos variar, queríamos conocer otras
muchachas, entonces invitamos a las niñas del pensionado universitario de la
calle 18. Yo estaba en la comitiva que la fuimos a buscar para traerlas en un
autobús de la locomoción colectiva. Me presente con el mayor encanto y una
sonrisa de Don Juan, allí estaba ella, quien de un comienzo captó toda mi
atención.
Bailamos
toda la noche y luego la saqué a caminar por los alrededores. Hablamos de las
estrellas, la luna, las montañas y el mar, con ella todo era diferente,
caminando por las calles solitarias sentíamos deseos de hablar y también
sentíamos deseos de escuchar nuestro íntimo sentir. Sé que pensó que yo era una
persona muy diferente, muy sensible, y que así me quería conocer más.
Pasaron
muchos meses antes que la volviera a ver. No la olvidé, pero tampoco la busqué,
pues confieso que sentía el temor de que un compromiso afectara mi libertad.
Era más simple el placer, cual fuego apasionado, con mi fea amiga Rosalina, la
feto. También más gratificantes y menos comprometedor eran mis entradas a hurtadillas
a casa de Alicia, sin que sus tías sospecharan la presencia mía.
De
aquel tiempo tampoco olvido la hermosa Jesica, con su rubio pelo largo y
enormes ojos claros, con quien largas horas pasábamos sentados en la escalinata
de la puerta de su hogar. Este amor no fue carnal, pero las líneas de mis manos
tienen el recuerdo de la tersura de sus pechos que no aceptaron la aventura del
placer lascivo que la serpiente del árbol prohibido me inducía a consumar.
Y
cómo olvidar mis aventuras de ese verano en Punta Arenas, donde conocí a la
delicada y dulce Josefina. Con ella aprendí como se debilitan los principios
para compartir sin convicción su alocada idea para engordar sus flacas piernas.
Nuestra despedida estuvo llena de emoción, sabíamos lo pasajero de la relación,
pero me dejó marcado el corazón. Me regaló una hermosa camisa color violeta que
usé durante algún tiempo y que no sé cómo se quemó, marcada la plancha quedó
cerca del corazón, la tela se volvió negra y carbonizada.
Esto
me recuerda lo celosa que es Inés. Cuando hablo dormido en la noche, me tranquiliza
no para hacerme despertar, sino para que siga hablando y me hace preguntas sin
cesar. Sin embargo, ella conoce de modo general todos mis amores, sabe que el
pasado no se puede borrar, simplemente se debe aceptar.
Sus
celos a veces son muy ridículos, tal es el caso de cuando la invité a Trinidad
donde yo tenía ya un mes haciendo un curso de Inglés junto con un grupo de
jóvenes, la mayoría provenientes de Venezuela. Una semana compartió conmigo y
allí conoció algunas amistades mías. Cuando estaba haciendo sus maletas para
regresar, mientras yo debía continuar allí un tiempo más, tomó mi traje de
baños y dijo muy seria: Alito, esto tiene mucho peso, a ti te va a molestar, es
mejor que yo me lo lleve. No contesté nada, para mis adentro sonreí con
comprensión, sé que en su imaginación me veía en la playa rodeado de muchachas
aprovechando mi libertad. Sin traje de baños me tuve que quedar.
Después
de aquel verano cuando conocí a Inés, en la Universidad la volví a ver en el
mes de marzo, cuando se iniciaron de nuevo las actividades académicas y
estudiantiles. Iba corriendo por un pasillo saltando alternadamente en un pie y
otro. Nos encontramos de sorpresa frente a frente, sentimos como un rayo cuando
chocan dos nubes, sentí una enorme turbación.
Hola,
dije, sintiendo los latidos de mi corazón, no supe más nada que decir, ella
tampoco dijo más y corriendo se fue a contarles con emoción a sus amigas que se
había encontrado conmigo. Después en muchas fiestas de mi pensionado nos
volvimos a encontrar y el cariño mutuo nos llevó por el sendero del amor.
Compartimos muchos sueños e ilusiones. La aventura se inició.
Me
entregó su cariño leal, puro y virginal, testigo fue aquel viejo colchón del
cuarto abandonado de aquel caserón convertido en el pensionado para estudiantes
de ingeniería de la Universidad, en la calle Román Díaz de un sector
residencial de Providencia. Fue una noche de invierno en que el frío de la
montaña nevada de Los Andes se apagó.
Almorzábamos
siempre juntos en los comedores de la universidad, donde tenía la ventaja de
comer mi ración más la mitad de ella que sufría siempre malestares de la
vesícula. Sin embargo, los domingos debía yo mismo preparar mi comida en la
cocina del pensionado. Para demostrar mis habilidades culinarias un día invité
a Inés a almorzar en mi residencia estudiantil. Como no tenía ollas, preparé
mis latas vacías de potes de leche para hacer el arroz graneado, huevos fritos
y ensaladas, toda la especialidad que mamá me enseñó. Como ahora era doble
ración, el arroz se levantó más allá de la capacidad del pote, pero con el
cuchillo fui equilibrando los granos hacia arriba hasta lograr toda la
evaporación del agua necesaria para su cocción.
Fue
un desastre, la parte superior del arroz quedó crudo, la parte inferior algo
quemado, pero al menos la del medio quedó mejor. Mi intención era compartir, no
quiero inspirar lástima en nadie, mi pobreza ha sido mi fortaleza. Ahora sé que
Inés me miró y sintió una inmensa compasión, entonces, después todos los
domingos comenzó a invitarme a almorzar junto con ella en su pensionado.
Recuerdo
que la primera vez fuimos al mercado de Mapocho para comprar las cosas para
almorzar juntos. Llevamos muchas verduras, frutas y otras cosas más. En su pensionado
sólo se podía entrar hasta la sala de visitas donde yo la esperé, mientras ella
preparaba el almuerzo. Trajo más tarde muchas bandejas con diferentes tipos de
comidas, ensaladas, frutas y manjares, las cuales puso en una mesa con flores y
mantel. Será que todos los estudiantes lejos de su hogar son siempre medio
muertos de hambre, pues me lo comí todo, completamente todo, ya que entendía
que era una atención especial para mí y que no podía despreciar ni un poquito.
Sólo
muchos años después me enteré que varias amigas de Inés, quienes sin yo
saberlo, ayudaban a preparar tales opíparos banquetes. Entonces, ahora pienso,
con todas ellas juntas me debería haber casado. Cuando regresaban a la cocina
los platos vacíos, con resignación exclamaban: Nada quedó para comer nosotras,
ni siquiera un pedazo de pan.
Que
importaba lo que comentara la gente: Inés, nosotros somos diferentes, así decía
yo. Recuerdo cuando ella fue a visitar a su familia a Ovalle y me dijo que el
lunes regresaría a Santiago junto a mí; pero ese lunes no llegó y yo no sabía
como hablar con ella, entonces sin tener noticias la angustia y el desespero me
invadió. Se me ocurrió llamar a la policía de su ciudad. Los llamé por teléfono
y dije que era una emergencia y necesitaba hablar con ella. Así ellos lo
entendieron y muy amables se ofrecieron para ayudar. Tomaron el carro policial,
encendieron las luces rojas de emergencia, con la sirena haciendo un ruido infernal
y a toda velocidad llegaron a casa de su mamá para llevarla al teléfono de su oficina
central.
Normalmente
tal escándalo y despliegue policial se forma cuando van a buscar a un
delincuente, de modo que los vecinos comenzaron a criticar, ellos pensaron que
la familia debía estar involucrada en algo malo. La vecina comentó: Esa niña
loca de Santiago algún delito cometió. Que vergüenza tu mamá sintió, pero sé
que el día cuando tomados de la mano salimos del cine, ella me perdonó.
El
delito me recuerda que el pecado es difícil de juzgar, mas la conciencia se
encarga de castigar. Tomamos todas las precauciones, bastante experiencia tenía
en las aventuras del amor, pero los caminos del azar otro rumbo decidieron y en
una grave disyuntiva nos pusieron, aceptar o no el hijo que se gestó del pecado
del amor.
No
había terminado mis estudios en la Universidad, tampoco Inés, pero lo más
importante era como asumir tan grave responsabilidad sin que afectara mi
libertad. No libertad para delinquir, sino libertad para reafirmar la
individualidad, libertad para irme o quedarme según fuera mi propia voluntad.
Un
compromiso de pareja no puede estar presionado por la llegada imprevista de un
bebé, ni por la irresponsabilidad de un incierto futuro para él, un verdadero
compromiso resulta de la plena conciencia de la libertad. No podíamos prever el
destino que más adelante ambos construiríamos.
Solos
tomamos la decisión, escondidos con la vergüenza del pecado, nadie más lo supo,
juntos fuimos a la clínica del horror, también juntos estuvimos durante la
recuperación. Es muy triste saber que allí estuvo el hijo que no fue.
¿Sabes,
Inés? Ahora sería un pequeño hombre, orgulloso de sus padres que lo engendraron
con amor, así ahora a ella se lo podría decir, mi conciencia siempre lo dice
así. Inés fue muy valiente, en cambio que poco audaz se es cuando el mayor riesgo
lo toma la mujer. Allí aprendí la fortaleza de su amor, el pecado es el origen
de nuestro amor.
Luchamos
juntos por nuestros ideales, sufrimos la incomprensión de los familiares,
debido a nuestra pública convivencia sin ninguna formalidad, pero juntos
podíamos luchar contra todos. Mas un día temprano despertamos y dijimos que si
un contrato en el Registro Civil no garantizaba la felicidad ni el amor,
tampoco el registro de matrimonio afectaría la relación, por el contrario, se
resolvían aspectos prácticos de la convivencia en la sociedad.
Llamamos
para testigo a Luisa, amiga íntima de Inés, fuimos a la oficina de Registro
Civil y una simple ceremonia se realizó. El oficial regañó a Luisa, pues dijo
que aquello era una ceremonia formal y ella como testigo debía responder sí o
no, y no quedarse callada boquiabierta, ni con la mirada perdida frente a las
preguntas que el varias veces repitió.
Un
fotógrafo de ocasión sacó varias fotos que en algún álbum perdido deben estar.
Nos fuimos a casa a desayunar, una taza de té con un pedazo de pan, después
cada uno se fue a trabajar. Inés a la escuela donde era profesora de artes
plásticas y yo al centro de investigación donde me iniciaba en el ejercicio de
la profesión.
Los
recuerdos me traen la emoción de aquellos años en que todo era ilusión. Siempre
el idealismo orientó nuestra conducta, lo importante era la honestidad con
nuestras convicciones y la conciencia de que éramos diferentes. Lo nuestro eran
los sueños de un futuro llenos de esperanza y utopías que haríamos realidad.
Juntos lo dijimos: somos diferentes.
Viaje a Venezuela
Después
del golpe militar en Chile, en Septiembre de 1973, se inició una horrenda
persecución política contra aquellos que se presumiera tuviesen alguna
participación o simplemente simpatía con el gobierno derrocado de la Unidad
Popular.
En
mi condición anterior de estudiante de una Universidad comprometida con el
cambio social, participé como simpatizante en manifestaciones de apoyo al
gobierno de inspiración socialista, también fui elegido dirigente de los
estudiantes de Ingeniería de Minas.
Recuerdo
que un domingo me invitaron a una reunión con compañeros mineros de Lampa, en
las adyacencias de Santiago, para crear vínculos de colaboración entre los
trabajadores y los estudiantes comprometidos con una nueva sociedad. Llegamos
al lugar en la mañana muy temprano, nos recibió una comitiva de mineros que nos
invitaron a tomar chicha de manzana, la tomamos durante toda la reunión de
trabajo que duró hasta las 5 de la tarde, sólo tomando chicha de manzana
durante todo el día.
De
regreso en un bus de transporte público sentía que el mundo se volcaba al revés
una y otra vez, de pie muy firme me aferraba de los pasamanos del pasillo,
frente a mi una señora sentada de reojo me miraba. De repente el autobús frenó
bruscamente, casi me caí sobre la señora sentada frente a mí, no me pude
resistir y encima de ella vomité. ¡Qué desagracia!, vomité toda la chicha de
manzana.
La
señora gritó con desespero y me insultó mientras yo salté fuera del autobús antes
que me fueran a linchar. Quedé sólo abandonado en medio de una carretera muy
poco transitada, con el malestar adicional de una diarrea fulminante que me
dio... me cagué. Me acerqué a un pequeño riachuelo y me limpié, aunque el
pantalón tipo jean de color blanco quedó hecho todo un desastre.
Logré
llegar a Santiago montado encima de los sacos de papas de un camión de carga
que me dejó en el mercado municipal de Mapocho. Así fueron mis sueños de la
revolución socialista, llenos de chicha de manzana, pero soñando que habría una
sociedad más justa y digna para todos.
El
golpe militar me angustió terriblemente, creía firmemente en una sociedad de
convivencia superior, donde la dignidad humana fuera lo principal. Ese día del
golpe de Estado el Centro de Investigación donde trabajaba me había enviado a
la mina El Teniente, pero nos regresamos debido a las noticias que escuchamos por
la radio mientras íbamos en camino y luego en la oficina nos indicaron que cada
cual se fuese a su hogar.
Me
fui al pensionado de Inés, en la calle 18, donde vi militares disparando y
realizando el allanamiento de las oficinas del periódico El Clarín. Inés llegó
más tarde corriendo desde la Universidad, estábamos a 3 ó 4 cuadras de la casa
presidencial La Moneda que fue bombardeada a mediodía con aviones de combate
como una verdadera guerra civil.
Se
decretó un toque de queda durante dos días y allí quedamos 4 hombres encerrados
en un pensionado femenino de estudiantes, en ese momento habrían 30 ó más
muchachas. Nunca tuve tantas mujeres conmigo, pero no lo disfruté, pues
temíamos que en cualquier momento podíamos ser allanados y los hombres seríamos
calificados como dirigentes de algún complot.
Los
militares ordenaron por radio izar la bandera chilena en señal de aceptación
del nuevo gobierno dictatorial. Un grupo de muchachas no lo quería hacer en defensa
de sus principios, nunca en mi vida he compartido con 4 hombres tanta
desesperación, pero finalmente pusimos la bandera. Para nosotros no era
cuestión de principios, sino de sobrevivencia, recordé a mi amiga de Punta
Arenas, a veces es mejor olvidar los principios.
En
esos días Inés con unas pequeñas tijeras de uñas me cortó la barba y el pelo
largo que usaba en señal de inconformidad. Tan pronto pudimos viajamos al
Norte, a Coquimbo, buscando el refugio familiar, pero ellos no creyeron que se había
derramado mucha sangre en Santiago, porque los militares se tomaron todos los
medios de comunicación y no habían noticias del país. Nos miraron extrañados
como si algo malo nosotros hubiéramos hecho. A los pocos días regresamos a la
capital.
En
los días posteriores al golpe militar llegaron policías y militares hasta el
apartamento donde alquilaba una habitación, muy cerca de la Universidad Técnica.
Rompieron la puerta e invadieron todas las habitaciones, me apuntaron al cuello
con un fusil ametralladora y en vilo, completamente desnudo, me sacaron de la
cama con los brazos en alto. Nunca sentí tanta vergüenza de mi completa
desnudez.
Después
me obligaron a medio vestirme y junto con el amante de la dueña del hogar, un
señor de bastante edad, quien ocasionalmente la visitaba, nos llevaron fuera de
Santiago, atravesando la noche llena de disparos desde las azoteas de los
edificios y que mataban al azar. Sentimos la posibilidad de un fusilamiento por
error. Creo que nos llevaron a lo que después se conoció como la temible Villa
Grimaldi.
Nos
maltrataron e interrogaron durante toda la noche, allí entendimos que era para
buscar a nuestro amigo militante del MIR, Movimiento de Izquierda Revolucionaria,
que vivía con nosotros y que en aquellos días desapareció. El lugar estaba
lleno de detenidos y el ambiente era de angustia y desesperación, con militares
cuya conducta conocí en el cuartel y los temía porque sabía hasta donde podía
llegar su brutalidad, son animales salvajes preparados para obedecer sin
ninguna humanidad.
Libres
de regreso, al día siguiente revisamos la habitación de éste muchacho del MIR
para eliminar cualquier vestigio que nos pudiera comprometer. Encontramos
muchos libros sobre marxismo, socialismo, materialismo histórico, el hombre
nuevo, tantas cosas que a mi me fascinaban y quería aprender. Quemamos muchos
libros, pero algunos los seleccioné para esconderlos en el Centro de
Investigación, CIMM, que suponía era un organismo amparado por las Naciones
Unidas según acuerdos de asistencia técnica que existían.
Al
día siguiente me llevé los libros, pero fue una sorpresa encontrar las oficinas
intervenidas por los militares. Caminé aparentando indiferencia y seguí de
largo por la Avenida Vitacura, sin mirar a mis compañeros de trabajo que me
vieron extrañados desde los ventanales de las oficinas, en el fondo caminaba
temblando de terror con los libros de marxismo en mi maletín. Caminé muchas
cuadras hasta llegar al río Mapocho donde intenté botar los libros, pero por
temor a que me vieran no lo pude hacer.
Finalmente,
me fui en autobús hasta mi antiguo pensionado de estudiante, en la calle Román
Díaz, allí quemé todos los libros para evitar cualquier riesgo de detención. En
esos días los libros se quemaban, pues por el pensamiento también se
encarcelaba, era el horror de la persecución por el delirio del control
dictatorial.
En
aquella época con Inés había iniciado una nueva vida la cual me llenaba de
emoción, pero sentíamos el peso aplastante de la falta de libertad, el disgusto
del fracaso de un experimento social que despertaba tantas esperanzas de
conseguir un mundo mejor. Así no podía aceptar a mi país, era mejor salir a
aventurar para conocer otra gente y ver como era el mundo más allá de las
fronteras de mi tierra.
Rodrigo,
mi jefe en el CIMM, consiguió un contrato de asistencia técnica para las minas
de El Salvador y yo fui su Ingeniero Ayudante. Renunciamos al CMM, pero no nos
duró mucho ese contrato de asesoría, pues cambiaron todo el plantel gerencial
de Cobre-Sal. Entonces comenzamos a pensar en viajar a Venezuela y eso a mí me
emocionó.
Cuando
se lo dije a Inés, esa noche no pudimos dormir. Hablamos del futuro y sentimos
la emoción de ver nuevos senderos que juntos podíamos caminar. Viajar a otro
país era una nueva aventura que nos llenó de fantasías, pues nuestra ambición
era recorrer juntos caminos nuevos para hacer un futuro que sólo sería nuestro.
Planificamos
el viaje a Venezuela, confiando en la amistad de Rodrigo que viajaría de
primero con su familia. Lo invitamos junto con Eugenia, su señora, a nuestro
apartamento para cenar y conversar sobre el viaje que empezábamos a programar.
Previamente fuimos a la carnicería para comprar 4 bisteques, el carnicero se
sorprendió y preguntó si los cortaba más finos y pequeños.
Eugenia
parecía muy sofisticada y un poco antipática, pero con el licor Apricot que con
insistencia le ofrecíamos comenzó a relajarse y terminó muy mareada. Usamos
nuestro bello comedor que recientemente habíamos comprado, aunque como no
teníamos dinero para algo mejor usamos de mantel unos cartones, los cuales
aprovechamos con Rodrigo para escribir y discutir fórmulas de asuntos de
trabajo.
Compramos
unos vasos adicionales, pero se nos olvidaron los cuchillos, todos tuvimos que
usar durante la cena el único cuchillo que teníamos y aún conservamos, éste
cuchillo es un recuerdo que tomamos prestado de la universidad. Esa noche,
compartiendo el único cuchillo que teníamos, allí quedó sellado el compromiso
de viajar a Venezuela.
La
prioridad era que Inés terminara el trabajo de grado para obtener el título de
Profesora de Artes Plásticas de la Universidad. Nos amanecíamos con mi prima
Cristina tipeando el trabajo de Tesis para el examen final, muchas veces tuve
que golpear la puerta del baño para despertar a Cristina que llena de cansancio
se quedaba dormida sentada en la poceta del baño.
Después
fuimos al mercado de las pulgas, cerca de la estación Mapocho, para vender junto
con una amiga de Inés todas nuestras cosas. Tampoco me olvidé de mi familia en
Coquimbo, con mamá y mis hermanos compartí mis ahorros, mi promesa fue que
siempre los ayudaría y les pedí que confiaran en mí.
Era
un día de Abril de 1975 cuando el avión despegó del aeropuerto Pudahuel con
destino a Venezuela, sentimos una inmensa alegría con Inés, nos reímos
sintiendo una inmensa libertad, no pensábamos en la incertidumbre del futuro,
sólo disfrutábamos el sentimiento de que iniciábamos una nueva vida llena de
esperanzas y libertad, el pasado quedaba atrás.
Cuando
nuestra convivencia no era formal, Inés me decía que no tendría hijos, pero
cuando nos casamos ante el oficial del Registro Civil decidimos que debíamos
tenerlos y planificamos la llegada del bebé. Puse mi mejor empeño pero el bebé
no llegó, ¡caramba, como hice empeño!
Pero
un día su período menstrual se retrasó y el médico diagnosticó un embarazo.
Inés se puso muy orgullosa y se vistió con un inmenso vestido maternal, le
creció la barriga y la lucía como pavo real, sentíamos el orgullo del bebé que se
gestaba en su interior.
Más
adelante la tuve que llevar de urgencia al hospital San José, en Santiago, con
un derrame vaginal. Los médicos me miraban con sentido acusador y me
preguntaban que había hecho para provocar un aborto ilegal. Me molesté y pedí
un traslado a una clínica particular, donde me explicaron que nunca existió
embarazo y todo era un trastorno sicológico de quien tiene ansias de un bebé.
Sentí la inmensa tristeza de que tal vez nunca tendría un hijo con Inés.
Ahora
que mis hijos están grandes los miro con atención, no se parecen ni al
panadero, ni al lechero, se parecen a mí, me siento orgulloso de los hijos míos
que me dio Inés. Mis hijos nacieron del amor con quien me ha dado abundancia de
lealtad, quien ha estado a mi lado en momentos de mayor dificultad.
Sólo
cuando bajamos del avión en Maiquetía, el aeropuerto de Venezuela cerca de
Caracas, sentimos con Inés el temor de la incertidumbre. Sentimos el calor
sofocante, como si uno estuviese al lado de una olla con agua hirviendo, vimos
a la gente hablando fuerte sin importar que otros escucharan, me sentí ridículo
con una corbata que casi nadie usaba. Esto era un mundo muy diferente, todo era
tropical.
Rodrigo
y Eugenia nos esperaban, nos recibieron con alegría y sentimos el inmenso afecto
de la amistad. Sentía una irritación en el cuello, pues la humedad del trópico
me produjo una inflamación de la piel. Que grato fue el calor de la amistad,
pero que incómodo el calor sofocante del ambiente húmedo.
Nos
impresionó Caracas, una ciudad moderna llena de autopistas y edificios grandes,
con una vida que se torna muy agitada desde muy tempranas horas del amanecer.
Es una ciudad llena de vehículos grandes que lo permite la sociedad de petróleo
barato, con gente extrovertida y alborotada, una suerte de desorden donde todo
se ve como una gran anarquía.
Lo
primero que hicimos en este calor tropical fue a Priscila. La hicimos con el
encanto de no usar frazadas, ni sábanas, ni piyamas, sin hacer mucho escándalo
para no transpirar en exceso con este calor tropical, sintiendo el ventilador a
toda velocidad revolviendo el aire en el trasero.
Priscila
nació un año después. Creo que también sufrió mucho de calor, pues no quería
nacer. La esperábamos y no quería nacer, hasta que el médico decidió que Inés
se debía internar en la clínica para inducirle el parto. Inés se quejaba de
mucho dolor, entonces yo le disminuía el suero de la inducción del parto,
cuando la enfermera revisaba le ponía mayor intensidad que le provocaban a Inés
inmenso malestar, así yo volvía a mover la válvula del suero para tranquilizar
a Inés.
Siempre
he ayudado a Inés, pero finalmente me quedo con un sentimiento de culpabilidad,
porque las cosa siempre resultan peor. Priscila no nació por parto normal, sino
por cesárea. Parecía una tripa y la metieron en la incubadora para mayor
seguridad. Yo estaba desesperado, porque no sabía si tenía los cinco dedos en
las manos y estaba asustado porque temía que me la pudieran cambiar, toda la
noche vigilé la incubadora.
A
Priscila la adoro, es el amor más grande que tengo yo. Cuando bebé todo el
mundo la quería tomar en brazos, sin embargo yo no lo permitía para no afectar
su tranquilidad. A Inés la presioné para que sólo ella le diera atención, nadie
más. Mis celos no aceptaban otra atención.
Más
tranquilo estuve cuando nació Andrés 5 años después, tenía más confianza en el
mismo médico anterior que atendió a Priscila, el Dr. Alejandro Pollier, médico
cirujano exiliado que había sido Ministro de Salud en el gobierno de Allende.
La cesárea fue planificada con anticipación y el parto no tuvo ninguna
complicación, nació Andrés como el niño más tranquilo del mundo, él es igual
que yo y lleva la bandera de mi apellido.
Llegamos
solos a Venezuela, llenos de fantasías e ilusiones, no teníamos dinero, pero
teníamos la juventud que nos ofrecía muchas posibilidades para construir un
futuro que llenara nuestros espíritus de satisfacción. Hicimos lo más valioso
que tenemos, nuestros hijos que crecen para realizarse en su propia libertad.
Capítulo
III.
Mi hermano Pepe.
Estuvimos
durante todo el día recorriendo y conociendo la ciudad de Mérida, disfrutábamos
todos juntos con Pepe y su familia unas sabrosas vacaciones en esa ciudad
andina que nos recordaba parajes de nuestro lejano país de origen. Compramos
una caja de uvas que nos recordó aquellos racimos de frutas que se cosechan en
el valle de Elqui. Nos tendimos en la grama de un parque y junto con los
muchachos las saboreamos hasta hartarnos de tanto comer.
Con
nuestro carácter atropellado queríamos conocer todo de una sola vez, apenas
teníamos un día de haber llegado y queríamos estar en todas partes. En las
últimas horas de la tarde examinamos un pequeño folleto que obtuvimos en la
oficina de información turística. Nos llamó la atención un pequeño pueblo
típico de Los Andes, Jají, tan sólo a 12 kilómetros de la ciudad. Pepe insistió
que tendríamos tiempo suficiente para conocerlo sin que nos sorprendiera la
noche, ya que estaba muy cerca de la ciudad.
Nos
dirigimos con nuestros vehículos a Jají, subimos la montaña por estrechos e
interminables caminos cuyos bordes eran barrancos que producían un vértigo
desesperado. Avanzaba detrás del vehículo de Pepe a muy baja velocidad y todos
guardábamos un silencio de pánico, unos centímetros de error en la carretera
significaban varios centenares de metros de desbarrancamiento.
Tengo
la idea vaga de que el pueblo a que llegamos una hora después era muy hermoso,
realmente no lo disfruté para nada, sentía el terror de regresar y ésta vez con
una lluvia persistente que se iniciaba. Insistí en regresar pronto, antes que
la lluvia fuese más fuerte.
En
la medida que avanzamos de regreso nos cubrió la noche terriblemente oscura y
la lluvia se hizo más intensa, al punto que no era posible ver el camino.
Liliana, mi cuñada, sacaba medio cuerpo afuera de la ventana del vehículo de mi
hermano para indicarle el camino, en tanto que yo me guiaba por las luces rojas
traseras del auto de él que a veces avanzaba más rápido que mi precaución.
¡Huevón
de mierda! Nunca más le hago caso, exclamaba yo entre aterrorizado y enojado
con mi hermano por tan desagradable aventura que me exponía a mí y a mi familia
en tan desafortunada y peligrosa situación. Después de mucho tiempo, por fin
logramos llegar al hotel en la ciudad de Mérida e inmediatamente Pepe se bajó
de su vehículo y riéndose me abrazó mientras me preguntaba cómo estaba, cómo me
sentía.
Paulina,
mi sobrina, que sin darme cuenta venía junto con Priscila en mi auto, me quedó
mirando con reproche y luego se dirigió a Pepe: Papá, tanto que te preocupas
por mi tío Alex y tú no te imaginas las cosas que él decía de ti.
Es
verdad que muchas veces me enojé con mi hermano, porque nuestra carga genética
nos lleva a explosiones de mal humor y enfurecidos nos alejamos por instantes,
pero muy pronto estamos más unidos otra vez. Así ocurrió cuando Pepe llegó de
Caracas a Puerto Ordaz, junto con toda su familia, con el plan de continuar
juntos hasta los famosos Carnavales de El Callao.
Pasamos
a visitar a los Barahona, nuestros mejores amigos, quienes nos atendieron con
mucho cariño y nos invitaron a almorzar, después continuamos conversando,
bebiendo, tomando café y recibiendo muchas atenciones hasta que se hizo de
noche. Mi hermano decidió continuar viaje a El Callao, pero yo le dije que ya era
demasiado tarde por lo cual era preferible que nos fuéramos a mi casa en Ciudad
Piar.
Pepe
insistió que su único interés y la razón de su viaje era el Carnaval de El
Callao, nuestros amigos se ofendieron debido a nuestra actitud, me molesté e
iniciamos una fuerte discusión frente a los demás, le dije que se fuera al
diablo, pero que yo me iba con mi gente a mi casa. Nos fuimos sin despedirnos.
Héctor y Luz María se quedaron muy resentidos por la falta de consideración a
sus atenciones y muy preocupados por nuestra furiosa discusión.
Nos
devolvimos un instante para entregarle a Paulina y él me devolviera a Andrés
que se habían cambiado de vehículo por la confusión. Pepe, Liliana, José
Patricio y Paulina arrancaron supuestamente para El Callao y nosotros para
Ciudad Piar, todos con un sentimiento profundo de disgusto.
Cuando
llegué a casa sentí una emoción muy grande de alegría, pues Pepe, mi cuñada y
mis sobrinos nos estaban esperando en la puerta de mi hogar. Esa noche nos
reímos y nos imaginábamos la preocupación de los Barahona por nuestras peleas,
cuando por el contrario estábamos juntos compartiendo nuestras alegrías como si
nunca jamás hubiésemos discutido. Mientras más recordábamos la preocupación de
Luz María, más nos reíamos de nosotros mismos.
Compartimos
con Pepe y su familia muchas cosas, siempre estuve muy pendiente de su
situación. Cuando más necesité la ayuda de mi hermano, él me la dio, gracias a
mi hermano yo pude estudiar en Santiago y alcancé la ambición de conseguir mi
profesión, eso nunca lo he olvidado, por eso siempre me he sentido comprometido
a tenderle mi mano sin que él me pidiera nada.
Una
vez los llamamos por teléfono para felicitar a mi sobrina Paulina por el
cumpleaños que en los próximos días tendría, nos pareció que se sentían muy
solos y que estaban atravesando por una mala situación económica, me sentí muy
preocupado y le ofrecí enviarle urgente dinero que Pepe aceptó. Nos imaginamos
que estaban pasando por una situación muy llena de restricciones, manteniendo
sus gastos al límite del mínimo posible.
Solicité
de inmediato un préstamo en Ferrominera, la empresa donde trabajaba, y lo
deposité en su cuenta corriente del banco. No completamente satisfecho decidimos
viajar a Caracas para estar juntos con ellos un fin de semana y lograr que no
se sintieran solos, nos lo imaginamos a todos ellos muy tristes y solitarios.
Llegamos
de sorpresa a su casa, pero mayor fue la nuestra al encontrarnos con una
apoteósica fiesta en el salón de festejos del edificio, había cientos de
personas invitadas, la torta de tres pisos en el centro de la sala y la música
fuerte llena de ritmo tropical. Liliana desplegaba todas sus habilidades
histriónicas y llenaba de atenciones y diversión a los presentes.
A
ellos siempre les gustó las fiestas, son de espíritu alegre y optimista, lo más
importante para ellos es disfrutar el día de hoy, para mañana de alguna manera
Dios proveerá, siempre un buen negocio dará la fuente para resolver los
problemas cotidianos. Su entusiasmo casi siempre me contagia, como aquella vez
que vendió la camioneta.
Pepe
me llamó por teléfono para saludarme y contarme que había hecho un maravilloso
negocio, me contó que había vendido la camioneta que recientemente tenía en el
equivalente a casi doce mil dólares, muy eufórico me decía: ¡gané doce mil dólares!
Recordé
que un par de meses atrás me había pedido que participara en el remate de
camionetas pick up de 2 a 3 años de uso que realizaba Ferrominera, logré
comprar la de mejor condición mecánica, le hice algunas reparaciones menores y
se la llevé a Caracas. Me costó alrededor del equivalente de quince mil dólares
que él me pagaría más adelante, lo cual no representaba mayor preocupación para
mí, no porque me sobrara dinero, sino
simplemente porque era para mi hermano.
Realmente
en un comienzo me desconcertó pues mi razonamiento no era el mismo de él, pero
más tarde comprendí y sentí una alegría que traté de compartir con Inés, quien
no muy convencida sólo me sonrió. Verdaderamente me sentí muy contento, mi
hermano había ganado el equivalente de doce mil dólares. Yo gané mucho más con
él, he tenido su cariño, su apoyo y preocupación.
También
aprendí mucho de mi hermano, esto me recuerda cuando me enseñó a manejar mi
vehículo por las calles de Caracas: Frena... ¡ahora no!, avanza... derecha...
¡dije derecha, huevón!, me gritaba con impaciencia. Yo no podía coordinar a la
misma vez los pies, las manos, la vista, escucharlo y contestarle al mismo
tiempo.
Muchas
veces no pudimos contener nuestra carga genética, le contestaba de mal modo: el
carro es mío y haré lo que quiera. Entonces furioso se bajaba del vehículo y me
gritaba: ¡Vete a la mierda! Me quedaba asustado en medio de la calle,
estorbando el tráfico de los demás vehículos sin saber que hacer, pero
finalmente tengo que aceptarlo, Pepe me enseñó a manejar.
A
los pocos meses después de haber llegado con Inés a Venezuela, Pepe se decidió
a probar fortuna en éste país. Primero llegó él, luego se vino Liliana con los
muchachos, José Patricio y Paulina, junto con María, la muchacha del servicio
doméstico, quien era realmente una más del grupo familiar. Vivimos juntos y
surgió un cariño muy especial entre concuñadas, mamá siempre expresaba su
extrañeza y decía: Caramba, tanto que se
quieren ustedes, pero ¡cómo se critican una a la otra!
Pepe
y su familia disfrutaron la fortuna de la Venezuela Saudita, él recorrió todo
el país en diferentes funciones de trabajo, viajó mucho por el oriente del país,
el occidente, los llanos, los andes. En Venezuela vivió intensamente, pero
cuando se profundizó la crisis económica del país surgieron sentimientos de
xenofobia en el país que él no aceptó, comenzó a sentir las limitaciones del medio
laboral y tuvo un deseo intenso de retornar a Chile.
Venezuela
tuvo la suerte de aquel que logra el premio millonario de la lotería, los
precios del petróleo se multiplicaron en la década de los años 70 como
resultado de las guerras del Medio Oriente, adicionalmente las instituciones financieras internacionales
ofrecieron préstamos para el país. Se aceleraron los programas de desarrollo
económico, pero también se aceleró la corrupción, la ineficiencia y el
desorden, fue la indigestión económica del país.
El
segundo quinquenio de los años 80 el país tuvo problemas para cumplir con sus
compromisos de la deuda externa, se cerraron las líneas de crédito, se impuso
el control de cambio para el dólar, surgió el mercado negro y la especulación.
Junto con Pepe me convencí que era mejor regresar a Chile, era el año 1989.
Con
Pepe comenzamos a planificar el viaje de retorno, viajaríamos por carretera,
cruzando la selva amazónica del Brasil, luego Argentina, para después cruzar la
Cordillera de Los Andes hacia Chile. Evaluamos varias camionetas y sus
adaptaciones para realizar la aventura, compraríamos dos vehículos para llenarlos
con las cosas que llevaríamos, todos estábamos muy emocionados, se mezclaba el
temor de la incertidumbre y el entusiasmo por conocer nuevos lugares.
Mientras
tanto, con Inés y mis muchachos nos fuimos a vivir Puerto la Cruz, regalamos y
vendimos nuestras cosas para quedarnos finalmente sólo con nuestras camas. Esta
ciudad era el lugar preferido de nuestras vacaciones por las hermosas playas de
sus alrededores y un clima benigno a lo largo de todo el año. Comencé a
recordar los fríos de Chile, la estratificación de la sociedad chilena, las
dudas me invadieron y finalmente después de discutirlo muy detenidamente en la
familia decidimos no regresar.
Mi
hermano Pepe se enfureció al saber que habíamos decidido quedarnos aquí,
dejamos de hablarnos por varios días, fueron muchas las ilusiones que derrumbé.
Varios días después llamamos a Caracas y nadie contestó, con preocupación
llamamos a la vecina y ella nos comentó que habían viajado todos de regreso a
Chile, sentí una tristeza muy grande, se fueron sin despedirse de nosotros y me
embargó un sentimiento muy grande de soledad.
Sin
embargo, nuestro enojo no podía ser, dos años más tarde nos volvimos a
encontrar en Chile, durante nuestras vacaciones, y nos dimos un abrazo fuerte
que expresaba toda nuestra hermandad. Volvimos a compartir muy gratos momentos
con mi hermano, Liliana, José Patricio, Paulina y Daniela, junto con mis hijos
que les tienen a todos ellos un cariño de verdad.
Todos
estos recuerdos se agolpaban en mi mente mientras conversaba con Lucía, una
compañera de trabajo de Pepe en la Corporación de Fomento de Chile, quien viajó
a Venezuela para asistir a un Congreso en Isla Margarita. Sentados en la
recepción del hotel en Caraballeda, acompañado con Priscila, ella nos comentaba
que la enfermedad de Pepe era muy grave, cáncer en el colon con metástasis que le
afectaba el hígado.
Hoy
el repicar del teléfono me despertó al amanecer, todavía no eran las 4 de la
mañana cuando recibí una llamada telefónica, mis primeras preocupaciones fueron
sobre mi madre y mi hermano Pepe. Recientemente le había enviado una carta a
Pepe con mucho sentimiento, le recordaba que todavía le debía los calcetines y
calzoncillos que me había llevado para Santiago cuando me fui a estudiar.
La
llamada telefónica era de Paulina, quien con voz muy nerviosa me dijo: Tío,
papá murió. Me invadió un frío que recorrió todo mi cuerpo, sentí una inmensa
soledad, no pude contener las lágrimas que resbalaron por mi rostro. Mi
pensamiento se detuvo, mi hermano Pepe ya no está.
FIN
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