Nací bajo el signo de Géminis, un día 02 de Junio. No tengo el recuerdo de aquel momento, aunque un día en una residencia estudiantil en Santiago, cuando estudiaba en la Universidad, más por curiosidad y rebeldía de juventud que por vicio mismo, fumaba encerrado en mi habitación unos cigarrillos de marihuana, preparados por mí mismo, vaciando los cigarrillos convencionales y vueltos a rellenar con yerba, fui llevado por mi imaginación hasta los mismos inicios de mi vida, hasta verme mamando leche del pecho de mi madre.
Me es difícil describir el sentimiento de placer y seguridad que aquella experiencia me causó, la cual no sé si atribuir a la fantasía o al subconsciente, pero en cualquier caso es el cordón umbilical que nunca se pierde con mamá.
Llegué hasta este mundo como una cosa minúscula, creo que no estaba en ningún programa, más bien fue un accidente de mis padres que no llevaron bien la cuenta del calendario de abstinencia sexual. Pesaba apenas un kilogramo y medio, resultado de un parto prematuro, pues llegué tan sólo con ocho meses de preparación, siempre he estado consciente que me faltó un mes de cocción.
Mi mamá marcó en el calendario con color rojo los días infértiles, para asegurar que no ocurriese una visita inoportuna de la cigüeña, pero mi hermano Pepe ya sabía pintar y marcó días adicionales con color rojo. Creo que allí radica que Pepe siempre ha sido tan importante en mi vida como mi propio padre.
Las condiciones económicas del hogar no eran las más favorables para la llegada mía, por el contrario, me supongo que llegué en un momento muy inoportuno. Más bien era momento de crisis de la familia.
Después de tener mi papá una posición importante como comerciante mayorista en Antofagasta, con una intensa actividad en el puerto para desembarcar diferentes productos que luego debía distribuir en la ciudad, lo cual lo obligaba a una activa vida social con los oficiales de los barcos y los comerciantes de la ciudad, debió regresar a Coquimbo con el peso de haber fallado en la conducción de un negocio que debió ser floreciente.
Los amigos de oportunidad y el juego del azar hicieron trizas las ilusiones de grandeza de papá. Sólo mi hermano Pepe apenas conoció la fortuna por breves años de su primera infancia, paseó en el vehículo de mamá y en la camioneta de papá, la cual, por cierto, destrozó el tren en el cruce por el centro de la ciudad de Antofagasta. Papá siempre le reclamó a mamá que ella hubiera reaccionado con la preocupación sobre la condición del vehículo sin siquiera saber todavía qué le había pasado a él.
Mamá contaba que a veces llegaba papá muy tarde en la noche con montones de billetes ganados en juegos del azar. Lo más triste y dramático es que mamá contaba tales historias cuando más necesitábamos dinero para el hogar.
Todo se derrumbó en Antofagasta, papá perdió negocio, dinero y amigos, no le quedó nada, salvo el deseo de regresar a la ciudad natal, Coquimbo, para comenzar de nuevo. Mi tío Pedro lo ayudó, su hermanastro de madre, para conseguirle una casa y un empleo en el Puerto de Coquimbo, donde permaneció hasta el fin de su vida.
En tales circunstancias ocurrió mi nacimiento, mis padres recién llegados a Coquimbo, con el sentimiento del fracaso de sus experiencias en Antofagasta, un hogar desolado y con varios cajones que se usaban por muebles, la cocina que funcionaba con parafina y el coche cuna de Pepe que servía todavía para pasear.
Era una gran suerte que por mi pequeño tamaño yo podía caber en una simple caja de zapatos, aunque debido a mi prematuro nacimiento se debía cubrir mi lugar con algodones para no afectar mi delicada y azulada piel. Soy el único en la familia que puedo decir que tenía sangre azul, o por lo menos la piel.
Tan débil y desamparado por las circunstancias, cuantas veces hubo problemas para disponer del alimento que la naturaleza y el llanto de niño exigen, hicieron un pequeño ser resignado, paciente y sumiso. Las vecinas exclamaron ¡que niño tan tranquilo!, mi mamá dijo, es un ángel, mi tía Juana dijo, es un niño bueno, mi prima Cope dijo, es un tonto.
Fui un niño bueno de veras, no mataba siquiera una mosca. Mamá decía que tenía mi ángel de la guarda que no me dejaba de noche ni de día, yo sé que el estuvo muchos años conmigo y luego se fue simplemente porque yo lo olvidé, en verdad fui yo el que lo abandoné.
Siendo muy pequeño también nació Cecilia y luego Jorge. Realmente no sé como nacieron, pues no tengo recuerdo de tales acontecimientos, creo que ellos nacieron de una vez más grandes, pues no los recuerdo como bebés. Para mí ellos nacieron cuando le sacaron una fotografía sentados en la reja del vecino, con una risa llena de alegría y ternura de Cecilia, y Jorge más serio y nervioso sentado a su lado.
Cecilia y Jorge para mí siempre han sido como mis hijos Priscila y Andrés. Tal vez es una manera de proyectar mi cariño, pues ocurre a menudo que confundo en el recuerdo la niñez de unos con otros.
Es confuso, además, porque creo que quedé atrapado en una injusticia del destino, pues estaba alejado de mi hermano mayor, Pepe, quien tiene 3 años mayor que yo y después Cecilia y Jorge que tienen 3 y 4 años respectivamente menos que yo.
De esta manera no capté la atención privilegiada que se le da al primer hijo, ni la sobre protección que recibe el menor, estaba allí entremedio, absorto en mi mundo, con mis fantasías en donde sí yo era centro de todo acontecer.
Estas circunstancias hicieron de mí un niño muy tranquilo. Cuantas veces mamá se ufanaba que su hijo era tan tranquilo que no se movía para nada, cualquiera fuera el lugar donde me dejara, entonces yo no me movía para nada, prefería cerrar los ojos para no parpadear. Muy orgullosa estaba mi madre de un hijo tranquilo, fíjese, le decía mamá a su vecina, lo dejo aquí y no se moverá para nada… y yo me quedaba allí quietecito.
Crecí sin molestar a nadie. No fui como el caso de mi hijo Andrés, quien cuando pequeño iba al baño y después llamaba a gritos y con desespero a su mamá para que le limpiara el trasero, mientras el ponía una cara de repugnancia, porque la caca olía mal. El fue siempre delicado y las cosas sucias debían hacerla otros.
En cambio yo no recuerdo haber molestado, simplemente yo usaba para limpiarme el trasero una bata roja de papá que siempre se colgaba detrás de la puerta del baño, era una bata larga de tela de felpa. Recuerdo que de tanto usarla se iba volviendo tiesa, pero en la medida que fui creciendo comencé a alcanzar zonas más altas y felpudas de la bata de papá, y el color sólo fue cambiando de tonalidad.
Siendo pequeño mamá me enseñó las primeras poesías. Cuando sus vecinas llegaban, mamá me llamaba para pedirme que le recitara la poesía que había aprendido. Entonces gesticulando con las manos les decía: Era un pollito, así chiquitito, que pica e 'pica ¡rompió el huevito...! Que lindo, comentaban las vecinas.
Fueron millones de veces que recité aquello a instancias de mamá. Me parecía que era una cosa graciosa y muy importante que yo podía hacer; así cuando más grande quise compartir esto con Inés, pero ella me contestó: ¡Alito, a mi me gusta otro huevito!
No había cumplido los 6 años cuando me enviaron al kindergarte, a la Escuela de tía Luisa. Mamá me ponía el mejor pantalón tipo mameluco, me enviaba a la escuela bien peinado, con gomina de la fruta de membrillo y los zapatos marca Bata bien lustrados. La escuela estaba distante 4 cuadras desde mi casa, en la esquina Lautaro con Lincoyán, recomendándome muy enfáticamente que caminara derechito sin mirar a nadie.
Recuerdo a tía Alicia hablando con mamá, preguntando que le pasaba a Alito y comentaba, ahora en la calle no saluda a nadie y camina bien erguido mirando prácticamente al cielo. Verdaderamente la gente me confundía, mi mamá decía que debía caminar bien derechito, en cambio mi tía esperaba que mirara al lado para saludarla al pasar por su casa, yo no entendía sinceramente.
Tía Luisa tenía un inmenso ábaco, con unas bolas grandísimas, que servían para contar y otras extrañas operaciones que nunca allí entendí. Después del cuento del huevito, nunca quise contarle a Inés lo grande de las bolas del ábaco de tía Luisa, no quise exponerme a que me avergonzara otra vez.
En el patio tenía un inmenso palomar, había miles de palomas. Ya sabía en aquella época que las palomas servían para enviar mensajes, motivo por el cual me preguntaba a quién ella le enviaría mensajes. Mi tía tenía muchos años, más de cien, quizás ciento cincuenta, pensaba yo, entonces me imaginaba que ella tenía contactos con el más allá, lo cual explicaba su soltería y tantos baúles que debían estar llenos de misterios y fantasmas.
En tanto que mamá, creo yo, no creía en fantasmas, pues de tanto sacar moras del patio de tía Luisa, la ropa quedaba de fantasmagóricos colores violáceos, lo cual daba motivo para interminables regaños y una representación de la sufrida condición de madre que nuestra irresponsabilidad de niño hacía más dura todavía.
Todas las mamas son iguales. El otro día mis hijos hablaban y Andrés le contaba a Priscila que tuviese cuidado con mamá, porque el peor suplicio era cuando ella amenazaba con no hablar más. Verdaderamente es terrible, decía Andrés, pues un día mi papá, fastidiado de sus refunfuños, le dijo a mamá que ya no le prestaría atención, entonces ella contestó que no hablaría más, lo repitió diez o más veces, luego ella dijo que deseaba dejar muy en claro que no hablaría más, naturalmente que para evitar alguna confusión lo repitió casi cien veces.
Aquella vez Andrés y yo nos miramos, guardamos silencios y nos fuimos a ver televisión, allí Inés nos siguió para repetirnos que no nos olvidáramos que ella ya no volvería a hablarnos, lo repitió mil veces. Cuando nos fuimos a acostar para dormir ella quiso remarcarnos que su propósito de no hablarnos más era muy firme, así nosotros estuviésemos arrepentidos, lo repitió diez mil veces.
Dios mío, que alivio tan grande sentí cuando Inés nos perdonó y decidió hablarnos. Por favor Inés, queremos que siempre nos hables, cuanta razón Andrés tenía para recomendarle a Priscila que evitara que la castigaran dejándole de hablar.
Aunque debo recordar también que Priscila, con su habitual sentido común y fina inteligencia, comentaba que en aquellas tormentas verborreicas lo mejor era desconectarse, es muy fácil decía: Tú bajas el suitche mental y te abstraes del mundo externo... ¡Andrés, sólo apaga el suitche!
En realidad creo que Inés sufre más cuando se hace el propósito de no hablar, pues recuerdo el otro día que en el almuerzo comenzó a hablar de asuntos de la escuela, la escuché pacientemente y luego fui a la cocina a buscar la comida, ella siguió hablando sin parar, nos levantamos de la mesa para traer el postre y ella siguió hablando sin parar, con Andrés luego ordenamos la mesa y ella siguió hablando sin parar, nos fuimos a reposar a la habitación e Inés continuó sin parar....
A veces Inés me reclama que tiene la sensación de que no le presto suficiente atención y me provoca un sentimiento de culpabilidad que me induce a prometerle que la próxima vez la voy a escuchar con más atención, pienso que no debo mover el suitche.
Creo que todas las mamas fastidian con sus largos discursos, reclaman sobre el sufrimiento que uno les causa por la falta de obediencia, le atribuyen la enfermedad que se agrava por las travesuras de niño, también le señalan que su histeria es culpa de uno... ¡es un tormento! Mamá cuando se enojaba también hablaba como Inés, por eso muchas veces defiendo a mis niños en tales suplicios, no es justo.
¿Por que no respetaban mi mundo de niño? Querían que limpiara esto y lo otro, luego que fuera a comprar, hacer esta y otra cosa más, cuando mi placer era estar sólo con mis sueños despierto, haciendo fantasías donde era el héroe y lograba el éxito y la admiración de los demás.
Mamá le decía a papa: José, haz que los niños hagan algo útil en la casa. Entonces el fin de semana papá daba la orden de limpiar la sala comedor, él se paraba como cacique y daba las instrucciones para mover todos los muebles, viejos y pesados sillones, mesas y sillas, para después pasar con el pié la virutilla que raspaba todo el sucio del piso de madera, y finalmente arrodillado había que poner cera con un trapo negruzco lleno de mugre a lo largo de toda la sala.
Yo sé que mamá se desesperaba con el alboroto y nos dejaba solos con papá y nuestro tremendo desorden, además todo era gritos de unos y otros. Nos llegaban unos cuantos regaños y con la escoba nos daban algunos palos por el trasero, pero finalmente culminábamos la tarea, después de la guerra venía la paz, podía descansar y regresar mi mundo de fantasía.
Casi al cumplir los siete años ingresé a la Escuela Primaria, era la N° 3 de Coquimbo, en la cual estuve exactamente los seis años correspondientes al ciclo básico. Allí tuve, a lo largo de todos los años escolares, a la señorita Elba como profesora de aula, francamente a mí no me consta, pero ahora entiendo que tenía todas las características de señorita, solterona e histérica.
Las clases eran en la tarde, régimen por todos preferidos en mi casa, pues toda la familia nunca se levantaba muy temprano, así teníamos más libertad para acostarnos bien avanzada la noche, excepto mi papá quien siempre fue verdaderamente un madrugador.
El primer año tuve el suplicio de aprender los sonidos del abecedario, no solamente el símbolo de las letras, sino el sonido aislado de cada una de ellas. Digo un suplicio, porque realmente las consonantes tienen sentido cuando las acompaña alguna vocal, pero a nosotros la señorita Elba no obligaban a pronunciar por ejemplo el sonido de la "x", la "t" o la "p".
Pero con la señorita Elba todo se aprendía, caso contrario a uno lo levantaba jalándole el pelo desde las patillas, o bien con un golpe de los nudillos de los dedos sobre la cabeza. Así me ocurrió cuando bajando por las escaleras del salón de actos me puse a escupir en el pasamano y resulta que más atrás venía ella precisamente resbalando su mano por el mismo.
Siempre fui niño bueno, pero allí fue a la señorita Elba la primera persona que aprendí a odiar. Como no hacerlo si me acusaba injustamente de desordenes de mis compañeros y me gritaba que era un mosquita muerta. Como no odiarla si al Figueroa lo favorecía con el primer lugar de la clase solamente porque su mamá siempre regalaba los premios para las rifas del curso.
Sacaba buenas notas, era el tercero o cuarto de la clase, pero nadie me dijo que aquello era importante. No me sentía destacado, solamente importante me hizo sentir una amiga de papá.
Una vez, acompañando a papá a Banco, casi al final de la calle Aldunate de Coquimbo, recuerdo que se encontró en una oficina con una amiga, o quizás una simple conocida, quien me llamó muy amistosamente y me regaló pasas que recibí con mucho encanto. Me acarició y luego tomó mis manos, miró las líneas de la palma de mi mano con mucha atención y luego dijo que yo sería una persona muy inteligente.
Así aprendí dos cosas importantes. Una para toda mi vida, soy una persona inteligente, aquello me marcó para siempre y me permitió sobreponerme a la presión de la señorita Elba. Otra cosa que aprendí, ahora cuando viejo, es que examinar las líneas del destino es una buena excusa para tomarles las manos a las muchachas.
En general, no fue una grata experiencia la escuela primaria, la señorita Elba se encargó de dañarla. También mi destino fue desafortunado, pues recuerdo la preparación del acto cultural para celebrar el día de las Américas, un grupo seleccionado preparábamos el acto de representación de la unidad de los países americanos, en determinado momento del acto entrábamos en escena un grupo de muchachos con las banderas de cada país.
Era muy hermoso el acto con todas las banderas ondeando en el escenario, la mía era la de Cuba. Sin embargo, antes de la presentación del acto, debido a una resolución de la Asamblea de la Organización de Países Americanos, OEA, se expulsó a Cuba de la misma por la pretensión de exportar su revolución castro-comunista a Venezuela. También yo fui retirado del acto de las banderas, fui expulsado.
Creo que de allí nació mi simpatía al socialismo, allí sentí la rabia hacia las injusticias. También había ensayado como los demás y después no pude salir al escenario para que mamá orgullosa me viera como actor, no era justo.
Volviendo a la señorita Elba, me viene a la mente el recuerdo del último año en la escuela primaria. En su función de orientadora quiso enterarse de cuales eran las aspiraciones de los alumnos, preguntó que deseábamos ser cuando grandes. Varios contestaron que querían ser ingenieros, médicos, abogados, pero a Muñoz se le ocurrió contestar que el quería ser futbolista. ¡Futbolista!, exclamó la señorita Elba con burla y agregó, sólo los brutos no desean seguir estudiando. Sentí inmensa pena por el pobre Muñoz.
La señorita Elba luego se dirigió a mí y aunque se me hizo un nudo en la garganta, pude contestar que yo quería ir a la Escuela de Minas de La Serena, donde estudiaba mi hermano mayor. Nunca olvido su mirada despectiva, en su expresión diciéndome mosquita muerta: tú deberías ir a la Escuela Agrícola, la Escuela de Minas es para los inteligentes, ella expresó.
Tuve lágrimas contenidas, mi respiración se volvió irregular, vieja de mierda como la odié, acaso no sabía que las líneas de mi mano decían que yo era muy inteligente, además también era un niño bueno, mi tía Juana siempre lo decía, y ella sí sabía mucho de ésas cosas.
Por supuesto que tía Juana sabía distinguir lo bueno de lo malo, pues ella estaba todo el día rezando en la iglesia, además, siempre vestía de marrón, porque tenía ese compromiso con la Virgen María. Yo suponía que ella estaba más cerca de Dios que nosotros, pues ella tenía un rosario grande con muchas bolitas y conocía la técnica para comunicarse con el Señor.
Sentía que éramos muy afortunados de tener una tía como ella, pues cada vez que ocurría algo malo, nosotros podíamos contar con tía Juana y entonces todo se hacía soportable.
Tal es el caso de los temblores y terremotos que en Coquimbo son tan frecuentes, en general en todo Chile lo son. En mi casa todo se movía, se caían las cosas de las paredes y repisas, pero cuando llegaba tía Juana la acompañábamos a rezar, ella le suplicaba a Dios compasión, quien estoy seguro que la escuchaba con atención, entonces todo se calmaba.
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