domingo, 21 de febrero de 2010

CAP 1: Juvenal

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He despertado muy temprano, dormí con la preocupación de llegar con tiempo a la estación ferroviaria de La Serena para tomar el tren hacia Copiapó. El longitudinal parte hacia el norte a las 8 de la mañana, si no llega atrasado de su largo viaje desde Calera.

Son las 4 y media de la mañana y ya se siente el cántico de los pajarillos con su alegre despertar, es un día que transita por el clima otoñal de este año 1918, el ruiseñor canta en la cumbre del inmenso nogal, canta al amanecer que viene desde las lejanas montañas de los andes nevados.

De pronto el gallo, con pose altanera y soberbia, también anuncia el nuevo día en medio de su harén de gallinas que sólo atinan a un leve cacareo que más parece un murmullo. Mal agüero es si las gallinas cantasen, pues sería señal de mala suerte y de muerte, en tanto que el canto del gallo es símbolo de valor y abundancia.

A mí me alegra el canto del gallo, ya que su cantar matinal anuncia el fin de las juergas nocturnas, ahuyenta la muerte, nos exorciza de demonios y espíritus malignos. El canto del gallo expulsa a los diablos, brujas y duendes que abundan en la soledad de las noches.

También el gallo es símbolo de fecundidad, en el sentido de fertilidad, de la cual está signada mi familia. De hecho somos cinco hermanos y yo soy el mayor, en orden de edad: Héctor Juvenal, Graciela, Juanita Rosa, Cristina, Hildita Hortensia y Luis Felipe.

Podríamos haber sido muchos más hermanos, pero un lóbrego día el gallo no quiso cantar, ese día una gallina con un falso cacareo lo quiso imitar, fue un triste día que no amaneció, fue un viernes 13 de Febrero de 1914 cuando mamá falleció.

Mi madrecita murió a los pocos días de haber nacido mi hermanito menor, Luis Felipe, la alegría de la llegada del bebé se ensombreció de angustia para toda la familia. Muy poco tiempo después falleció papá de tristeza y soledad.

El agudo canto del gallo me saca de mi ensimismamiento, ya llega el amanecer, me levanto de la cama y me asomo por la ventana, poco a poco se notan los comerciantes ambulantes que pregonan sus mercaderías, aumenta el tráfico de coches, carretas y carretones, se siente el galope de los caballos y su relinchar entre los gritos de la gente.

La algarabía del mercado comienza al amanecer, traen la mayor parte de las verduras, hortalizas, legumbres y frutas del valle del río Coquimbo y también de las chacras de la pampa. Además se venden gallinas, carne de vacuno, carne de chancho, pescado y muchas cosas más, todo entre una verdadera confusión de vendedores, pregoneros, compradores, cocheros, cargadores, carretoneros, caballos, burros y algunos perros que buscan algo para comer.

Las campanas de las iglesias llaman temprano a misa, tilín talán talán, campanadas de diferentes tonos, algunas cercanas, otras lejanas. La Serena es la ciudad con más iglesias en el país, con relación a la cantidad de habitantes que tiene, también tiene muchas beatas que muy temprano se dirigen a orar, caminan con pasitos lentos y leves, con su cara cubierta con un velo y el rosario entre sus dedos arrugaditos.

- Juvenal, dése prisa en arreglarse para irnos en el coche a la estación – me reclama mi abuelita Juana, mientras prepara el desayuno en la cocina.

- Sí, abuelita, casi estoy listo. No olvide darme los sándwiches de carne de gallina, los huevos cocidos duros y las manzanas para llevar en el viaje – contesté mientras me apuro en colocarme el corbatín en el cuello

- Vaya a decirle al cochero que suba los bultos de sus cosas y que espere, dígale que nosotros ya vamos – me apura mi abuelita

Mi abuelita me ha preparado un jarro de leche de cabra bien caliente, unos huevos recién traídos del gallinero, pasados por agua hirviente, y un sabroso pan que ella misma hace en el horno de leña y que devoro con ansiedad. Anoche ella estuvo arreglando toda la ropa que ahora me llevo a Copiapó, con mucho cuidado, usando la plancha a carbón, dejó toda mi ropita bien planchada y doblada.

Mi abuelita Juana es una mujer de mucha energía, con una gran fortaleza, que asumió nuestra crianza una vez que quedamos huérfanos. Nos quedamos viviendo junto con ella en una casona grande, construida con anchos bloques de adobe, mezcla de barro y paja, en las cercanías del mercado municipal de la ciudad, el mercado La Recova, en la calle Cienfuegos, y en un extremo de la vivienda estaban las habitaciones donde vivían mis tías, sus hijas Elisa y María Luisa

Ella decidió enviarme al internado de la Escuela Normal de Copiapó, una vez que terminé mis estudios de la Escuela Primaria. Mi primer año, con el dolor reciente de la muerte de mi madrecita, fue en 1916 cuando apenas tenía 14 añitos.

Aquella vez sentí que se me partía el corazón al alejarme de mi familia, separarme de mis amigos, lejos de mi ciudad, ausente de mi hogar, se desgarraba mi alma con lágrimas contenidas, ya no tenía a mi madrecita para sentir su protección frente a un mundo agresivo y desconocido para mí.

Es cierto que tenía la emoción de la aventura, conocería otras realidades y forjaría un espíritu de luchador, pero también sentía el temor de la incertidumbre y me embargaba un profundo sentimiento de soledad. Me envolvía el desconcierto de mi alma desamparada y la angustia consumía mi interioridad.

Sin embargo, tenía la obligación de sobreponerme a mi conciencia de orfandad, pues como soy el mayor de los hermanos, el hombre de la familia me decía mi abuelita, debía pronto alcanzar una profesión para ayudar a los que me seguían atrás. Mi deber era esforzarme en mis próximos estudios de normalista para después apoyar a la familia que tanto ha dado por mí.

Ahora es mi tercer año de estudios en Copiapó. Me despedí de mi hermano menor y de mis hermanas, Hildita con sus pies descalzos, con dos trenzas en su larga cabellera, hechas descuidadas de manera desigual, y un largo camisón desteñido, me miraba con sus ojitos negros, es mi hermanita de 7 años de edad, dio media vuelta y se fue corriendo a su habitación.

Junto con mi abuelita subimos al coche para llegar hasta la estación de ferrocarril, ubicado en las afueras de la ciudad. Lástima que el caballo del coche hizo un extraño corcoveo que hizo saltar parte de sus propios excrementos con orín y ensuciaron el largo faldón negro de la abuela. Con mal humor se limpió con mi pañuelo perfumado de rosas que yo guardaba como secreto recuerdo.

El tren longitudinal llegó 4 horas atrasado, mi abuelita Juana me acompañó en la estación ferroviaria hasta que el tren se alejó con sus fuertes pitazos intermitentes y el fuerte resoplar del vapor a presión. El tren, con su pesada estructura de hierros, tomaba su ritmo con su ruidoso golpeteo de sus mecanismos de tracción.

Mi abuelita Juana quedó atrás. Ella con su rostro adusto imponía su fuerte y severa autoridad, pero también expresaba su sentido de protección y velaba por toda la familia y, en especial, por mi progreso para lograr que algún día, como ella misma lo dijera, fuese alguien en la vida.

Desde el tren alcanzo a divisar los bellos prados del valle de Elqui, poco a poco mi pueblo natal lo pierdo de vista y el paisaje va cambiando con los cerros color ocre pardo con tonalidades amarillos grisáceo y café rojizos, cada vez la vegetación se vuelve más pobre y anuncia el desierto atacameño.

A lo lejos se alcanza a observar la cordillera de los Andes, con sus montañas de picos nevados que bañan los valles transversales del país y, en sentido opuesto, a la izquierda, está la costa bañada por el bravío mar cuya sed infinita se sacia con los delgados cursos de agua que bajan de la majestuosa cadena montañosa.

El tren es arrastrado por la fuerza de la locomotora a vapor que lanza grandes bocanadas de humo negro, mientras sus calderas consumen de alimento muchas toneladas de carbón. Algunos pocos tramos de inmensas curvas, con fuertes pendientes del sendero de rieles, someten a la locomotora a un gigantesco esfuerzo que sólo puede lograr un lento avance, prácticamente a la velocidad de un caminante.

Efectivamente, algunos pasajeros se bajan del tren y caminan junto a él, mientras su sirena solloza con ardor el esfuerzo extremo que realiza para subir las empinadas cuestas, incluso deben enganchar las ruedas del tren en rudos engranajes, cremalleras junto a los rieles, para evitar deslizamientos entre los chispeantes aceros.

Dentro del vagón el calor se hace sofocante, no sopla brisa, sólo queda abrir todas las ventanas, quitarse el corbatín y relajarse en el asiento de madera para dejarse llevar por la imaginación y los recuerdos.

Mi mente me lleva a evocar remembranzas de este verano, dulces vacaciones en mi ciudad natal, La Serena, junto con mis amigos de esta juventud ansiosa de aventuras que llenen de plenitud mi alma robusta y juncial, sedienta de amor.

Recuerdo que una noche de verano salí con mi amigo Alfredo Segundo Sáez, fuimos a disfrutar el biógrafo, entramos al cine Royal en el sector de galería, la parte de atrás que es más barata, estábamos a lo pobre. En el anfiteatro vi a una joven que pretendo, estaba con un traje blanco de mangas largas, puños y cuello con blondas rosadas, un sombrero con la misma lista, ella es una hermosura angelical.

Su hermanito de 10 años de edad estaba también en galería, entonces ella le pidió que se le acercara y le diera el programa de películas, pero él se negó y no se lo dio. Entonces yo me levanté del asiento, caminé hacia ella y le obsequié con la mayor gentileza mi boletín, le sonreí y le dije que podía quedárselo. Ella sonrojada, algo avergonzada, me dio las gracias y me regaló una dulce sonrisa que grabé en lo más profundo de mi alma.

Cuando volví a mi asiento me sorprendí que todos los de mí alrededor me miraran con picardía, como si mi atrevimiento hubiese sido una fechoría o algo indebido.

- No te avergüences – me dijo Segundo al llegar a mi asiento, solidarizando conmigo

- De cerca ella es más bella – le dije con un suspiro profundo, mi corazón latía todavía de emoción.

Una vez que terminó la función la esperamos en la esquina. Cuando ella pasó nos dimos unas miradas profundas, miradas que llegan al alma, miraditas de complicidad que dicen lo que no puede expresarse con palabras. He pensado mucho en ella, incluso he soñado con esa joven beldad de dulce mirada y suave sonrisa.

El amor es la más importante fuerza de la vida, es como el hambre que se debe saciar para no morir. Esto me recuerda el día que conocí, a fines del mes pasado de Enero, una linda jovencita que dijo llamarse Sara Rosa Cortés. Ella vive en la calle Almagro. Nos hicimos amigos y comenzamos a citarnos regularmente.

En el atardecer de un día de verano, mientras soplaba suavemente la brisa marina desde la bahía de Coquimbo, me encontré con Sarita en la Alameda. Caminamos por ese hermoso paseo público, construido en la antigua quebrada San Francisco, con jardinerías y árboles frondosos que invitan al romance.

Sarita caminaba lento, con su larga cabellera que mecía con coquetería, me sonreía y me escuchaba con atención, sus ojos tenían el brillo de la alegría y su mirada llenaba de dulzura mi corazón. Tomé una flor del jardín y se la regalé, la puse es sus tersas manos que pude acariciar.

Nos sentamos en un lejano banco donde la vegetación del entorno disimulaba nuestra presencia. Seduje a Sarita con suaves palabras en sus oídos, cobijando sus manos entre mis manos, su calor me envolvía y contagiaba llenándome de ardor.

- Niña de mis sueños, le amo con pasión - susurré muy cerca de su rostro y sellé mis palabras con un leve beso en sus sonrosadas mejillas. Sus ojos entrecerrados me entregaban sin condición su tierna alma.

- Yo también le amo – me dijo como un suspiro e inclinó su rostro hacia mí. Nos amamos mutuamente, me regocijé, y quiero que este momento se haga una eternidad.

- ¡Sara! ¡Sara! – gritó de repente un niño pequeño en las cercanías – ¡mamá dice que te vayas a casa de inmediato! – la increpaba con tono brusco e imperativo que rompió el dulce ensueño de nuestro romance.

Sarita de un salto salió corriendo, sin apenas despedirse, con su cabellera castaña danzando libre al viento, y en su carrera perdió su pequeño pañuelo que tomé como recuerdo para sentir su aroma rosa. Después busque a Sarita muchas veces, pero no la volví a ver. Pienso que su mamá es una mujer cruel y desconfiada… bueno, quizás tuvo algo de razón.

El monótono ruido del tren y su vaivén acompañan mis pensamientos y me adormecen, ya llega la noche y todavía faltan algunas horas de viaje para llegar a Copiapó. Otro año más de estudios en esa ciudad, este es el tercero que inicio de un total de seis años que debo cursar para graduarme de Maestro Normalista.

Me acompaña mi fiel violín que heredé de mi abuelo, con el cual puedo tocar breves melodías para encanto de mi familia. Este verano he tenido mis primeras clases de música, teoría y solfeo, con Don Julio Gómez, quien fue a su vez el que les enseñó música y a tocar la guitarra a mis tías María Luisa y Elisa. Tía Elisa ahora es profesora en la Escuela Profesional de Coquimbo

A medianoche se divisan a lo lejos las luces de Copiapó, allá está la Escuela Normal, muy cerca de la estación de trenes, en el sector La Chimba, mi segundo hogar, fuente de luces para saciar mi sed de aprendizaje, las ansias de conocimientos para después, una vez que me gradúe, dedicarme a educar a otros que vienen atrás.

Algún día, lo digo con mucho orgullo, seré maestro normalista y sentiré el placer de enseñar a jóvenes que podré aconsejar para que no cometan mis errores, entonces mis lágrimas y mis sufrimientos habrán sido útiles para tender mis manos a quienes la puedan necesitar.

Si Dios se apiada de mí y me da muchos años de vida, si me premia con los hijos que quisiera tener, les daré a ellos mis mejores ejemplos y siempre los protegeré de las calamidades de la vida. Con el brillo del sol de todos los días habré purificado mi espíritu y el resplandor de mi alma sensible será un abanico de luces para los demás.
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