viernes, 17 de junio de 2016

Memorias

MEMORIAS

Dedicatoria
Con cariño para mamá, Inés y mis hijos
Para mis nietos que en el futuro llegarán
Para todos mis amores que no volverán…
Alex Villanueva
Venezuela, 1998

Prólogo. Un libro
Con el pensamiento de regresar a Chile llegué hasta el Paseo Colón de Puerto La Cruz, me detuve un momento a contemplar el mar y la playa, el día estaba asoleado y lleno de colores como siempre son los días aquí en esta región tropical, pero esta vez el paisaje estaba con los colores más intensos, el azul del mar, el verde de las montañas, la blancura de la arena a la orilla del mar, los multicolores edificios de la ciudad y los botes y yates con su infinito vaivén en el mar.
¡Qué hermoso estaba el paisaje! El entorno llenaba todos mis sentidos, nunca antes lo había percibido con tanta intensidad. Caminé por la orilla de la playa con un profundo sentido de satisfacción, con el sentido del placer de estar en contacto con la naturaleza en la cual uno se sumerge y es observador a la vez.
Todo a mí alrededor estaba lleno de luz y vitalidad, en cambio mis recuerdos de Santiago de Chile son de colores grises, un clima frío, gente demasiado circunspecta, todo demasiado ordenado y preciso. Entonces me pregunté si de veras debería regresar a mi tierra natal.
Estos sentimientos me han llevado a pensar en la vejez, me he sorprendido pensando en la vejez. Nunca le he prestado mucha atención a mi persona, no tengo ningún atractivo que me provoque admirarme frente a un espejo, no soy apuesto ni mucha conciencia tengo de cómo vienen  y pasan los años. Más bien siempre miro de adentro hacia afuera y muy poco hacia dentro de mí mismo.
Recuerdo un día, no hace mucho tiempo, estaba en una tienda por departamento acompañando a Inés que hacía unas compras. Había muchos montones de ropa apilada por todas partes y mucha gente comprando, entre ellas una persona me miró, era un señor bajito, algo gordito, con lentes. Al comienzo no le presté atención, pero de reojo observé que también él miraba con disimulo hacia mí.
Naturalmente que algo incómodo me sentí, quizás ese señor me confundía con otra persona, pensé. Lo miré de frente y él de manera muy osada me miró a los ojos. ¿Quién será ese viejo de mierda?, me pregunté. Tal vez un viejo feo y maricón que quiere captar mi atención, reflexioné molesto con deseos de darle un fuerte empujón.
Con descuido aparente me acerqué caminando entre el gentío, más por la curiosidad que despejara mi inquietud. El también caminó hacia mí. Si algo me decía, pensé, le contestaría con una grosería bastante vulgar: ¡coño e' su madre! Miré con más cuidado, entonces me reí, pues frente al inmenso espejo ese viejo de mierda era yo.
Si me confundo conmigo mismo, más confundido me siento sobre lo que debo hacer. Me siento desconcertado porque no sentí cómo han pasado tantos años y  ahora no sé qué debo hacer, no sé realmente que responder.
En verdad, no estoy seguro qué debo hacer. Cada vez que me lo preguntan prefiero responder con una evasiva. No es nada fácil decidir, pero sí estoy seguro que es necesario que vuelva a revisar los valores de la vida y el mismo plan del cotidiano vivir. Aprendí que algunas veces es mejor no responder, el silencio a veces es una ventaja que ayuda a que no lo empujen a compromisos que uno todavía no quiere asumir.
De hecho, responder con el silencio me recuerda cuando hice el servicio militar. Estuve en un cuartel en la cordillera de los Andes, en la infantería de montaña, donde nos preparaban para la guerra de las afiebradas mentes de los generales que jugaban con soldaditos de plomo en el comando central, igual como en un tablero de ajedrez.
En esa suerte de tablero de ajedrez, un movimiento de piezas realizado por un general, en respuesta a la acción del adversario, podía representar que nos levantaran a las 2 de la madrugada y nos hicieran caminar por las montañas, a través de muchos kilómetros, hasta llegar al supuesto objetivo militar antes de cierto plazo.
Pero el domingo era día de descanso, se suspendía el juego de la guerra, porque incluso Dios ese día debía descansar. Precisamente un día domingo estábamos todos tendidos en el pequeño bosque del cuartel, descansando a la orilla de un pequeño río de aguas cristalinas que brincaban sin cesar. En ese momento se acercó el sargento, "carne amarga" le decíamos.
Él nos preguntó: ¿A quién le gusta el fútbol?, la mitad de los conscriptos entusiasmados se levantaron. Luego dijo: ¿A quién le gusta la equitación?, entonces un grupo menor se levantó. Yo me sentía tan cansado que en ningún caso mostré entusiasmo por ninguna de aquellas actividades.   
Con voz militar el sargento formó a los entusiastas soldados y les gritó: a los que les gusta el fútbol irán a limpiar la cancha deportiva, la quiero ver completamente limpia. Después se dirigió al otro grupo y les ordenó: a los que les gusta la equitación, irán a limpiar la mierda de los caballos en el galpón.
Nos miró furiosos a los restantes que no habíamos elegido ninguna opción y con rabia aparente nos dijo: Ustedes, ¡flojos de mierda!, no los quiero ver, váyanse de aquí y se esconden en el bosque hasta el atardecer.
Esto fue lo que me enseñó que a veces es mejor callar, es preferible esconderse en el bosque hasta el atardecer. Comprendí que responder con el silencio es una ventaja que ayuda a no comprometer la libertad.
También en silencio llegué a Venezuela, junto con Inés llegamos a Caracas procedentes de Chile, con la emoción y ansias de aventuras de juventud, con la idea de estar algunos pocos años para conocer un nuevo país y luego regresar a nuestra tierra natal una vez que hubiese terminado la dictadura de Pinochet  Nadie nos expulsó, sólo fue nuestra decisión.
Siempre dijimos: será mañana, mañana vamos a regresar. Pero ahora ya no estamos jóvenes para aventurar, ni estamos solos. Nuestros hijos son la parte más importante de nosotros, ellos son la parte más importante de mí, ofrecerles oportunidades para el futuro es lo principal.
Pepe, mi hermano, me ofreció su ayuda para facilitar mi retorno a Chile, en él he visto la emoción del regreso al terruño natal. También él estuvo varios años en Venezuela  y, como siempre, compartimos con la mutua generosidad que está sellada por la misma sangre.
Ahora me alegra observar el apasionamiento como Pepe toma su trabajo ligado a la actividad política y social. Sin embargo, últimamente recibí la noticia que a él le diagnosticaron cáncer, lo cual ha creado un inmenso trastorno en mí. No te preocupes mi hermano, todos estamos contigo, reflexioné.
Tal vez me debería quedar tranquilo aquí, para vivir junto al mar. Un día llamé a Andrés y le dije que me gustaría vivir en éste lugar, a la orilla del mar. Mira Andrés, compramos una casita a la orilla de la playa y un bote para ir a pescar, y si algún día te casas, allí juntos podremos vivir. Él me miró desconcertado, el mundo de un hombre viejo no puede ser el mundo de ilusiones de un joven como mi hijo Andrés.
Sé que para un hijo es difícil expresar un sentimiento diferente al del padre. Sin embargo, Andrés me contestó muy serio: Papá, tú sabes que yo tengo que estudiar. Me alegré mucho, porque los hijos se educan para la libertad, no para vivir en una casita a la orilla del mar.
La libertad es la condición para elegir. Yo elegí mi vida, la elegí y la hice una especie de carrera desenfrenada contra el tiempo, avanzando siempre sin parar, ya sea estudiando o trabajando, siempre realizando esfuerzos para alcanzar el futuro que invariablemente estaba más allá.
Es curioso cómo esta carrera nos vuelve ciegos y nos lleva a una especie de huída de la vida misma. He estado tan fuertemente absorbido en mi trabajo durante tantos años, al punto que casi perdí los principios forjados en mi juventud, casi perdí la noción individual de mí mismo, casi perdí la sensibilidad por mi familia y por mis hijos.
A veces frente al espejo, como me ocurrió en la tienda por departamento, casi no me puedo reconocer. He cambiado tanto, sin embargo, siento que en mi interior sigo siendo el mismo niño bueno que mamá crió.
Todo se confunde, lo que es el norte, el objetivo se distorsiona y el esfuerzo que se realiza se transforma en la meta en sí misma, trabajar por trabajar, un fin estéril sin sentido individual, ni familiar.
La sociedad impone sus valores y nos condiciona la vida. Se debe buscar el éxito social a cualquier precio, no importa que tormentos pueda haber en el interior de sí mismo, lo que vale es el triunfo frente a los demás. Entonces nos ponemos una máscara y escondemos el alma frente a la gente que nos rodea, para no exponernos a que nos avergüencen de nuestra sensibilidad.
Durante muchos años luché para alcanzar posiciones superiores en la organización de las empresas donde ejercí la profesión. Logré cargos importantes, fui gerente corporativo en una compañía transnacional, donde varios años trabajé, era un excelente profesional, lo cual era motivo de mucho orgullo para mí.
La responsabilidad obligaba a una entrega completa para satisfacer los intereses de rentabilidad de la empresa, lo importante era producir. No supe de descanso ni placeres, era simplemente el vicio perverso del trabajo por el trabajo mismo, hasta el límite de la dependencia total, ¿y para qué?
Era la dependencia del vicio, del mismo modo como lo es la drogadicción. Entonces que dramático es perder el trabajo cuando éste es un vicio de adicción. Me llamaron para decirme que era un excelente profesional, pero que ya no tenían confianza en mi gestión, que me he vuelto una persona conflictiva y me enumeraron una serie de problemas que yo entendía como normal.
Es cierto que lo había presentido, pues muchas veces me he apasionado defendiendo mis puntos de vista, resaltando los méritos de la gente que ha trabajado conmigo, opuesto a la injusticia y la arbitrariedad, también asumiendo los riesgos que resultan de la iniciativa y la creatividad.
Tal vez tenían razón, siempre fui un rebelde y no me gusta la autoridad, tuve muchas diferencias con mis jefes. Estaba consciente que estas diferencias se pueden cobrar muy caras en el juego de intrigas que se dan dentro de la empresa, pero sobrestimé la seguridad de mi estabilidad y el aprecio que tenían a mi honestidad.
En la familia siempre ésta fue una posibilidad frente a la cual debíamos estar preparados, pero de todos modos la noticia de mi despido causó mucha ansiedad. Yo estaba inquieto por el reproche que los míos me podían expresar.
La regla general indica que por defensa de la familia es necesario cuidar el puesto de trabajo, actuar con prudencia, controlar la rebeldía. Sin embargo, sentí de mi familia una inmensa solidaridad. Inés, Priscila y Andrés estaban de mi parte, más aún, todos estábamos de acuerdo que era la oportunidad para regresar a Chile.
Ahora, caminando por la orilla de la playa he puesto la mirada hacia el horizonte y me he preguntado acerca de mi vida misma, ¿realmente que he hecho de importante? De tanto mirar hacia el futuro me he perdido el pasado y el presente.
Traté de examinar mi vida y vinieron a mi mente vagos recuerdos de antaño, mi mamá, la niñez, mi amor platónico... las aventuras de juventud, luego la madurez. Recordé viejos amores y la nostalgia me invadió. ¿Por qué todo lo que se ama no puede estar junto a la misma vez?
Mi familia es hermosa, reflexioné, su afecto siempre lo puedo tener y todos mis recuerdos siempre los podré disfrutar. Siento la necesidad de ordenar mis recuerdos y pensamientos, reconciliarme conmigo mismo, todo lo aceptaré.
Quiero intensamente disfrutar el presente, pero primero voy a aceptar las cosas buenas y malas del pasado, todo lo confesaré: escribiré un libro, me dije, y me voy a perdonar las cosas que hice mal.
Todos los días pueden ser llenos de luz y color, me prometí. Sentiré la libertad para seguir viviendo o morir. Para el que la quiera conocer, ésta es mi vida de verdad, amo profundamente mi vida y la quiero compartir.

Capítulo I.
Mi mamá.
Tenía diez años, o quizás once, cuando un día junto con mi primo Jorge fuimos a la playa La Herradura. Recuerdo que a mi primo todo el mundo le decía "el mono", porque tenía un defecto en el brazo que lo obligaba a mantenerlo de un modo arqueado y hacia adelante, haciéndolo caminar como un chimpancé, lo cual se explicaba, según nos habían dicho, porque cuando lo traía la cigüeña, en su viaje de bebé desde el cielo, se había caído produciéndole tan lamentable defecto.
Un día, camino hacia la playa, cuando cruzamos la línea del tren que permitía el frecuente transporte del mineral de hierro hasta el Puerto de Guayacán, nos quedamos observando con curiosidad el sistema de cambio de líneas para que el tren tomara una u otra vía. El sistema consiste en un switch con rieles en forma de agujas que llevan las ruedas del tren hacia un carril determinado según sea la posición de la palanca de control. Esta palanca es un brazo con un fuerte contrapeso que, en este caso, se mantenía asegurada con un inmenso candado.
El candado estaba suelto y levantar la palanca fue todo un desafío para nosotros, pues era muy pesada, pero afirmándola con piedras logramos colocarla en posición casi vertical, justamente en una situación intermedia, con el switch ni para una ni la otra vía del tren... sentimos el éxito de colocar la palanca en una posición especial y sin mucha preocupación nos preguntábamos que haría el tren en esta circunstancia.
Nos fuimos a la playa y nos olvidamos durante toda la tarde de nuestra inocente aventura en la línea del tren, pero de regreso observamos con terror que el tren no tuvo la decisión de seguir alguna vía y simplemente avanzó descarrilado por el medio de las dos líneas férreas, quedando finalmente a punto de volcarse después de su frenada de emergencia, en lo alto del terraplén, junto con todos los vagones cargados de mineral.
Había mucha gente observando el accidente y los operadores del tren se movían agitados, posiblemente angustiados por la responsabilidad que pudieran atribuirle en tan lamentable incidente, o quizás orgullosos de haber evitado un volcamiento de muy graves consecuencias. No tuvimos tiempo de ver más, ya que sólo se nos ocurrió correr como si hubiésemos visto el diablo, nunca en mi vida he corrido tanto.
Nosotros sólo queríamos jugar, nadie nos explicó lo que podía pasar. Aquella vez corrí para esconderme en casa y evitar que alguien me viera, sólo quería estar con mamá y sentir su protección. Cuando niño siempre mamá me protegió, estando en mi casa junto con ella sentía una inmensa tranquilidad, allí sentía que ningún peligro me podía acechar. Mamá me inspiraba confianza y seguridad, nada malo me podía ocurrir estando cerca de ella, mi casa era un refugio contra cualquier riesgo que pudiera existir.
Sentí una inmensa tranquilidad estando junto a mamá, por supuesto que para mayor seguridad nunca le quise contar esta historia del tren de Guayacán. Pues a mi mamá, siempre tan buena, no le debía dar tanta preocupación y, además, yo era su niño bueno que tenía mucho sentido de responsabilidad.
Mamá cuidó mi niñez con mucho esmero, recuerdo que cuando pequeño me bañaba todos los días Sábado. Se hervía el agua en la misma inmensa olla utilizada para lavar las sábanas, las cuales se hacían hervir al fuego con leña, hasta lograr el blanco reluciente que debían tener. El agua caliente de la olla se vaciaba en una batea de madera y se mezclaba con agua fría hasta lograr la temperatura ideal, luego mi mamá me restregaba con mucho jabón y me lavaba el pelo con champú de cortezas del árbol de quillay.
Mamá siempre me cuidó y protegió tanto, por este motivo siento hacia ella el amor y el respeto que le merece la mujer que en sus entrañas me tuvo y que su vida ha dado por mí, razón por la cual siempre he querido atender sus inquietudes. Una vez en el patio de la casa, mientras yo estaba jugando con mis cosas, ella comenzó a insultar a la higuera, un inmenso árbol en el fondo del patio de la casa, la amenazaba que la cortaría si no daba los higos y la brevas que debía entregar, le gritaba que la cortaría de raíz porque ese árbol no servía para nada. Era un día de San Juan.
Algo intrigado la escuché y entendí que ese árbol era inútil, pues en los últimos años ya no daba esas hermosas frutas que yo mismo lograba alcanzar subiéndome hasta las más altas ramas de esa higuera. Observé con detenimiento y sentí que era un enorme desafío arrancar tan inmenso árbol, tan alto como el segundo piso de la casa vecina, pero mamá lo había sentenciado a morir, había que sacarlo de raíz.
Busqué el hacha de la casa y durante horas estuve golpeando el tronco principal de la higuera hasta que por fin logre tumbar tan inmenso árbol que ocupaba la mayor parte del patio de la casa. Emocionado corrí para avisarle a mamá que ya había logrado hacer lo que ella quería, había cortado completamente la higuera.
Mamá me miró con asombro y desconcertada, luego con tristeza me explicó que el día de San Juan se acostumbraba a amenazar a la higuera, ya que de esa manera, en la siguiente temporada, el árbol se llenaría de frutos con renovada energía. Sus amenazas eran sólo un "secreto del día de San Juan”, un viejo ritual de las abuelas, y su intención no era arrancar tan frondosa higuera del patio de la casa. Siempre he sentido tristeza por no saber interpretar los deseos de los demás, muchas veces he cortado una higuera sin haber necesidad.
Cuando he sentido terror aún mayor han sido mis ansias de estar junto con mamá. Esto me trae el recuerdo de una noche que estaba sólo en casa leyendo un libro de Alan Kardec, autor de muchos textos sobre espiritismo y temas sobre el más allá. Estaba en la sala del comedor con una sola luz encendida y rodeado de sombras, pues mamá siempre reclamaba que no se debía gastar innecesariamente electricidad con luces encendidas en exceso.
Muy concentrado estaba leyendo sobre los caminos de los espíritus de los muertos cuando sentí, detrás de mí, el sonido de una tecla del viejo piano que había en la sala. Muy intrigado y algo asustado levanté la cabeza y presté atención para escuchar otra vez, pero finalmente pensé que sólo era mi imaginación. Continué la lectura, pero pronto escuché otra vez el sonido de otra tecla del piano.
Con enorme desespero y terror salí corriendo a buscar a mamá por el vecindario y la traje de regreso a casa para tener su protección. Encendimos todas las luces y buscamos temerosos en cada rincón, revisamos el viejo piano y cuando levantamos la tapa del teclado, en ese mismo instante, saltó un pequeño ratón. El espíritu que yo presumía era ese infame ratón que tanto me asustó, o quizás, siempre me he preguntado, en aquel instante un alma traviesa se reencarnó en ese pequeño ratón.
Mamá fue muy valiente, acompañó a papá en su enfermedad durante más de un año, hasta su muerte que la lloró con inmenso dolor. Sin embargo, sacó fuerzas para sobreponerse y luchó con todas sus energías para lograr nuestra superación. Tengo muy nítida su imagen recostada sobre su máquina de coser, se amanecía haciendo vestidos para las señoras del vecindario que exigían el ajuste necesario para lucir mejor.
Mamá se quedaba cosiendo toda la noche para cumplir con su promesa de entregar a tiempo el traje de vestir prometido, mientras junto con mis hermanos le recomendábamos que cobrara la mayor cantidad de dinero y nos quedábamos detrás de la puerta escuchando lo que mamá les iba a decir a esas viejas del vecindario. Después mamá nos explicaba resignada que no les podía cobrar mucho, porque eran amigas suyas, y nosotros la mirábamos con reproche y sentíamos que se aprovechaban de ella.
Una vez, muy intrigado, Juan, mi amigo del vecindario, me preguntó que era ese ruido infernal que él escuchaba durante toda la noche. Me preguntaba si acaso nosotros teníamos algún equipo industrial para fabricar alguna cosa misteriosa que el no se lograba imaginar. Aquella vez me reí, pues él se refería a la máquina de coser de mamá que, aunque era marca Singer, hacía un ruido estrepitoso por los engranajes envejecidos y la mala lubricación.
Esa máquina de coser estaba montada sobre un mueble de madera y tenía un amplio pedal para mover rítmicamente con los pies. Recuerdo que fue muy grande la felicidad de mamá cuando años más tarde logró montar un motor eléctrico para accionar la máquina sin necesidad de pedalear con los pies.
Mamá hacía vestidos muy bellos cuyo corte y costura aprendió cuando estudió en la Escuela Técnica de La Serena, pero los pantalones de hombre nunca le quedaron muy bien, pues yo recuerdo un pantalón color azul cuyas piernas no lograban alcanzar mis tobillos y la cremallera entre las piernas era tan largo, desde la cintura llegaba hasta casi las rodillas.
Mamá luchó con desesperación por nosotros y nos inculcó un permanente sentido de superación, reclamaba con furor cualquier actitud de irresponsabilidad. Muchas veces fui testigo de los reclamos que le hacía a mi hermano Pepe por las inconsecuencias en su proceder, por ejemplo, le reclamaba su costumbre de levantarse siempre demasiado tarde aunque tuviera compromisos de la mayor seriedad.
Mi hermano era jefe de un grupo de boy scout que llegaban a las 6 de la mañana para salir de excursiones al campo, pero siempre debían esperar afuera de la casa hasta que el "jefe" se levantara y finalmente lograban salir nunca antes de las 10 de la mañana.
Teníamos la enseñanza que si se ausentaba papá la autoridad la heredaba Pepe y él lo creyó así también cuando él murió. Mamá necesitaba que se mantuviera un orden en el hogar, era necesario mantener una disciplina y planificar la marcha del hogar, pero mis hermanos menores ni yo aceptamos el ejercicio de una autoridad inmadura y arbitraria que Pepe nos quiso imponer, nos rebelamos y todo se volvió una anarquía donde mamá no sabía que hacer.
¡Caramba! qué difícil fue entendernos, tantas veces me enfrenté de puños con mi hermano Pepe, sacando la mayoría de las veces la peor parte, pero algunas veces lograba dar un golpe certero y luego corría a esconderme en el baño, único cuarto que tenía llave para impedir que se pudiera abrir la puerta. Una vez él se enfureció de modo muy extremo y tomó "el chancho", especie de escoba con una pesada placa de hierro, como si fuese una bayoneta y embistió contra la puerta que fue atravesada con certero golpe de guerrero. Esa marca todavía está en la puerta del baño de la casa.
Mamá no podía apoyar esa autoridad arbitraria de Pepe. Siempre buscó la mayor armonía entre todos los hermanos y a pesar de nuestros berrinches, ella logró inculcarnos el sentido de unidad familiar, entre todos hicimos un círculo cerrado y asumimos el compromiso, que fue sellado por la sangre, para siempre ayudarnos sin pedir ni agradecer.
Después que murió papá rendí culto a su memoria y durante mucho tiempo solitario le llevaba todos los domingos un ramo de flores al cementerio y en silencio le prometí que siempre ayudaría a mi familia, le prometí que me esforzaría muy fuerte para superar las adversidades y surgir junto con toda la familia.
La primera Navidad sin papá fue muy triste, apenas teníamos dinero para arreglar nuestro árbol de Pascua y nos preocupaba que el menor de la familia, mi hermano Jorge, no fuese a tener los regalos de sorpresa que se buscan debajo del árbol al despertar. Mi tío Pedro siempre nos traía regalos de Navidad, pero para Jorge queríamos una pelota grande que él soñaba tener.
La noche previa fui con mamá al centro de la ciudad, hasta las ferias donde vendían juguetes de toda variedad. Todo era muy caro para nosotros, sin embargo, esa pelota grande que queríamos para Jorge la tomé entre mis manos y le di varios rebotes contra el suelo sin que nadie se preocupara por mí, me aleje un poco de los vendedores y nadie siquiera me miró. Me di cuenta que la pelota ya era mía sin necesidad de pagar y seguí dándole rebotes hasta llegar a mi casa.
Me robé la pelota. Creo que nunca más en mi vida he robado algo, porque hubiese sentido culpabilidad, pero aquella vez no sentí ningún remordimiento, aquella pelota era un regalo de Dios para mi hermano Jorge. Al día siguiente todos nos sentimos alegres del placer que tuvo mi hermano menor con su regalo de Navidad y todos reímos de lo que consideramos una travesura del destino.
A mis hijos también he tratado de inculcarles el sentido de unidad familiar y reafirmar los vínculos de cariño para siempre, aprendiendo a disfrutar los pequeños éxitos que resultan del esfuerzo familiar. Esto me recuerda cuando organicé a la familia para sembrar maíz, en el tiempo que vivíamos en Ciudad Piar.
Aquella vez tracé las hileras paralelas y marqué con estacas los límites del área a sembrar, todo con la mejor ingeniería. Priscila marcaba el punto de colocación de las semillas, Andrés hacia un hueco pequeño con una herramienta de agricultor, Inés colocaba tres granos de maíz y finalmente yo tapaba el hueco con las semillas adentro. Entre todos cuidamos la siembra y la regábamos afanosamente, cuidamos con mucha atención el crecimiento de las plantas.
El maíz crecía y crecía sin parar. Nosotros no sabíamos que en la sombra el maíz crece buscando el sol, sin dar frutos, pero para nosotros sembrar bajo la sombra de los árboles grandes fue menos agotador que si lo hubiésemos hecho directamente bajo el sol. Todas las matas de maíz crecieron una enormidad, pero sin dar mazorcas, excepto una sola que salió en una mata al borde del área sembrada.
Cuando cosechamos el maíz fue una fiesta familiar, la única mazorca que logramos fue símbolo del triunfo del esfuerzo familiar, aunque cuando la examinamos observamos que tenía un solo grano de maíz. Un solo grano de maíz fue nuestro trofeo y nos sirvió para aprender que nuestro esfuerzo colectivo siempre nos va a permitir recoger frutos que sabremos disfrutar. Ése fue el maíz que más hemos disfrutado en la familia.
Así somos nosotros, por las enseñanzas que heredé de mamá, nos contentamos mucho cuando logramos juntos obtener frutos, así sea sólo un grano de maíz, lo hacemos con entusiasmo y también con nuestro mal humor, pero siempre juntos.
Estos son mis recuerdos de la infancia, siempre en la familia y con un enorme sentido de unidad, casi con una actitud de egoísmo representada por nuestra disposición a conformar un grupo en estricto círculo cerrado. Ese círculo sólo permitía la entrada de muy poca gente, por ejemplo de mi tía Juana y de mi prima Nancy, nuestros familiares más cercanos que acompañaron toda mi niñez.
Nancy era como una hermana mayor, pues ella le decía "mami" a mamá y su esposo Gabriel fue mi padrino de la primera comunión y el de todos mis hermanos, con lo cual la relación era muy cálida y de mucho afecto. Lo que más recuerdo de ellos en aquella época es su hija María Cristina, "Moni", quien nació en una modesta casa al lado de la iglesia San Luis y era una bebecita con unos hermosos ojos, igual que una muñeca.
Nancy y su familia se mudaron después a una casa al lado del Mercado Municipal, donde siempre junto con mamá la íbamos a visitar y en su casa aprovechábamos de comer pescado frito que siempre tenían en abundancia y no recuerdo por qué. Finalmente se trasladaron a vivir a una casa que quedaba detrás de la misma cuadra donde yo vivía. Nancy y su familia también es nuestra familia.
Con mamá sentí la alegría de su protección y su risa para celebrar mis actitudes graciosas. Mamá decía que yo tenía los ojos muy hermosos y me lo creía, mamá decía que tenía piernas lindas y yo me lo creía, mamá decía que era un hijo lindo y yo así me sentía feliz, con deseos de darle un abrazo fuerte como aquellos abrazos de cuando llorábamos juntos, porque no sabíamos que pasaría sin papá.
Mamá, me cuidó con esmero, dio todo de ella para que pudiera surgir y, a pesar de su dolor por las despedidas, ella me educó para la libertad. Muchas veces sentí sus lágrimas cuando me veía partir, como aquella vez que me fui a hacer servicio militar, o cuando me fui a Santiago a estudiar, o aquella vez que decidí viajar a Venezuela, pero debo decir que nunca realmente me alejé de ella, mamá está muy dentro de mí, siempre estará muy dentro de mí.

Niño bueno
Nací bajo el signo de Géminis, un día 02 de Junio de 1950. No tengo el recuerdo de aquel momento, aunque un día en una pensión en Santiago, cuando estudiaba en la Universidad, más por curiosidad y rebeldía de juventud que por el vicio mismo, fumaba encerrado en mi cuarto unos cigarrillos de marihuana, preparados por mí mismo, vaciando los cigarrillos convencionales y vueltos a rellenar con yerba, fui llevado por mi imaginación hasta los mismos inicios de mi vida, hasta verme mamando leche del pecho de mi madre.
Me es difícil describir el sentimiento de placer y seguridad que aquella experiencia me causó, la cual no sé si atribuir a la fantasía o al subconsciente, pero en cualquier caso es el cordón umbilical que nunca se pierde con mamá.
Llegué hasta este mundo como una cosa minúscula, creo que no estaba en programa, más bien fue un accidente de mis padres que no llevaron bien la cuenta del calendario de abstinencia. Pesaba apenas un kilogramo y medio, resultado de un parto prematuro, pues llegué tan sólo con ocho meses de preparación, siempre he estado consciente que me faltó un mes de cocción. Nací un día después que murió la abuela Juana, quien crió a mi mamá.
Las condiciones económicas del hogar no eran las más favorables para la llegada mía. Mi mamá marcó en el calendario con color rojo los días infértiles, para asegurar que no ocurriese una visita inoportuna de la cigüeña, pero mi hermano Pepe ya sabía pintar y marcó días adicionales con color rojo. Creo que allí radica que Pepe siempre ha sido tan importante en mi vida como mi propio padre.
Después de tener mi papá una posición importante como comerciante mayorista en Antofagasta, con una intensa actividad en el puerto para desembarcar diferentes productos que luego debía distribuir en la ciudad, lo cual lo obligaba a una activa vida social con los oficiales de los barcos y los comerciantes de la ciudad, debió regresar a Coquimbo con el peso de haber fallado en la conducción de un negocio que debió ser floreciente.
Los amigos de oportunidad y el juego del azar hicieron trizas las ilusiones de grandeza de papá. Sólo mi hermano Pepe apenas conoció la fortuna por breves años de su primera infancia, paseó en el vehículo de mamá y en la camioneta de papá, la cual por cierto destrozó el tren en el cruce por el centro de la ciudad de Antofagasta y papá le reclamó siempre a mamá por su inmensa preocupación inicial por la condición del vehículo sin siquiera saber todavía cual era el estado de él.
Mamá contaba que a veces llegaba papá muy tarde en la noche con montones de billetes ganados en juegos del azar. Lo más triste y dramático es que mamá contaba tales historias cuando más necesitábamos dinero para el hogar.
Todo se derrumbó en Antofagasta, papá perdió negocio, dinero y amigos, no le quedó nada, salvo el deseo de regresar a la ciudad natal, Coquimbo, para comenzar de nuevo. Mi tío Pedro lo ayudó, su hermanastro de madre, para conseguirle una casa y un empleo en el Puerto de Coquimbo, donde permaneció hasta el fin de su vida.
En tales circunstancias ocurrió mi nacimiento, mis padres recién llegados a Coquimbo, con el sentimiento del fracaso de sus experiencias en Antofagasta, un hogar desolado y con varios cajones que se usaban por muebles, una cocina que funcionaba con parafina y el coche cuna de Pepe que servía para pasear.
Era una gran suerte que por mi pequeño tamaño yo podía caber en una simple caja de zapatos, aunque debido a mi prematuro nacimiento se debía cubrir mi lugar con algodones para no afectar mi delicada y azulada piel. Soy el único en la familia que puedo decir que tenía sangre azul, o por lo menos la piel.
Tan débil y desamparado por las circunstancias, cuántas veces hubo problemas para disponer el tetero que la naturaleza y el llanto de niño exigen, hicieron de mí un pequeño ser resignado, paciente y sumiso. Las vecinas exclamaron que niño tan tranquilo, mi mamá dijo es un ángel, mi tía Juana dijo es un niño bueno, mi prima Cope dijo es un tonto.
Fui un niño bueno de veras, no mataba siquiera una mosca. Mamá decía que tenía mi ángel de la guarda que no me dejaba de noche ni de día, yo sé que el estuvo muchos años conmigo y luego se fue simplemente porque yo lo olvidé, en verdad fui yo el que lo abandoné.
Siendo muy pequeño también nació Cecilia y luego Jorge. Realmente no sé como nacieron, pues no tengo recuerdo de tales acontecimientos, creo que ellos nacieron de una vez más grandes, pues no los recuerdo bebés. Para mí ellos nacieron cuando le sacaron una fotografía sentados en la reja del vecino, con una risa llena de alegría y ternura de Cecilia, y Jorge más serio y nervioso sentado a su lado.
Cecilia y Jorge siempre han sido para mí como mis hijos Priscila y Andrés. Tal vez es una manera de proyectar mi cariño, pues ocurre a menudo que confundo en el recuerdo la niñez de unos con otros.
Me supongo que mi infancia fue diferente por las circunstancias que me rodearon, además, porque creo que quedé atrapado en una injusticia del destino, pues quedé alejado de mi hermano mayor, Pepe, con 3 años mayor que yo y después Cecilia y Jorge que tienen 3 y 4 años respectivamente menos que yo.
De esta manera no capté la atención privilegiada que se le da al primer hijo, ni la sobre protección que reciben los menores, sino estaba allí entremedio, absorto en mi mundo, con mis fantasías en donde sí yo era centro de todo acontecer.
Estas circunstancias hicieron de mí un niño muy tranquilo. Cuantas veces mamá se ufanaba que su hijo era tan tranquilo que no se movía para nada, cualquiera fuera el lugar donde me dejara, entonces yo no me movía para nada, prefería cerrar los ojos para no parpadear. Qué orgullosa estaba mi madre de un hijo tan tranquilo. Fíjese, le decía mamá a su vecina, lo dejo aquí y no se moverá para nada. Y yo, tan imbécil, me quedaba allí quietecito.
Crecí sin molestar a nadie. No fui como el caso de mi hijo Andrés, quien cuando pequeño iba al baño y después llamaba a gritos y con desespero a su mamá para que le limpiara el trasero, mientras él ponía una cara de repugnancia porque la caca olía mal; él fue siempre delicado y las cosas sucias debían hacerla otros.
En cambio, yo no recuerdo haber molestado, simplemente usaba para limpiarme el trasero una bata roja terciopelada de papá que siempre se colgaba detrás de la puerta del baño, era una bata larga de tela de felpa. Recuerdo que de tanto usarla se iba volviendo tiesa, pero en la medida que fui creciendo comencé a alcanzar zonas más altas y suaves de la bata de papá, y el color sólo fue cambiando de tonalidad.
Siendo pequeño mamá me enseñó las primeras poesías. Cuando sus vecinas llegaban, mamá me llamaba para pedirme que le recitara la poesía que había aprendido. Entonces gesticulando con las manos les decía: Era un pollito, así chiquitito, que pica e'pica, ¡rompió el huevito...! ¡Que lindo!, comentaban las vecinas.
Fueron millones de veces que recité aquello a instancias de mamá. Me parecía que era una cosa graciosa muy importante que yo podía hacer; así, cuando más grande quise compartir esto con Inés, mi esposa, pero ella me contestó: ¡Alito, a mi me gusta otro huevito!
No había cumplido los 6 años cuando me enviaron al kindergarten, a la Escuela de tía Luisa. Mamá me ponía el mejor pantalón tipo mameluco y me enviaba a la escuela bien peinado, con gomina de la fruta de membrillo y los zapatos marca Bata bien lustrados. La escuela estaba distante 4 cuadras desde mi casa, en la esquina Lautaro con Lincoyán, recomendándome muy enfáticamente que caminara derechito sin mirar a nadie.
Recuerdo a tía Alicia hablando con mamá, preguntando que le pasaba a Alito que ahora en la calle no saludaba a nadie, pues caminaba bien tieso mirando fijo al cielo. Verdaderamente la gente me confundía, mi mamá decía que debía caminar bien derechito, en cambio, mi tía esperaba que mirara al lado para saludarla al pasar por su casa, yo no entendía sinceramente.
Tía Luisa tenía un inmenso ábaco, con unas bolas grandísimas, que servían para contar y otras extrañas operaciones que nunca entendí. Después del cuento del huevito, nunca quise contarle a Inés lo grande de las bolas del ábaco de tía Luisa, no quise exponerme a que me avergonzara otra vez.
En el patio tenía un inmenso palomar, había miles de palomas. Ya sabía en aquella época que las palomas servían para enviar mensajes, motivo por el cual me preguntaba a quién ella le enviaba mensajes. Mi tía tenía muchos años, más de cien, quizás ciento cincuenta creía yo, entonces me imaginaba que ella tenía contactos con el más allá, lo cual explicaba su soltería y sus tantos baúles que debían estar llenos de misterios y fantasmas.
En tanto que mamá, creo yo, no creía en fantasmas, pues de tanto sacar moras del patio de tía Luisa, la ropa quedaba de fantasmagóricos colores violáceos, lo cual daba motivo para interminables regaños y una representación de la sufrida condición de madre que nuestra irresponsabilidad de niño hacía más dura todavía.
Todas las mamas son iguales. El otro día mis hijos hablaban y Andrés le contaba a Priscila que tuviese cuidado con mamá, porque el peor suplicio era cuando ella, amenazaba con no hablar más. Verdaderamente es terrible, decía Andrés, pues un día mi papá, fastidiado de sus refunfuños, le dijo a mamá que ya no le prestaría atención, entonces ella contestó que no hablaría más, lo repitió diez o más veces, luego ella dijo que deseaba dejar muy en claro que no hablaría más, naturalmente que para evitar alguna confusión lo repitió casi cien veces.
Aquella vez Andrés y yo nos miramos, guardamos silencios y nos fuimos a ver televisión, allí Inés nos siguió para repetirnos que no nos olvidáramos que ella ya no volvería a hablarnos, lo repitió mil veces. Cuando nos fuimos a acostar para dormir ella quiso remarcarnos que su propósito de no hablarnos más era muy firme, así nosotros estuviésemos arrepentidos, lo repitió diez mil veces.
Dios mío, que alivio sentí cuando Inés nos perdonó y decidió hablarnos. Por favor Inés, queremos que siempre nos hables, cuanta razón tenía Andrés para recomendarle a Priscila que evitara que la castigaran dejándole de hablar.
Aunque debo recordar también que Priscila, con su habitual sentido común y fina inteligencia, comentaba que en aquellas tormentas verborreicas lo mejor era desconectarse, es muy fácil decía: Tú bajas el switch mental y te abstraes del mundo externo... ¡Andrés, sólo apaga el switch!
En realidad, creo que Inés sufre más cuando se hace el propósito de no hablar, pues recuerdo el otro día que en el almuerzo comenzó a hablar de asuntos de la escuela, la escuché pacientemente y luego fui a la cocina a buscar la comida, ella siguió hablando sin parar, nos levantamos de la mesa para traer el postre y ella siguió hablando sin parar, con Andrés luego ordenamos la mesa y ella siguió hablando sin parar, nos fuimos a reposar al cuarto e Inés continuó sin parar....
A veces Inés me reclama que tiene la sensación de que no le presto suficiente atención y me provoca un sentimiento de culpabilidad que me induce a prometerle que la próxima vez la voy a escuchar con atención, pienso que no debo mover el switch.
Creo que todas las mamás fastidian con sus largos discursos, reclaman sobre el sufrimiento que uno le causa por la falta de obediencia, le atribuyen alguna enfermedad que se agrava por las travesuras de niño, también le señalan que la histeria que es culpa de uno. ¡Es un tormento! Mamá cuando se enojaba también hablaba como Inés, por eso muchas veces defiendo a mis niños en tales suplicios, definitivamente no es justo.
¿Por qué no le pueden respetar a uno el mundo de niño? Querían que limpiara esto y lo otro, luego me mandaban para ir a comprar, hacer esta y otra cosa más, cuando mi placer era estar solo con mis sueños despierto, haciendo fantasías donde era el héroe y lograba el éxito y la admiración de los demás.
Mamá le decía a papá: José, haz que los niños hagan algo útil en la casa. Entonces, el fin de semana papá daba la orden de limpiar la sala-comedor, él se paraba como cacique y daba las instrucciones para mover todos los muebles, viejos y pesados sillones, mesas y sillas, para después pasar con el pié la virutilla, o bien con el "chancho", luego arrodillado había que poner cera con un trapo negruzco lleno de mugre a lo largo de todo el piso de madera y finalmente había que sacar brillo.
Yo sé que mamá se desesperaba con el alboroto y nos dejaba solos con papá y nuestro tremendo desorden, además, todo era gritos y regaños de unos con otros. Nos llegaban unos cuantos cocotazos por la cabeza y con la escoba nos daban algunos golpes por el trasero, pero finalmente culminábamos la tarea, después de la guerra venía la paz, podía descansar y regresar mi mundo de fantasía.
Casi al cumplir los siete años ingresé a la Escuela Primaria, la Escuela Co-educacional de Hombres N° 3, en la cual estuve exactamente los seis años correspondientes al referido ciclo básico. Allí tuve, a lo largo de todos los años escolares, a la señorita Elba como profesora de aula, francamente a mí no me consta, pero ahora entiendo que tenía todas las características de señorita, solterona e histérica.
Las clases eran en la tarde, régimen por todos preferidos en mi casa, pues toda la familia nunca se levantaba temprano, así teníamos más libertad para acostarnos bien avanzada la noche, excepto mi papá quien siempre fue verdaderamente un madrugador.
El primer año tuve el suplicio de aprender los sonidos del abecedario, no solamente el símbolo de las letras, sino el sonido aislado de cada una de ellas. Digo un suplicio, porque realmente las consonantes tienen sentido cuando las acompaña alguna vocal, pero la señorita Elba nos obligaban a nosotros a pronunciar, por ejemplo, el sonido de la "X", la "T" o la "P".
Pero, con la señorita Elba todo se aprendía, caso contrario, a uno lo levantaba jalándole el pelo desde las patillas, o bien, con un coscorrón con los nudillos de los dedos en la cabeza. Así me ocurrió cuando bajando por las escaleras del salón de actos me puse a escupir el pasamano y resulta que más atrás venía precisamente la maestra resbalando su mano.
Siempre fui un niño bueno, pero allí la señorita Elba fue la primera persona que aprendí a odiar. Cómo no hacerlo si ella me acusaba injustamente de desordenes de mis compañeros y me gritaba que era un mosquita muerta. Cómo no odiarla si al Figueroa lo favorecía con el primer lugar de la clase solamente porque su mamá siempre regalaba el primer premio para las rifas del curso.
Sacaba buenas notas, era el tercero o cuarto de la clase, pero nadie me dijo que aquello era importante. No me sentía destacado, solamente importante me hizo sentir una amiga de papá. Pues sí, una vez acompañando a papá al Banco de Chile, ubicado casi al final de la calle Aldunate de Coquimbo, recuerdo que se encontró en una oficina con una amiga, o quizás una simple conocida, quien me llamó muy amistosamente y me regaló pasas que recibí con mucho encanto. Me acarició y luego tomó mis manos, miró las líneas de la palma de mi mano con mucha atención y luego dijo que yo sería una persona muy inteligente.
Aprendí dos cosas importantes de aquella experiencia. Una para toda la vida, soy una persona inteligente, esto me marcó para siempre y me permitió sobreponerme a la presión de la señorita Elba. Otra cosa que aprendí, ahora cuando viejo, es que examinar las líneas del destino es una buena excusa para tomarles las manos a las muchachas.
En general, no fue una grata experiencia la escuela primaria, la señorita Elba se encargó de dañarla. También el destino fue desafortunado conmigo, pues recuerdo la preparación del acto cultural para celebrar el día de las Américas. Un grupo seleccionado preparábamos el acto de representación de la unidad de los países americanos y en determinado momento de la obra entrábamos en escena un grupo de muchachos con las banderas de cada país.
Era muy hermoso el acto con todas las banderas ondeando en el escenario, la mía era la de Cuba. Sin embargo, antes de la presentación del acto, debido a una resolución de la Asamblea de la Organización de Países Americanos, OEA, se expulsó a Cuba de la misma, por la pretensión de exportar su revolución a Venezuela. También yo fui retirado del acto de las banderas, fui expulsado.
Creo que de allí nació mi simpatía al socialismo, allí sentí la rabia hacia las injusticias. También había ensayado como los demás y después no pude salir al escenario para que mi mamá orgullosa me viera como actor, no era justo.
Volviendo a la señorita Elba, me viene a la mente el recuerdo del último año en la escuela primaria. En su función de orientadora quiso enterarse de cuales eran las aspiraciones de los alumnos, preguntó qué deseábamos ser cuando grandes. Varios contestaron que querían ser ingenieros, médicos, abogados, pero a Muñoz se le ocurrió contestar que él quería ser futbolista. ¡Futbolista!, exclamó la señorita Elba con burla y agregó, sólo los brutos no desean seguir estudiando. Sentí inmensa pena por el pobre Muñoz.
La señorita Elba luego se dirigió a mí y aunque se me hizo un nudo en la garganta, pude contestar que yo quería ir a la Escuela de Minas de La Serena, donde estudiaba mi hermano mayor. Nunca olvido su mirada despectiva, con su expresión diciéndome mosquita muerta: tú deberías ir a la Escuela Agrícola, la Escuela de Minas es para los inteligentes, ella expresó.
Tuve lágrimas contenidas, mi respiración se volvió irregular, vieja de mierda como la odié, acaso no sabía que las líneas de mi mano decían que yo era muy inteligente, además también era un niño bueno, mi tía Juana lo decía y ella sabía mucho de ésas cosas.
Claro que tía Juana sabía distinguir lo bueno de lo malo, pues ella estaba todo el día rezando en la iglesia, además, siempre vestía de marrón, eso era un compromiso que ella tenía con la Virgen María. Yo suponía que ella estaba más cerca de Dios que nosotros, pues ella tenía un rosario grande con muchas bolitas y conocía la técnica para comunicarse con el Señor.
Sentía que era una fortuna que tuviéramos una tía como ella, pues cada vez que ocurría algo malo, nosotros podíamos contar con tía Juana y entonces todo se hacía soportable. Tal es el caso de los temblores y terremotos que en Coquimbo son tan frecuentes, en mi casa todo se movía, se caían las cosas de las paredes y repisas, pero cuando llegaba tía Juana la acompañamos a rezar, ella le suplicaba a Dios compasión, quien estoy seguro que la escuchaba con atención, entonces todo se calmaba.

Huérfano de papá
Me supongo que las frustraciones y desilusiones de papá, que fueron el resultado del fin del éxito como comerciante mayorista en Antofagasta, lo llevaron al vicio del alcohol. Cuando yo era pequeño, siempre a mí me mandaba a comprar con una botella vacía, debía ir por un litro de vino tinto que el bodeguero sacaba de barriles de madera que olían de manera detestable.
Alito, me decía, tráigame el litreado de cinco tiritones y sonrisa de león. El primer vaso que tomaba le provocaba una suerte de pequeños escalofríos, una exclamación de satisfacción y una sonrisa tonta de placer, luego se le calmaban los temblores de las manos. El vino exaltaba su estado de humor, podía ser muy alegre o terriblemente fastidioso.
Cuando pequeño no estaba muy consciente de ese estado etílico de mi papá, no sabía que la embriaguez conduce a locuras que resultan de la desinhibición de la personalidad, en cambio, yo lo percibí como un héroe cuando borracho se enfrentó al chivo de grandes cuernos negros en el propio arenal del vecindario.
Se enfrentó con enorme valentía al chivo que lo embestía, revolcándose ambos por el suelo, lo agarraba desde los cuernos y lo alejaba de nuestro hogar. Observaba aquella escena heroica con temor y admiración, cuando sea grande yo me dije, también agarraría al mundo por los cuernos y lucharía para vencer.
Papá era valiente, aunque con la electricidad era diferente. La corriente eléctrica le producía mucho temor, lo notaba cuando arreglaba los fusibles del tablero eléctrico de la casa, reforzaba bien los cables para mayor seguridad y después, con el palo de la escoba, alejándose lo más posible, y con el brazo empujándonos a nosotros hacia atrás, movía el switch principal a la posición “on”.
Recuerdo que a veces su rol de padre lo intentaba cumplir a mayor cabalidad. Una vez llamó a mi hermano Pepe para explicarle algo sobre la sexualidad, yo estaba presente, pero no entendía muy bien el tema del cual hablaban y había un ambiente de cierta incomodidad. Pepe lo interrumpió y le dijo: Papá, todo eso ya lo sé.
Pepe se parece a papá. Más atención él le prestó a mi hermano mayor, después de todo era el primer hijo de su segundo matrimonio, el cual contrajo tiempo después de quedar viudo. Del primer matrimonio tuvo un hijo, Alfonso, que lo criaron sus tías, alejado de nosotros.
En cambio, yo me parezco más a mamá, en mi interior soy sensible, sentimental, recatado y modesto, por fuera soy la apariencia que las circunstancias exijan. Por el contrario, papa trasmitió a mi hermano mayor el sentido de orgullo y soberbia, la resistencia para no dejarse humillar.
En este sentido recuerdo cuando la visitadora social fue a casa para verificar si era procedente la asistencia económica que Pepe había solicitado en la Universidad. Papá la recibió borracho y le dijo a esa pobre mujer, que no hallaba donde meterse, mientras yo viva mis hijos no necesitan limosnas de nadie.
Todos estábamos escandalizados y muy avergonzados, pero papá tenía más desplantes para turbar el ánimo de los demás. Se tendió en el piso en medio de la sala, diciendo que en su casa el podía hacer lo que se le viniese en gana. Miró a mamá que trataba de controlar la situación: M'hijita linda, usted no se meta... ¡hic!
A papá le gustaba usar los zapatos bien lustrados y brillantes con la crema de pulir, bien peinado hacia atrás el poco cabello que le quedaba, usaba unos pequeños bigotes que con unas tijeras se acomodaba para lucir mejor. Frente al espejo del baño siempre se acicalaba. Un día que se cortaba los vellos de la nariz notó una pequeña herida en la entrada de una fosa nasal, no le dio mayor importancia y trató de curarse con medios caseros. La herida cada vez fue mayor, incluso el tabique nasal se le perforó.
Los médicos dijeron que se debía examinar en Santiago. Luego todos los meses comenzó a viajar para el tratamiento de su enfermedad, nos traía de regreso caramelos Ambrosoli y llegaba lleno de entusiasmo, dejó de beber alcohol y dejó de fumar. Cuando mamá notó que el entusiasmo de regreso cada vez duraba menos días, lo acompaño en el siguiente viaje para ver a los médicos de Santiago.
De regreso muy tensa mamá se reunió conmigo y Pepe. Yo todavía no cumplía los 12 años de edad y había entrado a estudiar en la Escuela de Minas, a pesar de lo que dijo la señorita Elba. Con lágrimas en los ojos mamá dijo, Papá sólo tiene 2 meses de vida... se va a morir. Todos nos pusimos a llorar, ¿qué iba a ser de nosotros sin papá?
Papá vivió un año más con el cáncer al pulmón que lo consumió sin que él supiera que se iba a morir, sólo lo presintió al final. Mamá con esmero lo atendió y escuchó las tardías promesas que él hacía para salir a viajar y disfrutar la vida que ineluctablemente se le iba.
Ya no tendríamos las Navidades que papá nos ofrecía, dejándonos la libertad para comer todo lo que quisiéramos... era la única vez que mamá no nos podía regañar y nosotros comíamos hasta la saciedad. Para papá la Navidad tenía que ser con un árbol grande de pino, pero al cual siempre teníamos que cortarle la punta superior, porque de otra manera no cabía en la sala. Lo comprábamos en el mercado y arrastrándolo lo llevábamos hasta la casa. Entre todos tomábamos una olla grande y con piedras en su interior acomodábamos el pino en la sala.
Era toda una función, todos alborotados arreglábamos con papá el árbol de Navidad, lleno de luces y brillantes adornos, algunos medio rotos por nuestro ataranto de participar. Recuerdo que el árbol nunca quedó derecho, siempre terminaba inclinado, pero éramos felices con nuestro árbol de Navidad.
En determinado momento, cuando su enfermedad progresaba, papá sintió la urgente necesidad de hacer el álbum familiar de fotografías. Yo lo ayudé. Quería organizar todos sus recuerdos y el álbum lo inicio con la foto de su boda con mamá, él a su lado, un poquito hacia atrás, decían que parado en un montículo para no verse mas pequeño que mamá.
Este detalle no lo puedo olvidar, mi primer amor fue una hermosa muchacha que me lleno de ilusiones y le entregué los sentimientos más puros de amor platónico, nos escribíamos con inocente ternura y cuando en vacaciones nos volvimos a encontrar, ella había crecido más que yo. Me dejó, no pude encontrar un montículo como el de papá.
En marzo de 1964 murió. Yo no había cumplido 13 años de edad y era huérfano de papá. Tendido en la cama un día y una noche agonizó, despertaba y balbuceaba "mamá", hasta que llegó su hermana, mi tía Amanda, que para él había sido como su madre cuando niño, recuperó un instante la conciencia, la miró y luego hizo un respiro profundo, tan profundo... hasta la muerte, y se fue.
Yo estaba al pie del lecho de su muerte, había mucha gente más, el silencio era frío y tenso, nunca más he sentido el silencio de aquel instante. Mi prima Doris cerró los ojos de papá y la gente comenzó a rezar. Mis lágrimas cayeron expresando con mucho temor: estoy sólo sin papá.
Ya no volveríamos a escuchar sus ronquidos cuando invitaba a sus amigos a escuchar los emocionantes partidos de fútbol que trasmitía la radio Riquelme y que entusiasmaban a toda la población. Colocaban la radio en el patio, llevaban los sillones de mimbre, mesas, comida, los cachos para jugar póker de dados y, por supuesto, la garrafa de vino tinto para celebrar.
Antes que empezara el partido de fútbol, con unos cuantos tragos de vino ya bebidos, papá se quedaba dormido y sus ronquidos todos los podíamos escuchar. Sus amigos molestos reclamaban: compadre, para que nos invita si Ud. se va a quedar dormido.
Papá era el jefe de la familia, tenía el puesto principal en la mesa de comer y para descansar tenía su sillón principal en la sala. Mamá al servir el almuerzo atendía con prioridad el puesto de papá, la sopa tenía las verduras más grandes para papá, el trozo de carne era el más grande para papá, así debía ser, él era la autoridad.
Cuando se repartía un pollo se despresaba también considerando la jerarquía de autoridad, aunque ahora me parece algo injusta la distribución. Papá recibía la pechuga, los muslos para Pepe, las alitas para mis hermanos menores, Cecilia y Jorge, el costillar para mamá. Entonces me decían que el "cogote" me encantaba y que lo reservarían para mí, me sentía privilegiado por tanta consideración que no lograba entender.
Siempre me comí el "cogote" y sabroso me parecía, porque así lo decían los demás. Cuando tuve a mis hijos las reglas habían cambiado, la autoridad no era el papá, sino era el bebé, entonces el pollo se descarnaba para ellos y otra vez el cogote quedaba para mí, Inés impasible me lo daba sin saber la historia de tiempo atrás.
Cuando sea viejito y ya no tenga dientes, tengo la esperanza que esto va a cambiar. Aunque tal vez, siento el temor, en ese momento sólo me ofrezcan la sopita de los mismos "cogotes" de pollo que ya no quiero saborear.

Amor platónico
Llegué en mi alocada carrera hasta la línea del tren, muy cerca de la playa, entonces la vi, a lo lejos la vi. Caminaba solitaria de regreso a su casa, me sorprendió, pues siempre estaba con su hermana o alguna amiga que la acompañaba.
Me sentí paralizado mirándola desde lejos, no había alcanzado a llegar a la playa y ahora no me atrevía a abordarla para mostrarle mi desespero. Estaba tan bella caminando solitaria, muy esbelta y su cabello suelto para dejarlo al viento jugar. Paralizado me la quedé mirando como caminaba hasta que en la lejanía se perdió.
La angustia me invadió, ella llenaba todos mis pensamientos, estaba en todas mis fantasías, pero me daba cuenta que no tenía la audacia suficiente ni sabía tampoco como expresarle mi amor. La tenía tan cerca, pero también tan lejana la podía sentir, no era alcanzable para mí.
La conocí un mes de Diciembre, en la fiesta de fin de año del Instituto Comercial de Coquimbo. Nos llevaron allí nuestros hermanos mayores, había un gran salón, al frente un escenario donde la orquesta desplegó un torrente de ritmo musical. Todo el mundo bailaba al ritmo de la música enloquecida.
Nosotros sólo nos mirábamos sin saber que hacer, su mirada era hermosa, era angelical, tenía el rostro de princesa y su nombre iluminaba mi solitario corazón: Mariluz. Nos miramos toda la noche, allí quedó prendado mi corazón, allí aprendió a latir con intensa ansiedad.
Hacía casi un año que mi padre había fallecido, estaba muy sensible y deprimido, me sentía solitario. Ahora sentía unas ganas infinitas de vivir, con su mirada y su leve sonrisa me bastaba, quería siempre tener su mirada y su sonrisa para mí.
Otro día nuestros hermanos mayores nos llevaron a un evento deportivo en el Club Atenas. Me senté junto a ella, pero en la grada inferior, así apoyaba mi espalda en sus largas piernas, allí sentí que en ella me podía apoyar. Todo ese Verano nos encontramos en la playa, primero de lejos, después algo más de cerca, para sólo mirarnos e intercambiar una leve sonrisa que mostraba nuestras almas llenas de candor.
Ella decía que yo tenía una enorme paciencia cuando su hermana menor quería jugar conmigo a la orilla del mar, se colgaba de mis brazos y brincaba a mí alrededor. Que más yo podía hacer, niña del carrizo, ¡qué fastidio! Era el precio que pagaba para estar junto a Mariluz.
Nos prometimos escribirnos cuando terminara el verano y ella regresara a Santiago, donde vivía con su familia. De hecho, nos escribimos tan pronto nos despedimos, lo hicimos muy seguido, cartas ingenuas llenas de inocencia y amistad, éramos muchachos que no conocíamos los senderos del amor erótico.
Nos escribimos durante dos años con ardiente ansiedad, mi más audaz expresión fue decirle: te recuerdo con cariño. Eran cartas simples, nos contábamos nuestras cosas e insinuábamos el afecto mutuo como una complicidad de nuestra correspondencia, que era sólo nuestra y de nadie más.
Durante dos años nos escribimos con inocente amor, nos expresábamos tanta ternura que mi alma alcanzaba el gozo del mayor placer espiritual. Después, la última vez que volvimos a encontrarnos, ella estaba más grande que yo, el destino nos hizo una jugada tragicómica, ella me dejó.
Son muchos los recuerdos de aquellos veranos. Una vez nuestros hermanos nos llevaron a un paseo a El Molle, a la orilla del río Elqui, cuyas aguas de la montaña bajaban saltando alegremente sin cesar, cincelando toda roca que encontraban a su paso, hasta darle hermosa redondez
Nos sentamos a la orilla del río, junto a algunos árboles, cerca de un rústico puente que llevaba a ese pequeño pueblo campesino. Al frente estaba un sauce que aquella vez apenas lo noté. Mariluz soltó su larga cabellera para dejarla mecer al viento y me preguntó si me gustaba así. No tenía palabras para decirle lo mucho que me gustaba, sólo la miré y le sonreí.
Muchos años después regresé al lugar, estaba con mi familia recorriendo todo el valle Elqui. Llegamos a El Molle que estaba muy diferente al de años atrás, junto al río había una posada y una piscina en el mismo cauce donde Priscila se baño. Ella tenía 5 años y era muy inquieta, sin ningún temor allí se bañó.
Con mis manos toqué el agua del río, estaba muy fría, cerré los ojos y sentí que lejanos estaban los recuerdos que tanto me hicieron suspirar. Miré a lo lejos y allá estaba un sauce a la orilla del río, no sé si era el mismo sauce de aquella vez, pero me perturbó, era un sauce que lloraba.
¿...Y mamá? ¡Ah, mamá!, siempre cuidando a su niño bueno. Cuando nos sentábamos con Mariluz a conversar, en el pequeño murito del borde del jardín de mi casa, nos contábamos las cosas cotidianas que nos ocurrían mientras mis hermanos menores jugaban en bicicletas. Pero mamá nos espiaba por la ventana. Un día la descubrí, sentí un pequeño ruido detrás de mí, más atento capté que era de la persiana de madera del dormitorio de mamá. Con la luz apagada, muy silenciosa, la ventana abierta y la persiana externa cerrada, nadie la podía ver. Tuve la certeza que estaba detrás de mí, pero no le dije nada a Mariluz. Mas tarde a mamá se lo reclamé, creo que no lo hizo nunca más.
Ese verano que Mariluz regresó tenía la oferta de la Escuela para realizar una práctica de estudiante en la salitrera Pedro de Valdivia, en el Desierto de Atacama. Nunca había salido de mi ciudad natal, ir a otro lugar era una aventura de un atractivo que no podía rechazar. Podría ir sólo 4 semanas y después regresar con Mariluz, así lo pensé y se lo explicaría a ella. Estaría el tiempo mínimo, sería mi primer trabajo en la industria que hizo la historia más importante del país al comienzo de éste siglo, esto era muy importante para mí. En la playa le contaría esto a Mariluz.
Ese día en la playa, tendidos en la arena tomando el sol, me acerqué un poco más, mi respiración se agitó, tenía que decirlo alguna vez, fue casi un susurro, mi voz estaba temblorosa, el corazón lo sentía violento en mi garganta, le dije: te quiero mucho, ella contestó: yo también. Nos dimos un beso suave y largo.
Después no sólo en la playa nos encontrábamos, sino también en el anochecer, en la pequeña plaza, frente a casa de la abuelita de Mariluz. Había un banquillo, a media luz, donde sentados nos abrazábamos tiernamente para decirnos "te quiero" y darnos besos inocentes que eran del alma, también eran del corazón.
Fue una semana de maravillosos encuentros, hasta que llegó el día de mi partida en tren a las salitreras del Norte. Nos despedimos en la estación del tren, toda mi familia también me despidió. Fueron dos días de viaje, muy lentos, cruzando paisajes inhóspitos de extrema aridez, hasta llegar a la Oficina Salitrera Pedro de Valdivia.
El desierto me deprime, no tiene vida, no hay ni siquiera un pequeño monte, una lagartija, nada, la aridez me angustia, me provoca un sentimiento muy grande de soledad. Pero al menos desde la ventana de mi habitación veía a lo lejos, en el horizonte, la figura de un árbol que me inspiraba admiración.
Un día no resistí la curiosidad y me fui sólo caminando para ver de cerca aquel árbol. Esa vez entendí que las distancias en el desierto son diferentes a como se aprecian a simple vista, ese árbol estaba mucho más lejos de lo que me imaginé. Sin embargo, caminé hasta llegar a ese árbol que estaba junto a la Planta de aguas negras del campamento minero, era un viejo árbol casi todo reseco, sólo una rama tenía algunas pocas hojas verdes, luchaba tenazmente para sobrevivir.
Ese árbol me enseñó que aunque sea difícil sobrevivir, debemos luchar hasta el final, siempre está la esperanza de vencer o al menos debemos perder con dignidad. Tantas veces he recordado ese viejo árbol del desierto, siempre lo recuerdo con admiración.
Me ofrecieron en la empresa quedarme más tiempo, pero yo quería regresar lo más pronto posible. A las 4 semanas estaba viajando nuevamente en tren de regreso a mi ciudad. Todo el tiempo sólo pensé en Mariluz.
Nos encontramos en la plaza de la ciudad, nos sentamos en el extremo opuesto del correo, al otro lado de la alegría, en un banquillo que estaba en un rincón oscuro y solitario. Me dijo, escondiendo la mirada: los sentimientos cambian, seamos sólo amigos. Nunca comprendí cuán frágiles pueden ser los sentimientos. En ese instante recordé tantas cartas que nos habíamos escrito y ahora me decía que los sentimientos cambian. Así no quiero tu amistad, contesté.
Nunca más la volví a ver. Esa noche caminé muy triste por calles vacías y llenas de soledad, estaba como el árbol del desierto, muriendo de languidez. Caminé muchas noches solitario por calles frías y oscuras tratando de olvidar, caminé durante años para cerrar tan grande herida de mi corazón.
Ella fue una bruja que hechizó mi corazón para destrozarlo de una vez. No sabía por qué lo había hecho, no lograba entender, en aquel momento sólo me convencí que era una bruja muy malvada. Ahora debía olvidar, nunca más un verano volvería a estar en esa playa, nunca más volvería a caminar los lugares en los que con ella estuve. Buscaría otros senderos del amor donde el placer es pasajero, sin promesas de lealtad.
Todas las mujeres tienen sentimientos frágiles, dan placer, pero no tienen lealtad, son como el cigarrillo, se deben fumar y después botar. Mamá se asustó y me aconsejó que no debía tener rencor, dijo acongojada: tu madre también es mujer.
Aprendí a recorrer otros caminos del amor, conocí el placer lascivo, el goce de la lujuria, pero no la olvidé. Entonces decidí que para olvidarla haría el Servicio Militar, del mismo modo como llegaban los desencantados de la vida a la Legión Extranjera en el Sahara, yo iría al servicio militar, porque allí los sentimientos se endurecen y los muchachos se vuelven hombres de verdad.
Estuve dos veranos en el cuartel practicando la guerra con los militares al pie de la cordillera de Los Andes. Ellos nos preparaban para la guerra, querían formar combatientes para pelear. Siempre nos humillaban hasta conseguir la obediencia absoluta que impone la férrea autoridad del que tiene el poder total. Allí sólo aprendí a odiar a los que me trataron mal.
No hace mucho días, después del almuerzo, sentado junto a Inés, la miré a los ojos y le pregunté sobre su primer amor. Ella se rió y me contestó con otra pregunta: ¿Qué quieres saber? Todo, le contesté. Se volvió a reír y noté su turbación. Entonces comprendí, todos tenemos un primer amor y su recuerdo escondido es un bálsamo del alma, así sea todo fantasía e imaginación.
El rencor lo perdí muchos años después, cuando comprendí que el primer amor nunca se puede olvidar. La perdoné, era sólo una niña que jugaba inocente al amor. Ahora el recuerdo es dulce, sin perturbación puedo decir: el primer y último amor son hasta la eternidad.


Capítulo II.
El Servicio Militar
El viento de la montaña es tan frío que cala los huesos, sólo dentro del refugio militar en El Juncal, cerca de Portillo, a pocos kilómetros de la frontera entre Chile y Argentina, uno se podía cobijar para sentir un poco de calor. A pesar de que era verano, el frío era muy intenso, especialmente al despertar cuando todavía no amanece, cuando se sentía el toque de diana para que los conscriptos nos levantáramos rápido y corriéramos a lavarnos en el pequeño riachuelo con el agua de los deshielos que fluía con su baja temperatura, tan fría que apenas se podía tocar.
Nos teníamos que lavar en el riachuelo, aguas arriba del pequeño galpón, porque éste estaba habilitado como nuestro baño público, montado exactamente sobre el canal de las aguas que se llevaban nuestros desperdicios fisiológicos. Después del almuerzo sólo teníamos media hora para hacer nuestras necesidades, sentados en las pocetas que eran una especie de cajón largo de madera con ocho huecos solamente, sin ningún tabique de separación individual. Y nosotros éramos ochenta conscriptos.
Era nuestro lugar de tertulias, porque mientras ocho estaban sentados haciendo sus necesidades, el resto nos sentábamos enfrente en el suelo haciendo cola para nuestro turno, con una muy animada conversación sobre temas diversos, protegidos dentro del pequeño galpón del fuerte viento frío de la montaña. Nadie podía demorarse más de tres minutos para que el tiempo alcanzara para todos, así es la disciplina militar, si no el que no alcanzaba se cagaba en la misma formación del escuadrón si no aguantaba.
La primera vez se me ocurrió que podía levantarme más temprano y estar con mayor intimidad haciendo mis necesidades en el baño, pero con el frío el organismo se congela y uno hace fuerzas sólo para entrar en calor, entonces me di cuenta que era preferible perder el pudor, además, cagar todos juntos era un acto social.
Maldito sea el día que se me ocurrió hacer el servicio militar, todos los días así lo volvía a pensar. Un segundo verano tuve que regresar al Cuartel Guardia Vieja, en la ciudad de Los Andes, para cumplir mi deber cívico, bajo el nuevo régimen para estudiantes que había extendido el adiestramiento de un sólo verano a dos ésta vez.
Así rumiaba mi rabia, porque no aceptaba la humillación de quien tiene el poder total y lo ejerce con arbitrariedad. ¡Al suelo! ¡Bombardeo de aviones!, gritaba el sargento con burla y desprecio, nos hacía revolcar en la tierra del suelo y quien no actuaba con rapidez sufría el fuerte dolor de una patada en el trasero. Después íbamos a almorzar con nuestros cubiertos sucios, llenos de polvo y un hambre de león.
Casi todos los días caminábamos por las laderas de las montañas para nuestro entrenamiento de combate como unidad de mortero, mi especialidad fue la de llevar el trípode y mi arte era ponerlo en la plataforma metálica para que encajara después el cañón. Apenas pesaba 4 kilos, pero después de caminar toda el día lo sentía con las patas enterradas en mis costillas de la espalda y pesando varias toneladas.
Caminábamos kilómetros y kilómetros hasta el lugar del supuesto ataque al enemigo: ¡imagínense que son argentinos!, nos gritaban. Hacíamos nuestras trincheras, montábamos con rapidez los morteros y disparábamos las bombas al objetivo militar, después descansábamos y nuestra comida era un pedazo de pan y una manzana, aquellas pequeñas manzanas han sido las más sabrosas de mi vida y muchas veces respeté la vida del gusano del interior, pero me la comía toda, completamente toda. Finalmente regresábamos caminando para llegar al refugio militar en el atardecer.
Aquel verano del año 1969 llegamos al cuartel más de 500 muchachos, obedeciendo el llamado de las Fuerzas Armadas para cumplir con el servicio militar bajo el régimen especial para estudiantes, pero sólo había cupo para 80 personas. Ofrecieron la exención a todo aquel que tuviera algún problema familiar o de estudio, pero finalmente quedamos casi 200 que deseábamos tener la pasantía por el cuartel.
Nos hicieron competir para seleccionar un grupo menor, corrí con desespero para quedar seleccionado y me aferré del cuello del que estaba delante de mí en la formación para que no me quitaran de la fila seleccionada. Los soldados antiguos que nos observaban nos decían: no sean estúpidos, váyanse de aquí, los van a maltratar y tendrán que volver el próximo verano también.
Quedamos finalmente algo más de 100 personas, nos hicieron formar en filas y el sargento comenzó a señalar con el dedo: uno, dos… cinco, fuera. Cuando me dijeren: ¡cinco, fuera!, recordé a mamá en la estación del tren despidiéndome con lágrimas en los ojos porque me iba al cuartel donde los muchachos sufren y se vuelven hombres de verdad. Estuve largo tiempo desconcertado y sentía que no era justo que después de aquella despedida tan emotiva fuera a regresar al otro día a mi casa sin haber hecho el servicio militar.
Por una recomendación de alguien desconocido me acerque al teniente y le dije que yo estudiaba Ingeniería Naval, carrera en la cual el servicio militar era una exigencia del plan de estudios  de  la  Universidad. Regresa a la formación, me ordenó el oficial. Yo corrí con enorme emoción, las lágrimas de mamá no habían sido en vano, las despedidas emotivas siempre se deben respetar.
No había pasado una semana y estaba completamente arrepentido de estar dentro del cuartel, allí nos humillaban y se burlaban de nuestra condición de estudiantes de la Universidad. La hombría se medía por la resistencia y la fuerza, la disciplina era la obediencia ciega y la astucia era no ser destacado, ni fracasado, ni de los primeros ni de los últimos. Tienen toneladas de estudios y ni siquiera saben disparar un fusil, se burlaba el sargento.
Los militares nos expresaban un enorme desprecio por la cultura y las inquietudes intelectuales, por lo tanto debía esconder mi espíritu lleno de sensibilidad que lo alimentaba con libros que devoraba con avidez en mi juventud. Los militares se consideran superiores a la sociedad civil, porque piensa que tienen capacidad para mantener el orden y la disciplina, esos son sus valores superiores.
En aquella época había participado con entusiasmo en las misiones católicas que lideraban varios curas jesuitas, algo revolucionarios y con mucha sensibilidad social, entre ellos el padre Rossi, profesor de filosofía del Seminario en La Serena, quien con un espíritu muy crítico me llevó a descubrir el marxismo y más tarde el existencialismo de Sartre.
Estaba ávido de literatura y con los libros que traía de la biblioteca de la Universidad recorrí senderos de fantasía que llenaban el mundo mágico de mi imaginación, recorrí una larga lista de autores de muy diversas corrientes del pensamiento: Morris West, Hermann Hesse, John Steinbeck, Jean Paul Sartre, Simone Beauvoir, Albert Camus, Fedor Dostoiesvky, Franz Kafka, Aldous Huxley, Antón Chejov y muchos más.
Pronto descubrí la literatura de crítica social, el cuestionamiento a la sociedad burguesa e industrial, me fascinó la literatura de Erich Fromm, Herbert Marcuse, Karl Marx, Rosa Luxemburgo, Vladimir Lenin y otros.
En aquella época el mayo francés de 1968 fue para mi símbolo de admiración por las manifestaciones de rebeldía que expresó la juventud en París para despreciar los valores de una sociedad que permitía la alienación del hombre. Soñaba con las manifestaciones que gritaban "la imaginación al poder", "prohibido prohibir".
Fue la época que me atormentaba no tener una respuesta definitiva sobre el sentido de la vida. Me decía con angustia que si Dios no existía, entonces todo no era más que un accidente sin una razón trascendente para vivir. Era tan simple y cómodo creer en Dios, pero... ¿y si no existe?
Descubrí con amargura el libro "La Náusea" de J. P. Sartre y sentí el vació de la existencia, me embargó un profundo sentimiento de angustia y soledad. Este libro marcó un hito en mi vida que nunca he podido olvidar, su contenido estaba muy fresco cuando ingresé al cuartel militar.
La prioridad en los primeros días en el cuartel era marchar de modo marcial y perfectamente sincronizados, lo más importante era mantenerse en posición firme durante horas, sin mover un solo músculo, el cuerpo tenso y sobre todo las nalgas bien apretadas. Pobrecito aquel que se relajaba, pues por atrás el sargento le sobajaba el trasero con un palo en forma de pene, ésta es la humillación más grande para un hombre, de inmediato se aprietan los glúteos que ni siquiera entra un alfiler.
Ese primer verano en el cuartel estuve en la División de Artillería, donde nos tuvieron el primer mes completo sin salir. El único contacto con el exterior era con una muchacha que nos vendía helados a través de un hueco en la pared, era una muchacha que al comienzo me pareció muy fea, pero semanas después era nuestra reina que estoy seguro invadía la imaginación de todos los conscriptos.
Nos dijeron que como estudiantes tendríamos una cinta tricolor como distintivo puesto en el hombro, sin embargo el primer domingo libre paseando por la plaza de la ciudad nos dimos cuenta que las muchachas nos miraban con desprecio, igual que a cualquier pobre soldado. A los soldados nos cotizaban muy mal y con el corte de pelo era peor, parecíamos delincuentes.
Había muchachas muy bellas paseando por la plaza, pero en ninguna captábamos su atención en nosotros, por más que queríamos resaltar la cinta tricolor. Con mis amigos nos conformábamos con caminar en círculos mirando a la gente y escuchando por los parlantes a todo volumen las canciones de moda de un cantante argentino, Sandro, cuyo tema decía: en esta habitación, se muere una pasión, en horas desoladas.....
Recordaba lo patriótico que me pareció cuando había visto un año atrás a mi amigo Colachín en uniforme militar del Cuartel de Alta Montaña de Río Blanco, sin embargo, en esa plaza me sentía un verdadero idiota. Había sido excepcionalmente tan simple quedar exento del servicio militar y hubiera estado disfrutando las vacaciones en mi ciudad y probablemente las hermanas de Colachín ya hubiesen logrado enseñarme a bailar, pues en su casa yo me dejaba tomar por ellas muy dócilmente y me dejaba apretar.
Tal vez hubiera estado también enseñándole matemáticas a la vecina de mi amigo Colachín, María Victoria, y recibiendo las atenciones de su mamá muy agradecida de mi esfuerzo para que ella aprendiera. Nos sentábamos en el comedor y yo muy cerca de ella le acariciaba las piernas con una mano, ella sorprendida y con inquietud me reclamaba con la voz bajita, su mamá tejiendo enfrente de nosotros y, sin darse cuenta de mis tentativas, le reclamaba que debía prestarme más atención para que pudiera aprender, luego yo mismo le reprochaba en voz alta que no se concentraba lo suficiente.
Esos pensamientos los tenía cuando estaba en las prácticas de guerra, arrastrándonos sin camisa bajo las alambradas, sintiendo sobre mí las balas de las ametralladoras para obligarnos a no levantar la cabeza, luego nos gritaban: ¡aviones!, lo cual suponía un bombardeo que nos obligaba a saltar a un canal profundo con arbustos de zarzamora cuyas espinas dejaban sangrando la piel con los rasguños.
El segundo verano nos asignaron a la División de Infantería, cuya prioridad naturalmente era caminar y correr, todo el día caminar y correr. Nuestros superiores eran dos destacados tenientes que competían con sus correspondientes patrullas para obtener méritos frente al capitán, ambos eran boinas negras, con entrenamiento de comandos en Brasil y Panamá, paracaidistas y karatekas. Al teniente más malo le decíamos el maricón sonriente, ya que disfrutaba con sadismo nuestro sufrimiento y nos exigía hasta el máximo de nuestra condición física.
A las 5 de la mañana nos despertaban y todos saltábamos de inmediato de la cama y corríamos desnudos hasta las duchas del baño, las cuales atravesábamos corriendo a lo largo de un interminable pasillo por el cual no se podía evitar las heladas aguas del amanecer. Después regresábamos a la habitación por nuestras toallas y nos vestíamos para los primeros ejercicios de la mañana.
Corríamos alrededor de todo el cuartel, a veces también salíamos a la calle, era un trote marcial gritando consignas de los militares o bien cantando a viva voz. A mí me gustaba la canción Lily Marlen: ....frente al cuartel... bajo el farol... Lily Marlen...
En el transcurso del día teníamos diferentes ejercicios, a mí me encantaban las prácticas de tiro con el fusil ametralladora en el polígono, era la única vez que no nos trataban demasiado mal, pues teníamos un arma de fuego en la mano. En cambio, odiaba las prácticas en el campo de obstáculos, allí nunca logré saltar los charcos y siempre me caía quedando con barro hasta en el alma.
Todo esto me sirvió para aprender a resistir sin perder la razón, lo más importante era mantenerse alerta sin perder el juicio, pues allí la locura está demasiado cerca y debía cuidarme de no volverme loco como le ocurrió en la Universidad a mi apreciado amigo John.
Con John estudiamos juntos todo el nivel secundario y luego entramos a la Universidad en la misma carrera. Muchas veces nos quedamos fuera de las clases para jugar enviciados el ajedrez que la mayor de las veces me ganó, él era muy inteligente y fue un gran amigo. Su familia en La Serena siempre me atendió muy bien.
Una vez, de la misma manera como jugábamos entre compañeros de estudio, le lancé de sorpresa la inmensa lámpara del salón de clases, un plafón igual que un balón de fútbol, para que con rapidez lograra agarrarla con las manos, pero el se quedó paralizado y nos pareció que en cámara lenta la bola de cristal cayó al suelo haciéndose añicos con gran estruendo. Todos corrimos a escondernos y evitar que nos identificaran.
Cuando lo visité en su mayor crisis de esquizofrenia, me recordó aquello de varios años atrás y que yo ya había olvidado: Alex, el inspector  nos va a expulsar por romper la lámpara del salón, me lo decía con extrema preocupación. Compartí la angustia de su familia y lo visité con frecuencia hasta su recuperación.
Estos recuerdos acompañaron mi experiencia en el cuartel, por ello sentí un enorme alivio al terminar el servicio militar. Al final recibimos un discurso de despedida muy emocionado del capitán y los tenientes. Al maricón sonriente le brotaron lágrimas de los ojos, en cambio, yo me quedé con un desprecio por la disciplina militar, mi espíritu es crítico y reflexivo, no puedo aceptar la autoridad con arbitrariedad, no puedo aceptar el abuso de poder. Allí aprendí que la rebeldía se puede contener, pero no se puede eliminar, el pensamiento crítico jamás se puede encarcelar.

Santiago
Cuando joven mi meta era obtener una profesión en la Universidad Técnica de La Serena, institución en la cual era un estudiante destacado y sentía el aprecio de profesores que me tenían en alta consideración. Había ingresado a mi carrera con apenas 16 años y con el mejor puntaje en la prueba académica de ingreso.
Sin embargo, mis ansias secretas eran continuar mis estudios en Santiago, en la Escuela de Ingenieros de la UTE. El verano que regresé del servicio militar hicimos una reunión familiar, hablamos de la posibilidad de que yo me fuera a estudiar a Santiago, había muchos riesgos y nuestros recursos eran muy limitados, sólo había una alternativa, esa era que Pepe me ayudara y allí él lo prometió. Me iría a estudiar a Santiago, sentí una inmensa emoción.
Arreglamos las maletas para mi viaje, seleccionamos los mejores calcetines y calzoncillos de Pepe y Jorge para llevármelos, las frazadas de Cecilia, también el abrigo y la bufanda de papá. Lo más importante fueron todos los consejos de mamá para que me cuidara e hiciera las cosas bien. Siempre tengo conmigo sus consejos.
Era Marzo de 1970 cuando llegué a Santiago con un grupo de compañeros de la Universidad de La Serena, nos fuimos de inmediato a hacer la inscripción en la Universidad y después a buscar una residencia de estudiantes donde alojar. Salimos caminando por la Quinta Normal y luego recorrimos la calle Huérfanos, en sentido hacia el centro de la ciudad.
Caminamos y pasamos por el frente de la casa donde vivía la familia de quien fue mi amor platónico, sentí una extraña emoción y me asusté, nunca la busqué y nunca la vi. Muy cerca revisamos una pensión donde yo no quise vivir, entonces caminamos hasta la plaza Brasil y cerca de allí decidimos alquilar una habitación para los tres que veníamos de Coquimbo.
Era una residencia horripilante, un segundo piso de horror y espanto, completamente oscuro en su interior, con unas escaleras que sonaban como en una película de terror. A mediodía nos servían unas sopas marineras, agüita salada con un poco de arena en el fondo del plato. Todo eso no me importaba, estaba allí para estudiar y lo hice con intensidad infinita para alcanzar mis ilusiones.
El negro Araya vivía con nosotros, a él siempre su esposa le enviaba paquetes de Coquimbo con tortas, dulces y aguacates, junto con dinero y una carta que observábamos que leía con mucha preocupación. El negro reaccionaba con una rabia inmensa y lanzaba los aguacates contra la pared, al día siguiente entre todos nos comíamos esas paltas golpeadas y él muy extrañado se preguntaba por qué estaban negras y machucadas.
También con nosotros estaba el flaco Piccolo, quien junto con el negro Araya me veían como un muchachito mucho menor que tenía que aprender a tomar cerveza hasta el amanecer en los bares de Santiago. Por la influencia de mis buenos amigos aprendí que hay límites que a uno lo hacen vomitar hasta el alma. La cerveza la sentía amarga, pero me empezó a gustar.
Apenas había estado un mes y comencé a sentir un inmenso cansancio contra el cual luchaba tenazmente, sentía un frío infinito, pero yo quería estudiar y no perdería esa oportunidad de luchar por mis aspiraciones. Un día Pepe me visitó cuando ya estaba muy enfermo, con una fiebre insoportable, de inmediato lo notó y me llevó de regreso a mi casa, junto con mamá. El médico diagnosticó tifoidea, lo que también llaman salmonella, debido a la comida de verduras regadas con aguas negras. Estuve un mes con tratamiento de antibióticos para recuperarme del enorme debilitamiento que la enfermedad me produjo.
Regresé a Santiago con el sentimiento de frustración, pues había perdido demasiado tiempo y sabía que no podría recuperarlo, iba a perder el semestre, que en realidad son 4 meses efectivos de estudio, y lo tendría que repetir. En mi interior no me vencí, esto era demasiado importante para mí, me puse a estudiar con la mayor concentración durante todas las noches, me amanecía estudiando y sólo dormía en la mañana cuando mis compañeros de pensión iban a clases a la Universidad.
Nunca en mi vida he estudiado con tanta intensidad, estudiaba rápidamente sólo para comprender, sin memorizar nada, no tenía tiempo, luego iba sólo a los exámenes sin preocuparme por los resultados ni asistir a clases. Al final del semestre logré aprobar todas las materias, fue mi triunfo extraordinario que me llena de orgullo. Tantos estudiantes con más recursos fracasaron, en cambio yo vencí. De más de 100 estudiantes de mi carrera, apenas aprobamos todas las materias 20, y yo lo hice corriendo con un solo pie.
No fue fácil, menos aún considerando que una noche me expulsaron de la pensión donde vivía. Los días domingo me relajaba y salía a caminar, así fue como un día conocí en la calle a Yelly, simplemente le hablé y la acompañé caminando hasta la Alameda donde ella se fue en autobús. Nos empezamos a encontrar con frecuencia y un romance de fines de semanas se inició.
Lo que más me gustaba de Yelly eran sus piernas, estaban llenas de ardor y suavidad. Un día la llevé a hurtadillas a mi habitación, pero esa maldita escalera crujía cada vez que pisaba un peldaño. Creí que nadie me había visto, pero no fue así.
Más tarde alguien golpeó la puerta de mi habitación, yo no la abrí. Golpearon más fuerte y con violencia, luego con empujones la rompieron hasta abrirla. Entró furioso "El Moncho", dueño de la pensión, y me zarandeo mientras yo trataba de subirme los pantalones y protegía a Yelly para que se arreglara sus vestidos. Me gritó que había irrespetado su residencia y que me debía ir de inmediato.
Mis amigos me ayudaron a hacer las maletas, pero nadie me defendió. Esa noche antes de irme escribí con letras grandes en los baños y en los pasillos: Moncho maricón. Me fui a una nueva pensión en la esquina de la calle Huérfanos con la Avenida Brasil, era una inmensa casa colonial donde alquilé una habitación individual cuya puerta de entrada daba hacia el patio interno, allí tenía luz del día y nunca lleve a ninguna muchacha a esa habitación.
De todas las experiencias siempre queda algo positivo. Cuando tuve síntomas de eyaculación precoz, el tratamiento fue muy sencillo, simplemente me frenaba imaginando que alguien golpeaba la puerta. ¡Santo remedio, Moncho!
Con Yelly tuve momentos de mucho placer, conocí con ella casi todos los hoteluchos de la calle Santo Domingo, donde las habitaciones sólo se separan por un delgado tabique de yeso que permite que se escuchen todos los gemidos de la pareja vecina. Son hoteles donde le golpean la puerta de la habitación para avisar que la hora de alquiler está por terminar,
Yelly, mi amor de los domingos por más de un año, se volvió un compromiso que afectaba mi libertad, así no podía ser. Le comencé a decir que era un hombre malo, le inventaba que tenía muchos hijos sin reconocer, pero ella me seguía buscando y en cada encuentro sus lindas piernas me tentaban otra vez.
Una vez tomé la firme decisión de mantener la relación sólo como una amistad, lo hablamos y así nos seguimos viendo todos los domingos, salíamos a caminar, a veces íbamos al cine. Es lo peor que hice, nunca vi las películas en el cine, tampoco veía sus piernas, pero… ¡caramba, cómo las sentía!
Qué difícil es terminar un amor sin herir. Ojalá Yelly me haya perdonado. Intenté terminar de muchas maneras, pero lo hice de la peor forma Es la maldad más grande que he hecho en mi vida, lo recuerdo con horror. Hicimos el amor y después le dije que no deberíamos vernos nunca más, se fue con llanto en los ojos, mi conciencia también a mí me hizo llorar, fui un hombre muy malvado.
Los estudios eran mi prioridad, cuando terminé con Yelly me aislé durante muchos días y ni siquiera busqué a Alicia, a quien recientemente conocía. A Alicia la conocí estando en la nueva pensión, después de la expulsión de la residencia de "El Moncho". Un día contesté el teléfono y ella preguntó por la hija de la dueña de la residencia, hablamos con mutua curiosidad y nos citamos en la plaza Brasil, me dijo que llevaría un abrigo gris y un pañuelo rojo al cuello.
Fue divertido conocernos así, me pareció demasiado flaca con una nariz muy grande que le quitaba algo de atractivo, pero sus pechos pequeños despertaban mi curiosidad. Nos encontramos muchas veces sólo para conversar sentados en la Plaza Brasil, después la acompañaba a su casa cerca de la Alameda, donde ella vivía con sus tías.
Me contó que estaba separada porque su esposo era lunático, creí que eso significaba que era un poco loco o algo maniático, pero ella riendo me explicó que lunático era porque su esposo sólo hacía el amor cuando la luna estaba llena. Ella un día descubrió horrorizada que su esposo era homosexual.
Simpatizamos, un día nos acariciamos, otro día me dejó entrar a hurtadillas a su habitación, cuando sus tías estaban dormidas. Hicimos el amor y nunca en mi vida he visto una mujer tan agradecida que me miraba con enorme admiración. No tengo ningún atributo extraordinario, soy simplemente una persona normal, pero ella, pobrecita, tenía una referencia de comparación de muy pobre condición.
Alicia conmigo aprendió que no era necesario que hubiera luna llena para hacer el amor y yo aprendí que lo más importante es la satisfacción de la mujer, allí me sentí orgulloso de dar placer a una mujer. De madrugada me atendía con unos desayunos espectaculares y después debía salir en puntillas antes que se levantaran sus tías.
Ella me entregó su amor sin condición, pero comencé a sentir un exceso de atención, al comienzo me pareció una comodidad que me lavara y planchara las camisas, pues a mí nunca me resultaba muy bien, pero luego entendí que aquello era un compromiso que creaba ilusiones de un futuro para los dos.
No quería compromisos y me fui distanciando de Alicia cada vez más, prefería tener mis camisas mal planchadas, de modo que simplemente un día desaparecí, ya había conocido a Inés. Un día encontré a Alicia en un autobús, me dijo que siempre me había estaba esperando, no supe que contestar, sólo dije que la llamaría por teléfono, pero no lo hice y creo que nunca más la volví a ver, creo que nunca más.
Hace dos años atrás, cuando viajaba desde Caracas a Panamá, en primera clase se sentó una señora que cuando la vi de frente me impresionó, era igual que Alicia y su fisonomía era muy particular, su nariz era igual, ella ni siquiera me miró y yo no me atreví a hablarle. Me quedé en Panamá y ella siguió el vuelo con destino a México, ella se parecía tanto a Alicia y, al igual que yo, ella estaba también con mayor edad, suspiré y me dije: el pasado quedó atrás.
Al año siguiente de mi llegada a Santiago, la Universidad me dio una beca que consistía en un cupo para el pensionado, una residencia estudiantil. No acepté el de la calle Huérfanos, esperé una oportunidad para un lugar en la residencia de la calle Santo Domingo. Meses más tarde éste pensionado se mudó a una nueva residencia en la calle Román Díaz en Providencia, donde estuve hasta que terminé mis estudios  en la Universidad.
Además tenía la beca de alimentación para almorzar todos los días en la Escuela de Artes y Oficio, después me conseguí un préstamo de estudiante que otorgaba la Junta de Auxilio Escolar y Becas, también tenía otro préstamo del Instituto de Ingenieros de Minas y finalmente tenía un pequeño salario como Ayudante de Profesor. Tengo un inmenso agradecimiento por la ayuda que mi hermano Pepe me brindó para mantenerme en Santiago el primer año, pero siento el orgullo de muy pronto haberme vuelto económicamente independiente. Mis recursos eran limitados, pero eran suficientes para realizar mi sueño de lograr mi profesión.
Mis triunfos en el estudio me otorgaron enorme confianza en mí. Éramos más de 100 estudiantes de Ingeniería de Minas en el primer semestre, pero en el último curso sólo éramos 5 alumnos. El exceso de confianza me llevó a fracasar en una materia en el penúltimo año de la carrera, me enfurecí conmigo mismo, nunca me había ocurrido y se manchó una trayectoria de estudiante que me llenaba de orgullo.
El año siguiente me inscribí en todas las materias del semestre correspondiente, más la materia que había repetido e incluso comencé a estudiar paralelamente Ingeniería Industrial, carrera que no pude terminar más tarde por mis compromisos de trabajo. Compensé con exceso mi fracaso anterior, me reafirmé que las metas se consiguen luchando con tesón, reafirmé la confianza en mi inteligencia, pero allí me di cuenta que perdí la capacidad de memoria, pues sólo ejercitaba el razonamiento y descuidé la memorización. Me cuesta tanto recordar.
La falta de memoria me produce incómodas situaciones. En el campamento minero de Minerven, en El Callao, había una vecina con quien teníamos una relación muy amistosa y cordial. Ella tuvo un parto y a mí se me olvidó, cuando la encontré en el Banco del pueblo exclamé con voz alta, rodeado de gente que escuchó, aludiendo a su embarazo que suponía no había terminado: ¡Qué gordita está! Ella se sonrojó y contestó: ¡Después del parto quedé así! Tratando de arreglar mi error le dije: ¡Su niño es muy hermoso! Ella me corrigió: ¡Fueron mellizas!
Con toda mi mala memoria tengo el recuerdo de mi vida de estudiante en Santiago como una lucha titánica por vencer en la Universidad. Además, en las vacaciones de verano me iba a realizar prácticas de estudiante en la industria. El primer año me fui a Mantos Blancos, un campamento minero cerca de Antofagasta.
Allí estuve con un grupo de estudiantes de varias universidades del país, vivíamos más de quince muchachos en una casa de huéspedes. Nos llamó la atención que el día jueves, cuando era el pago semanal, llegaban prostitutas de Antofagasta y se instalaban a trabajar en las habitaciones de los obreros que vivían en las barracas de la compañía.
Llenos de curiosidad nos fuimos a mirar. Las mujeres dejaban la puerta abierta y tendidas en la cama llamaban la atención, así como la imagen de la pintura de la Majá Desnuda. Sólo tenían puesto una pequeña toalla que les medio tapaba el pecho y casi nada de las piernas. Se caminaba por un pasillo muy largo mirando las habitaciones con las mujeres en exhibición como quien ve el ganado en una feria para elegir la mejor res.
Nos paramos frente a una mujer que nos sonrió, mis amigos dijeron que ella era para mí, sentí la presión inmensa de mis amigos y mi hombría parecía estar comprometida en aquella situación. Me decidí a entrar para no quedar como maricón y de inmediato aquella mujer se quitó la toalla y vi un espectáculo tan horrible, siempre me ha encantado la desnudez de una mujer, pero aquella vez me pareció tan horrible y la sentí como la degradación más escalofriante de la condición humana.
Nunca he hecho el amor con una mujer que no me guste de verdad, aquella vez no fue la excepción. Simplemente le pagué lo que ella me exigió, ella recibió el dinero con frialdad y se puso de nuevo la toalla para tapar tanta fealdad. Le pedí que me permitiera esperar un momento más, pues al salir les debía contar a mis amigos historias de semental. Mis amigos me preguntaron detalles que inventé para satisfacer su morbosa curiosidad y proteger la supuesta hombría que se mide como animal.
Me siento orgulloso de ser así, a la mujer le tengo que sentir el alma para disfrutar verdadero placer y satisfacción. Aunque es verdad que a veces las cosas no me han resultado bien, también he fracasado. Así me ocurrió cuando estuve después, por segunda vez, en la salitrera Pedro de Valdivia. Aquella vez conocí una simpática muchacha de Antofagasta que también realizaba una práctica de estudiante.
Después de galanteos durante varios días, nuestros amigos nos dieron la oportunidad de quedarnos solos en la casa donde alojaban las muchachas de manera temporal. Era mi oportunidad para un mayor avance en esta aventura de amor. Las caricias cada vez con mayor pasión nos llevaron hasta su habitación, pero en cierto momento ella recordó que tenía que tomar un medicamento.
Muy extrañado observé que ella tomaba unas pastillas de color azul. Tanto insistí en saber qué estaba tomando que ella con cierta incomodidad me explicó que sufría de ataques de epilepsia Cuando un hombre promete amor después no se puede arrepentir, darme cuenta de aquello fue terrible para mí.
La acaricié y traté de llevar su excitación al mayor placer, pero cuando sentía su respiración agitada creía que se iniciaba el ataque de epilepsia y me entraba una enorme desesperación, perdía todo entusiasmo sexual. Trataba de relajarme y lo volvía a intentar, pero no lo podía lograr. Toda la noche lo intenté y siempre fui un fracaso, fue mi mayor frustración.
Es terrible para un hombre sentir que no está a la altura de las expectativas de la mujer. En Santiago con mi amiga Rosalina la pasé muy bien, era muy fea y mis amigos a escondidas le decían "la feto", era espectacular, sin embargo, a veces la notaba muy exigente con sus iniciativas que no esperaban mi recuperación, parecía una ninfómana. A Rosalina la lleve una vez a mi habitación en el pensionado de Román Díaz, colgué afuera el cartel rojo para que mi compañero de habitación esa noche buscara otro lugar donde dormir. Con ella aprendí cosas nuevas del amor, entendí que hay muchos caminos para el placer, Rosalina era una experta. Todo extenuado apenas escuchaba que me decía: ¡hagámoslo otra vez!, pero mis fuerzas no alcanzaban para campeón, apenas soy un aficionado.
Otro verano estuve en Punta Arenas y Tierra del Fuego. Cuando lo recuerdo me da un hambre terrible, allí estuve todo un fin de semana sin comer. Llegamos al Hogar de Cristo un fin de semana, nos dieron una habitación y sentimos mucho amor cristiano, pero no tenían nada para comer, es terrible sentir el dolor del hambre infinito en el mismo centro del estómago, es un dolor intenso y punzante.
El lunes temprano nos recibió una secretaria de ENAP, la empresa estatal de petróleo, quien nos ofreció un café bien caliente. Josefina fue quien me brindó el café más sabroso de mi vida, tenía una ansiedad inmensa de tomar algo bien caliente. Miré con agradecimiento a Josefina y ella me regaló una bella sonrisa.
Nos enviaron a Tierra del Fuego, pero siempre llame a Josefina por teléfono con cualquier excusa, le pedía catálogos, manuales y todo tipo de información de la empresa. Una vez me fue a visitar al campamento petrolero y disfrutamos los juegos de caricias entre risas que expresaban nuestra espontaneidad. Me explicó que sentía sus piernas muy flacas y que una amiga le decía que engordarían cuando hiciera el amor. Me pareció muy gracioso y sin convencimiento alguno le dije que en Punta Arenas la iba a ayudar.
Estuve la última semana de mi pasantía de estudiante en las oficinas de Punta Arenas, fue una semana maravillosa con Josefina, nos quedábamos hasta muy tarde solos en la oficina, un edificio moderno con grandes ventanales. A veces se nos olvidaba apagar la luz y sentíamos vergüenza porque desde otros edificios era posible ver todo el interior de la oficina.
Nunca después le pude preguntar si le engordaron las piernas, pero esa camisa que me regaló fue la más bella que lucí durante años, hasta que un día se quemó. Inés lo supo un día, yo mismo se lo conté, le dije que era una camisa especial para mí. No sé cómo pudo ocurrir, un día se quemó.
Mis aventuras de amor lujurioso y otros romances pasajeros nunca debilitaron mi prioridad de terminar mi carrera profesional, creo que más bien me ayudaron a mantener un equilibrio emocional. Egresé de la Universidad con 22 años, el más joven de mi promoción, muy orgulloso de mi juventud y lleno de ideales donde el dinero era lo menos importante, ahora la meta era la excelencia profesional.
Antes de egresar de la Universidad me ofrecieron un puesto de trabajo en el Centro de Investigación Minero y Metalúrgico, CIMM, como ayudante de investigador. Seleccionaban a los mejores de diversas Universidades para prepararlos como la nueva generación de relevo que sería líder del progreso en la industria minera del país, era parte del sueño de grandeza de mi país.

Somos diferentes
Mi vida esta llena de momentos de encanto que resultan de la emoción de construir a partir de nada, con voluntad y esfuerzo, con la firmeza de los principios asumidos, desde la extrema escasez de recursos, sobreponiéndose a los obstáculos del camino para avanzar sin cesar.
Es para mí de mucha significación el día que con Inés decidimos vivir juntos. El destino cruzó el camino de nuestras vidas y luego fue nuestra decisión continuar juntos, sin respetar normas ni convencionalismos, con la firmeza de nuestra rebeldía.
Simplemente decidimos vivir juntos, con la convicción de que podríamos construir la felicidad sin que fuese necesario firmar un contrato civil, no sólo dijimos que no lo necesitábamos, también lo despreciamos, pues para lo nuestro no eran necesario padrinos, ni fiesta, ni reglamento civil, ni ceremonia de iglesia. Que mayor prueba de amor asumir el riesgo de la crítica de los que no se atreven a rebelarse del formalismo de lo social.
Juntamos nuestras cosas, mi ropa y todos mis libros, muchos libros, una maleta de Inés, dos frazadas, sus pinturas, muchas pinturas y nada más. Nos fuimos a un pequeño apartamento que logramos alquilar en un sector popular al Norte de Santiago, en la población Juan Antonio Ríos de Renca.
El apartamento tenía una pequeña cocina a gas, un lavaplatos y un pequeño mueble con gabinetes para guardar una olla, la tetera, un sartén, dos cucharas, un tenedor y un cuchillo con la marca "Propiedad del Estado", que mantuvimos como recuerdo de los comedores de la Universidad.
En una habitación extendimos varios periódicos viejos y sobre ellos pusimos las frazadas que hicieron de aquel rincón nuestro más íntimo nido de amor. La otra habitación estaba repleta de libros en el suelo, muchos papeles de la universidad y trabajos de Inés, dibujos, pinturas y el atril para trabajar.
Somos diferentes, nos dijimos, así vamos a triunfar. Sentía la emoción de irrespetar al mundo, qué importaban los demás si Inés siempre estaba junto a mí, leal y solidaria, con toda su confianza depositada en mí. Era Diciembre de 1973, cuando ya habían transcurrido cuatro meses de la dictadura de Pinochet.
Sentíamos la angustia de la sangre derramada por miles de personas que lucharon por un ideal, pensábamos que una sociedad mas justa y solidaria se podía lograr, una convivencia social donde lo humano fuese lo primordial. Tanques y fusiles terminaron la ilusión, había llegado la hora de la venganza y la traición.
La Navidad y Año Nuevo estuvimos solos, nuestros pocos amigos viajaron a su hogar, otros estaban presos en el Estadio Nacional. Nosotros empezábamos un nuevo hogar, esperamos la noche de fin de año y en la pequeña cocina preparamos la cena, comimos   chinchurrias   fritas (chunchules, le dicen en Chile) y prometimos continuar nuestro amor. Para mucha gente lo romántico son las flores y la poesía, para mí el cariño con pasión lo representa un plato de chinchurrias fritas en aceite y mucha sal. Pues bien, le dije a Inés, esto es muy serio y ahora nuestras familias lo deben saber.
Escribí a mama y le envié como regalo un televisor, en la carta le conté que para Navidad una compañera fue el regalo que tuve la fortuna recibir. También Inés escribió a su mamá y le habló de mí, explicando que iba a empezar una nueva vida.
Mamá se sorprendió, no me habló en seis meses y dijo que yo ya no era su niño bueno. ¿Por qué mamá fue tan dura conmigo? Siempre he sido bueno y nunca a nadie he querido dañar, recuerdo que tía Juana dijo que yo iba a ganar el cielo. Me hirió mucho el largo silencio de mamá, pero yo sabía que el precio de la independencia y la rebeldía caro se debe pagar.
En cambio, la mamá de Inés al día siguiente llegó procedente de Ovalle, ciudad donde vivía y que está al norte de Chile. La recibimos con la mayor amabilidad y la llevamos a nuestro apartamento, le dije que lo nuestro no era una aventura pasajera, sino un compromiso de nuestro amor. Me miró desconfiada y me di cuenta que no entendió, sin embargo, toda la noche hablamos y se inició una mayor confianza.
Ya muy tarde el cansancio nos consumió, entonces muy respetuoso me despedí y a mi habitación me retiré. Que difícil situación la de Inés, ella frente a su confundida madre debía responder, pues a mi lado algo pecaminoso parecía acontecer. Para una hija frente a la madre es difícil irse a dormir con un hombre que no es su marido ante la iglesia, ni ante la ley, sólo es marido ante la promesa del amor. Sé la incomodidad de Inés en aquella circunstancia donde es difícil aparentar naturalidad. De mi habitación, en voz alta la llamé: ¡Inés, vente, es hora de dormir!
Al día siguiente llevamos a la señora Ema al cine. Claro, como ella no es de la capital, se confundía y no sabía exactamente como actuar. En el cine la notamos muy alta, ¿qué le pasa señora, acaso se siente mal?, preguntamos. Es que este asiento es diferente, nos dijo, es más alto que el de ustedes, decía sentada en el borde del cojín vertical, sin bajarlo del respaldar.
Al salir del cine, en la oscuridad, extendí la mano para tomar la de Inés. No nos dimos cuenta, pero salí del cine tomado de la mano de la señora Ema, quien convencida estaba que tomaba la mano de Inés. Esa noche reímos mucho y todos quedamos en paz.
Después vino mi hermano Jorge desde Valparaíso, donde él estaba estudiando. En él encontré más palabras de comprensión, aunque recordaba su frase que una vez dijo en casa de mamá, aludiendo a mi cuñada y a Inés, aquella vez con despectiva actitud expresó: ¡Otra plasta más!
Plasta se dice en el campo a la mierda fresca de los animales. Sin embargo, mi hermano compartió gratos momentos con nosotros y se comportó como nuestro aliado,
también trajo mensajes de mamá para quien más respeto exigió y luego se marchó.
Inés y yo más unidos nos sentíamos, porque si era necesario contra todos estaríamos si se oponían a nuestro amor. Igual que en mis sueños, contra fantasmas, dragones y malvados estaba dispuesto a combatir para impedir que afectaran nuestra unión.
Comenzamos a construir nuestro hogar. Lo primero era comprar una cama donde expresar nuestra pasión. Juntaríamos suficiente dinero para comprar una amplia cama, doble plaza, para en ella disfrutar el reposo y la lujuria del amor. Mientras tanto sólo nos alcanzó para comprar el somier y el colchón de doble plaza, marca Zing, de primera calidad. En el futuro compraríamos el catre o estructura de soporte del conjunto total.
Afortunados fuimos que en el periódico vimos el aviso de venta de un catre usado muy barato, el cual compramos de inmediato sabiendo que sólo era de tres cuarto de plaza, es decir, para una cama de niño pequeño, pero a su vez era una solución muy barata.
Pusimos el somier encima del catre que acabábamos de comprar, tan sólo debíamos cuidar el pequeño detalle de que era necesario acostarse o levantarse ambos a la misma vez, caso contrario, se levantaba del lado contrario igual que un balancín, perdiendo completamente el equilibrio y toda la organización de la ropa de cama.
Me siento muy unido a Inés, estoy seguro que este sentimiento de unidad proviene del somier marca Zing. Siempre debo moverme al unísono con Inés, caso contrario, todo resulta un desastre, igual como la cama parecida a un balancín. Ella es mi equilibrio, mi contrapeso, sin ella no podría vivir.
Para mi diciembre es el mes del amor, muchos de mis amores nacieron en diciembre, platónicos, eróticos o lujuriosos, muchos amores. A Inés la conocí en una fiesta de fin de año en el pensionado de la Universidad, fue el año 1971, la recuerdo a ella como una muchacha encantadora llena de gracia y muchas ganas de bailar.
Esta vez los organizadores de la fiesta queríamos variar, queríamos conocer otras muchachas, entonces invitamos a las niñas del pensionado universitario de la calle 18. Yo estaba en la comitiva que la fuimos a buscar para traerlas en un autobús de la locomoción colectiva. Me presente con el mayor encanto y una sonrisa de Don Juan, allí estaba ella, quien de un comienzo captó toda mi atención.
Bailamos toda la noche y luego la saqué a caminar por los alrededores. Hablamos de las estrellas, la luna, las montañas y el mar, con ella todo era diferente, caminando por las calles solitarias sentíamos deseos de hablar y también sentíamos deseos de escuchar nuestro íntimo sentir. Sé que pensó que yo era una persona muy diferente, muy sensible, y que así me quería conocer más.
Pasaron muchos meses antes que la volviera a ver. No la olvidé, pero tampoco la busqué, pues confieso que sentía el temor de que un compromiso afectara mi libertad. Era más simple el placer, cual fuego apasionado, con mi fea amiga Rosalina, la feto. También más gratificantes y menos comprometedor eran mis entradas a hurtadillas a casa de Alicia, sin que sus tías sospecharan la presencia mía.
De aquel tiempo tampoco olvido la hermosa Jesica, con su rubio pelo largo y enormes ojos claros, con quien largas horas pasábamos sentados en la escalinata de la puerta de su hogar. Este amor no fue carnal, pero las líneas de mis manos tienen el recuerdo de la tersura de sus pechos que no aceptaron la aventura del placer lascivo que la serpiente del árbol prohibido me inducía a consumar.
Y cómo olvidar mis aventuras de ese verano en Punta Arenas, donde conocí a la delicada y dulce Josefina. Con ella aprendí como se debilitan los principios para compartir sin convicción su alocada idea para engordar sus flacas piernas. Nuestra despedida estuvo llena de emoción, sabíamos lo pasajero de la relación, pero me dejó marcado el corazón. Me regaló una hermosa camisa color violeta que usé durante algún tiempo y que no sé cómo se quemó, marcada la plancha quedó cerca del corazón, la tela se volvió negra y carbonizada.
Esto me recuerda lo celosa que es Inés. Cuando hablo dormido en la noche, me tranquiliza no para hacerme despertar, sino para que siga hablando y me hace preguntas sin cesar. Sin embargo, ella conoce de modo general todos mis amores, sabe que el pasado no se puede borrar, simplemente se debe aceptar.
Sus celos a veces son muy ridículos, tal es el caso de cuando la invité a Trinidad donde yo tenía ya un mes haciendo un curso de Inglés junto con un grupo de jóvenes, la mayoría provenientes de Venezuela. Una semana compartió conmigo y allí conoció algunas amistades mías. Cuando estaba haciendo sus maletas para regresar, mientras yo debía continuar allí un tiempo más, tomó mi traje de baños y dijo muy seria: Alito, esto tiene mucho peso, a ti te va a molestar, es mejor que yo me lo lleve. No contesté nada, para mis adentro sonreí con comprensión, sé que en su imaginación me veía en la playa rodeado de muchachas aprovechando mi libertad. Sin traje de baños me tuve que quedar.
Después de aquel verano cuando conocí a Inés, en la Universidad la volví a ver en el mes de marzo, cuando se iniciaron de nuevo las actividades académicas y estudiantiles. Iba corriendo por un pasillo saltando alternadamente en un pie y otro. Nos encontramos de sorpresa frente a frente, sentimos como un rayo cuando chocan dos nubes, sentí una enorme turbación.
Hola, dije, sintiendo los latidos de mi corazón, no supe más nada que decir, ella tampoco dijo más y corriendo se fue a contarles con emoción a sus amigas que se había encontrado conmigo. Después en muchas fiestas de mi pensionado nos volvimos a encontrar y el cariño mutuo nos llevó por el sendero del amor. Compartimos muchos sueños e ilusiones. La aventura se inició.
Me entregó su cariño leal, puro y virginal, testigo fue aquel viejo colchón del cuarto abandonado de aquel caserón convertido en el pensionado para estudiantes de ingeniería de la Universidad, en la calle Román Díaz de un sector residencial de Providencia. Fue una noche de invierno en que el frío de la montaña nevada de Los Andes se apagó.
Almorzábamos siempre juntos en los comedores de la universidad, donde tenía la ventaja de comer mi ración más la mitad de ella que sufría siempre malestares de la vesícula. Sin embargo, los domingos debía yo mismo preparar mi comida en la cocina del pensionado. Para demostrar mis habilidades culinarias un día invité a Inés a almorzar en mi residencia estudiantil. Como no tenía ollas, preparé mis latas vacías de potes de leche para hacer el arroz graneado, huevos fritos y ensaladas, toda la especialidad que mamá me enseñó. Como ahora era doble ración, el arroz se levantó más allá de la capacidad del pote, pero con el cuchillo fui equilibrando los granos hacia arriba hasta lograr toda la evaporación del agua necesaria para su cocción.
Fue un desastre, la parte superior del arroz quedó crudo, la parte inferior algo quemado, pero al menos la del medio quedó mejor. Mi intención era compartir, no quiero inspirar lástima en nadie, mi pobreza ha sido mi fortaleza. Ahora sé que Inés me miró y sintió una inmensa compasión, entonces, después todos los domingos comenzó a invitarme a almorzar junto con ella en su pensionado.
Recuerdo que la primera vez fuimos al mercado de Mapocho para comprar las cosas para almorzar juntos. Llevamos muchas verduras, frutas y otras cosas más. En su pensionado sólo se podía entrar hasta la sala de visitas donde yo la esperé, mientras ella preparaba el almuerzo. Trajo más tarde muchas bandejas con diferentes tipos de comidas, ensaladas, frutas y manjares, las cuales puso en una mesa con flores y mantel. Será que todos los estudiantes lejos de su hogar son siempre medio muertos de hambre, pues me lo comí todo, completamente todo, ya que entendía que era una atención especial para mí y que no podía despreciar ni un poquito.
Sólo muchos años después me enteré que varias amigas de Inés, quienes sin yo saberlo, ayudaban a preparar tales opíparos banquetes. Entonces, ahora pienso, con todas ellas juntas me debería haber casado. Cuando regresaban a la cocina los platos vacíos, con resignación exclamaban: Nada quedó para comer nosotras, ni siquiera un pedazo de pan.
Que importaba lo que comentara la gente: Inés, nosotros somos diferentes, así decía yo. Recuerdo cuando ella fue a visitar a su familia a Ovalle y me dijo que el lunes regresaría a Santiago junto a mí; pero ese lunes no llegó y yo no sabía como hablar con ella, entonces sin tener noticias la angustia y el desespero me invadió. Se me ocurrió llamar a la policía de su ciudad. Los llamé por teléfono y dije que era una emergencia y necesitaba hablar con ella. Así ellos lo entendieron y muy amables se ofrecieron para ayudar. Tomaron el carro policial, encendieron las luces rojas de emergencia, con la sirena haciendo un ruido infernal y a toda velocidad llegaron a casa de su mamá para llevarla al teléfono de su oficina central.
Normalmente tal escándalo y despliegue policial se forma cuando van a buscar a un delincuente, de modo que los vecinos comenzaron a criticar, ellos pensaron que la familia debía estar involucrada en algo malo. La vecina comentó: Esa niña loca de Santiago algún delito cometió. Que vergüenza tu mamá sintió, pero sé que el día cuando tomados de la mano salimos del cine, ella me perdonó.
El delito me recuerda que el pecado es difícil de juzgar, mas la conciencia se encarga de castigar. Tomamos todas las precauciones, bastante experiencia tenía en las aventuras del amor, pero los caminos del azar otro rumbo decidieron y en una grave disyuntiva nos pusieron, aceptar o no el hijo que se gestó del pecado del amor.
No había terminado mis estudios en la Universidad, tampoco Inés, pero lo más importante era como asumir tan grave responsabilidad sin que afectara mi libertad. No libertad para delinquir, sino libertad para reafirmar la individualidad, libertad para irme o quedarme según fuera mi propia voluntad.
Un compromiso de pareja no puede estar presionado por la llegada imprevista de un bebé, ni por la irresponsabilidad de un incierto futuro para él, un verdadero compromiso resulta de la plena conciencia de la libertad. No podíamos prever el destino que más adelante ambos construiríamos.
Solos tomamos la decisión, escondidos con la vergüenza del pecado, nadie más lo supo, juntos fuimos a la clínica del horror, también juntos estuvimos durante la recuperación. Es muy triste saber que allí estuvo el hijo que no fue.
¿Sabes, Inés? Ahora sería un pequeño hombre, orgulloso de sus padres que lo engendraron con amor, así ahora a ella se lo podría decir, mi conciencia siempre lo dice así. Inés fue muy valiente, en cambio que poco audaz se es cuando el mayor riesgo lo toma la mujer. Allí aprendí la fortaleza de su amor, el pecado es el origen de nuestro amor.
Luchamos juntos por nuestros ideales, sufrimos la incomprensión de los familiares, debido a nuestra pública convivencia sin ninguna formalidad, pero juntos podíamos luchar contra todos. Mas un día temprano despertamos y dijimos que si un contrato en el Registro Civil no garantizaba la felicidad ni el amor, tampoco el registro de matrimonio afectaría la relación, por el contrario, se resolvían aspectos prácticos de la convivencia en la sociedad.
Llamamos para testigo a Luisa, amiga íntima de Inés, fuimos a la oficina de Registro Civil y una simple ceremonia se realizó. El oficial regañó a Luisa, pues dijo que aquello era una ceremonia formal y ella como testigo debía responder sí o no, y no quedarse callada boquiabierta, ni con la mirada perdida frente a las preguntas que el varias veces repitió.
Un fotógrafo de ocasión sacó varias fotos que en algún álbum perdido deben estar. Nos fuimos a casa a desayunar, una taza de té con un pedazo de pan, después cada uno se fue a trabajar. Inés a la escuela donde era profesora de artes plásticas y yo al centro de investigación donde me iniciaba en el ejercicio de la profesión.
Los recuerdos me traen la emoción de aquellos años en que todo era ilusión. Siempre el idealismo orientó nuestra conducta, lo importante era la honestidad con nuestras convicciones y la conciencia de que éramos diferentes. Lo nuestro eran los sueños de un futuro llenos de esperanza y utopías que haríamos realidad. Juntos lo dijimos: somos diferentes.

Viaje a Venezuela
Después del golpe militar en Chile, en Septiembre de 1973, se inició una horrenda persecución política contra aquellos que se presumiera tuviesen alguna participación o simplemente simpatía con el gobierno derrocado de la Unidad Popular.
En mi condición anterior de estudiante de una Universidad comprometida con el cambio social, participé como simpatizante en manifestaciones de apoyo al gobierno de inspiración socialista, también fui elegido dirigente de los estudiantes de Ingeniería de Minas.
Recuerdo que un domingo me invitaron a una reunión con compañeros mineros de Lampa, en las adyacencias de Santiago, para crear vínculos de colaboración entre los trabajadores y los estudiantes comprometidos con una nueva sociedad. Llegamos al lugar en la mañana muy temprano, nos recibió una comitiva de mineros que nos invitaron a tomar chicha de manzana, la tomamos durante toda la reunión de trabajo que duró hasta las 5 de la tarde, sólo tomando chicha de manzana durante todo el día.
De regreso en un bus de transporte público sentía que el mundo se volcaba al revés una y otra vez, de pie muy firme me aferraba de los pasamanos del pasillo, frente a mi una señora sentada de reojo me miraba. De repente el autobús frenó bruscamente, casi me caí sobre la señora sentada frente a mí, no me pude resistir y encima de ella vomité. ¡Qué desagracia!, vomité toda la chicha de manzana.
La señora gritó con desespero y me insultó mientras yo salté fuera del autobús antes que me fueran a linchar. Quedé sólo abandonado en medio de una carretera muy poco transitada, con el malestar adicional de una diarrea fulminante que me dio... me cagué. Me acerqué a un pequeño riachuelo y me limpié, aunque el pantalón tipo jean de color blanco quedó hecho todo un desastre.
Logré llegar a Santiago montado encima de los sacos de papas de un camión de carga que me dejó en el mercado municipal de Mapocho. Así fueron mis sueños de la revolución socialista, llenos de chicha de manzana, pero soñando que habría una sociedad más justa y digna para todos.
El golpe militar me angustió terriblemente, creía firmemente en una sociedad de convivencia superior, donde la dignidad humana fuera lo principal. Ese día del golpe de Estado el Centro de Investigación donde trabajaba me había enviado a la mina El Teniente, pero nos regresamos debido a las noticias que escuchamos por la radio mientras íbamos en camino y luego en la oficina nos indicaron que cada cual se fuese a su hogar.
Me fui al pensionado de Inés, en la calle 18, donde vi militares disparando y realizando el allanamiento de las oficinas del periódico El Clarín. Inés llegó más tarde corriendo desde la Universidad, estábamos a 3 ó 4 cuadras de la casa presidencial La Moneda que fue bombardeada a mediodía con aviones de combate como una verdadera guerra civil.
Se decretó un toque de queda durante dos días y allí quedamos 4 hombres encerrados en un pensionado femenino de estudiantes, en ese momento habrían 30 ó más muchachas. Nunca tuve tantas mujeres conmigo, pero no lo disfruté, pues temíamos que en cualquier momento podíamos ser allanados y los hombres seríamos calificados como dirigentes de algún complot.
Los militares ordenaron por radio izar la bandera chilena en señal de aceptación del nuevo gobierno dictatorial. Un grupo de muchachas no lo quería hacer en defensa de sus principios, nunca en mi vida he compartido con 4 hombres tanta desesperación, pero finalmente pusimos la bandera. Para nosotros no era cuestión de principios, sino de sobrevivencia, recordé a mi amiga de Punta Arenas, a veces es mejor olvidar los principios.
En esos días Inés con unas pequeñas tijeras de uñas me cortó la barba y el pelo largo que usaba en señal de inconformidad. Tan pronto pudimos viajamos al Norte, a Coquimbo, buscando el refugio familiar, pero ellos no creyeron que se había derramado mucha sangre en Santiago, porque los militares se tomaron todos los medios de comunicación y no habían noticias del país. Nos miraron extrañados como si algo malo nosotros hubiéramos hecho. A los pocos días regresamos a la capital.
En los días posteriores al golpe militar llegaron policías y militares hasta el apartamento donde alquilaba una habitación, muy cerca de la Universidad Técnica. Rompieron la puerta e invadieron todas las habitaciones, me apuntaron al cuello con un fusil ametralladora y en vilo, completamente desnudo, me sacaron de la cama con los brazos en alto. Nunca sentí tanta vergüenza de mi completa desnudez.
Después me obligaron a medio vestirme y junto con el amante de la dueña del hogar, un señor de bastante edad, quien ocasionalmente la visitaba, nos llevaron fuera de Santiago, atravesando la noche llena de disparos desde las azoteas de los edificios y que mataban al azar. Sentimos la posibilidad de un fusilamiento por error. Creo que nos llevaron a lo que después se conoció como la temible Villa Grimaldi.
Nos maltrataron e interrogaron durante toda la noche, allí entendimos que era para buscar a nuestro amigo militante del MIR, Movimiento de Izquierda Revolucionaria, que vivía con nosotros y que en aquellos días desapareció. El lugar estaba lleno de detenidos y el ambiente era de angustia y desesperación, con militares cuya conducta conocí en el cuartel y los temía porque sabía hasta donde podía llegar su brutalidad, son animales salvajes preparados para obedecer sin ninguna humanidad.
Libres de regreso, al día siguiente revisamos la habitación de éste muchacho del MIR para eliminar cualquier vestigio que nos pudiera comprometer. Encontramos muchos libros sobre marxismo, socialismo, materialismo histórico, el hombre nuevo, tantas cosas que a mi me fascinaban y quería aprender. Quemamos muchos libros, pero algunos los seleccioné para esconderlos en el Centro de Investigación, CIMM, que suponía era un organismo amparado por las Naciones Unidas según acuerdos de asistencia técnica que existían.
Al día siguiente me llevé los libros, pero fue una sorpresa encontrar las oficinas intervenidas por los militares. Caminé aparentando indiferencia y seguí de largo por la Avenida Vitacura, sin mirar a mis compañeros de trabajo que me vieron extrañados desde los ventanales de las oficinas, en el fondo caminaba temblando de terror con los libros de marxismo en mi maletín. Caminé muchas cuadras hasta llegar al río Mapocho donde intenté botar los libros, pero por temor a que me vieran no lo pude hacer.
Finalmente, me fui en autobús hasta mi antiguo pensionado de estudiante, en la calle Román Díaz, allí quemé todos los libros para evitar cualquier riesgo de detención. En esos días los libros se quemaban, pues por el pensamiento también se encarcelaba, era el horror de la persecución por el delirio del control dictatorial.
En aquella época con Inés había iniciado una nueva vida la cual me llenaba de emoción, pero sentíamos el peso aplastante de la falta de libertad, el disgusto del fracaso de un experimento social que despertaba tantas esperanzas de conseguir un mundo mejor. Así no podía aceptar a mi país, era mejor salir a aventurar para conocer otra gente y ver como era el mundo más allá de las fronteras de mi tierra.
Rodrigo, mi jefe en el CIMM, consiguió un contrato de asistencia técnica para las minas de El Salvador y yo fui su Ingeniero Ayudante. Renunciamos al CMM, pero no nos duró mucho ese contrato de asesoría, pues cambiaron todo el plantel gerencial de Cobre-Sal. Entonces comenzamos a pensar en viajar a Venezuela y eso a mí me emocionó.
Cuando se lo dije a Inés, esa noche no pudimos dormir. Hablamos del futuro y sentimos la emoción de ver nuevos senderos que juntos podíamos caminar. Viajar a otro país era una nueva aventura que nos llenó de fantasías, pues nuestra ambición era recorrer juntos caminos nuevos para hacer un futuro que sólo sería nuestro.
Planificamos el viaje a Venezuela, confiando en la amistad de Rodrigo que viajaría de primero con su familia. Lo invitamos junto con Eugenia, su señora, a nuestro apartamento para cenar y conversar sobre el viaje que empezábamos a programar. Previamente fuimos a la carnicería para comprar 4 bisteques, el carnicero se sorprendió y preguntó si los cortaba más finos y pequeños.
Eugenia parecía muy sofisticada y un poco antipática, pero con el licor Apricot que con insistencia le ofrecíamos comenzó a relajarse y terminó muy mareada. Usamos nuestro bello comedor que recientemente habíamos comprado, aunque como no teníamos dinero para algo mejor usamos de mantel unos cartones, los cuales aprovechamos con Rodrigo para escribir y discutir fórmulas de asuntos de trabajo.
Compramos unos vasos adicionales, pero se nos olvidaron los cuchillos, todos tuvimos que usar durante la cena el único cuchillo que teníamos y aún conservamos, éste cuchillo es un recuerdo que tomamos prestado de la universidad. Esa noche, compartiendo el único cuchillo que teníamos, allí quedó sellado el compromiso de viajar a Venezuela.
La prioridad era que Inés terminara el trabajo de grado para obtener el título de Profesora de Artes Plásticas de la Universidad. Nos amanecíamos con mi prima Cristina tipeando el trabajo de Tesis para el examen final, muchas veces tuve que golpear la puerta del baño para despertar a Cristina que llena de cansancio se quedaba dormida sentada en la poceta del baño.
Después fuimos al mercado de las pulgas, cerca de la estación Mapocho, para vender junto con una amiga de Inés todas nuestras cosas. Tampoco me olvidé de mi familia en Coquimbo, con mamá y mis hermanos compartí mis ahorros, mi promesa fue que siempre los ayudaría y les pedí que confiaran en mí.
Era un día de Abril de 1975 cuando el avión despegó del aeropuerto Pudahuel con destino a Venezuela, sentimos una inmensa alegría con Inés, nos reímos sintiendo una inmensa libertad, no pensábamos en la incertidumbre del futuro, sólo disfrutábamos el sentimiento de que iniciábamos una nueva vida llena de esperanzas y libertad, el pasado quedaba atrás.
Cuando nuestra convivencia no era formal, Inés me decía que no tendría hijos, pero cuando nos casamos ante el oficial del Registro Civil decidimos que debíamos tenerlos y planificamos la llegada del bebé. Puse mi mejor empeño pero el bebé no llegó, ¡caramba, como hice empeño!
Pero un día su período menstrual se retrasó y el médico diagnosticó un embarazo. Inés se puso muy orgullosa y se vistió con un inmenso vestido maternal, le creció la barriga y la lucía como pavo real, sentíamos el orgullo del bebé que se gestaba en su interior.
Más adelante la tuve que llevar de urgencia al hospital San José, en Santiago, con un derrame vaginal. Los médicos me miraban con sentido acusador y me preguntaban que había hecho para provocar un aborto ilegal. Me molesté y pedí un traslado a una clínica particular, donde me explicaron que nunca existió embarazo y todo era un trastorno sicológico de quien tiene ansias de un bebé. Sentí la inmensa tristeza de que tal vez nunca tendría un hijo con Inés.
Ahora que mis hijos están grandes los miro con atención, no se parecen ni al panadero, ni al lechero, se parecen a mí, me siento orgulloso de los hijos míos que me dio Inés. Mis hijos nacieron del amor con quien me ha dado abundancia de lealtad, quien ha estado a mi lado en momentos de mayor dificultad.
Sólo cuando bajamos del avión en Maiquetía, el aeropuerto de Venezuela cerca de Caracas, sentimos con Inés el temor de la incertidumbre. Sentimos el calor sofocante, como si uno estuviese al lado de una olla con agua hirviendo, vimos a la gente hablando fuerte sin importar que otros escucharan, me sentí ridículo con una corbata que casi nadie usaba. Esto era un mundo muy diferente, todo era tropical.
Rodrigo y Eugenia nos esperaban, nos recibieron con alegría y sentimos el inmenso afecto de la amistad. Sentía una irritación en el cuello, pues la humedad del trópico me produjo una inflamación de la piel. Que grato fue el calor de la amistad, pero que incómodo el calor sofocante del ambiente húmedo.
Nos impresionó Caracas, una ciudad moderna llena de autopistas y edificios grandes, con una vida que se torna muy agitada desde muy tempranas horas del amanecer. Es una ciudad llena de vehículos grandes que lo permite la sociedad de petróleo barato, con gente extrovertida y alborotada, una suerte de desorden donde todo se ve como una gran anarquía.
Lo primero que hicimos en este calor tropical fue a Priscila. La hicimos con el encanto de no usar frazadas, ni sábanas, ni piyamas, sin hacer mucho escándalo para no transpirar en exceso con este calor tropical, sintiendo el ventilador a toda velocidad revolviendo el aire en el trasero.
Priscila nació un año después. Creo que también sufrió mucho de calor, pues no quería nacer. La esperábamos y no quería nacer, hasta que el médico decidió que Inés se debía internar en la clínica para inducirle el parto. Inés se quejaba de mucho dolor, entonces yo le disminuía el suero de la inducción del parto, cuando la enfermera revisaba le ponía mayor intensidad que le provocaban a Inés inmenso malestar, así yo volvía a mover la válvula del suero para tranquilizar a Inés.
Siempre he ayudado a Inés, pero finalmente me quedo con un sentimiento de culpabilidad, porque las cosa siempre resultan peor. Priscila no nació por parto normal, sino por cesárea. Parecía una tripa y la metieron en la incubadora para mayor seguridad. Yo estaba desesperado, porque no sabía si tenía los cinco dedos en las manos y estaba asustado porque temía que me la pudieran cambiar, toda la noche vigilé la incubadora.
A Priscila la adoro, es el amor más grande que tengo yo. Cuando bebé todo el mundo la quería tomar en brazos, sin embargo yo no lo permitía para no afectar su tranquilidad. A Inés la presioné para que sólo ella le diera atención, nadie más. Mis celos no aceptaban otra atención.
Más tranquilo estuve cuando nació Andrés 5 años después, tenía más confianza en el mismo médico anterior que atendió a Priscila, el Dr. Alejandro Pollier, médico cirujano exiliado que había sido Ministro de Salud en el gobierno de Allende. La cesárea fue planificada con anticipación y el parto no tuvo ninguna complicación, nació Andrés como el niño más tranquilo del mundo, él es igual que yo y lleva la bandera de mi apellido.
Llegamos solos a Venezuela, llenos de fantasías e ilusiones, no teníamos dinero, pero teníamos la juventud que nos ofrecía muchas posibilidades para construir un futuro que llenara nuestros espíritus de satisfacción. Hicimos lo más valioso que tenemos, nuestros hijos que crecen para realizarse en su propia libertad.

Capítulo III.
Mi hermano Pepe.
Estuvimos durante todo el día recorriendo y conociendo la ciudad de Mérida, disfrutábamos todos juntos con Pepe y su familia unas sabrosas vacaciones en esa ciudad andina que nos recordaba parajes de nuestro lejano país de origen. Compramos una caja de uvas que nos recordó aquellos racimos de frutas que se cosechan en el valle de Elqui. Nos tendimos en la grama de un parque y junto con los muchachos las saboreamos hasta hartarnos de tanto comer.
Con nuestro carácter atropellado queríamos conocer todo de una sola vez, apenas teníamos un día de haber llegado y queríamos estar en todas partes. En las últimas horas de la tarde examinamos un pequeño folleto que obtuvimos en la oficina de información turística. Nos llamó la atención un pequeño pueblo típico de Los Andes, Jají, tan sólo a 12 kilómetros de la ciudad. Pepe insistió que tendríamos tiempo suficiente para conocerlo sin que nos sorprendiera la noche, ya que estaba muy cerca de la ciudad.
Nos dirigimos con nuestros vehículos a Jají, subimos la montaña por estrechos e interminables caminos cuyos bordes eran barrancos que producían un vértigo desesperado. Avanzaba detrás del vehículo de Pepe a muy baja velocidad y todos guardábamos un silencio de pánico, unos centímetros de error en la carretera significaban varios centenares de metros de desbarrancamiento.
Tengo la idea vaga de que el pueblo a que llegamos una hora después era muy hermoso, realmente no lo disfruté para nada, sentía el terror de regresar y ésta vez con una lluvia persistente que se iniciaba. Insistí en regresar pronto, antes que la lluvia fuese más fuerte.
En la medida que avanzamos de regreso nos cubrió la noche terriblemente oscura y la lluvia se hizo más intensa, al punto que no era posible ver el camino. Liliana, mi cuñada, sacaba medio cuerpo afuera de la ventana del vehículo de mi hermano para indicarle el camino, en tanto que yo me guiaba por las luces rojas traseras del auto de él que a veces avanzaba más rápido que mi precaución.
¡Huevón de mierda! Nunca más le hago caso, exclamaba yo entre aterrorizado y enojado con mi hermano por tan desagradable aventura que me exponía a mí y a mi familia en tan desafortunada y peligrosa situación. Después de mucho tiempo, por fin logramos llegar al hotel en la ciudad de Mérida e inmediatamente Pepe se bajó de su vehículo y riéndose me abrazó mientras me preguntaba cómo estaba, cómo me sentía.
Paulina, mi sobrina, que sin darme cuenta venía junto con Priscila en mi auto, me quedó mirando con reproche y luego se dirigió a Pepe: Papá, tanto que te preocupas por mi tío Alex y tú no te imaginas las cosas que él decía de ti.
Es verdad que muchas veces me enojé con mi hermano, porque nuestra carga genética nos lleva a explosiones de mal humor y enfurecidos nos alejamos por instantes, pero muy pronto estamos más unidos otra vez. Así ocurrió cuando Pepe llegó de Caracas a Puerto Ordaz, junto con toda su familia, con el plan de continuar juntos hasta los famosos Carnavales de El Callao.
Pasamos a visitar a los Barahona, nuestros mejores amigos, quienes nos atendieron con mucho cariño y nos invitaron a almorzar, después continuamos conversando, bebiendo, tomando café y recibiendo muchas atenciones hasta que se hizo de noche. Mi hermano decidió continuar viaje a El Callao, pero yo le dije que ya era demasiado tarde por lo cual era preferible que nos fuéramos a mi casa en Ciudad Piar.
Pepe insistió que su único interés y la razón de su viaje era el Carnaval de El Callao, nuestros amigos se ofendieron debido a nuestra actitud, me molesté e iniciamos una fuerte discusión frente a los demás, le dije que se fuera al diablo, pero que yo me iba con mi gente a mi casa. Nos fuimos sin despedirnos. Héctor y Luz María se quedaron muy resentidos por la falta de consideración a sus atenciones y muy preocupados por nuestra furiosa discusión.
Nos devolvimos un instante para entregarle a Paulina y él me devolviera a Andrés que se habían cambiado de vehículo por la confusión. Pepe, Liliana, José Patricio y Paulina arrancaron supuestamente para El Callao y nosotros para Ciudad Piar, todos con un sentimiento profundo de disgusto.
Cuando llegué a casa sentí una emoción muy grande de alegría, pues Pepe, mi cuñada y mis sobrinos nos estaban esperando en la puerta de mi hogar. Esa noche nos reímos y nos imaginábamos la preocupación de los Barahona por nuestras peleas, cuando por el contrario estábamos juntos compartiendo nuestras alegrías como si nunca jamás hubiésemos discutido. Mientras más recordábamos la preocupación de Luz María, más nos reíamos de nosotros mismos.
Compartimos con Pepe y su familia muchas cosas, siempre estuve muy pendiente de su situación. Cuando más necesité la ayuda de mi hermano, él me la dio, gracias a mi hermano yo pude estudiar en Santiago y alcancé la ambición de conseguir mi profesión, eso nunca lo he olvidado, por eso siempre me he sentido comprometido a tenderle mi mano sin que él me pidiera nada.
Una vez los llamamos por teléfono para felicitar a mi sobrina Paulina por el cumpleaños que en los próximos días tendría, nos pareció que se sentían muy solos y que estaban atravesando por una mala situación económica, me sentí muy preocupado y le ofrecí enviarle urgente dinero que Pepe aceptó. Nos imaginamos que estaban pasando por una situación muy llena de restricciones, manteniendo sus gastos al límite del mínimo posible.
Solicité de inmediato un préstamo en Ferrominera, la empresa donde trabajaba, y lo deposité en su cuenta corriente del banco. No completamente satisfecho decidimos viajar a Caracas para estar juntos con ellos un fin de semana y lograr que no se sintieran solos, nos lo imaginamos a todos ellos muy tristes y solitarios.
Llegamos de sorpresa a su casa, pero mayor fue la nuestra al encontrarnos con una apoteósica fiesta en el salón de festejos del edificio, había cientos de personas invitadas, la torta de tres pisos en el centro de la sala y la música fuerte llena de ritmo tropical. Liliana desplegaba todas sus habilidades histriónicas y llenaba de atenciones y diversión a los presentes.
A ellos siempre les gustó las fiestas, son de espíritu alegre y optimista, lo más importante para ellos es disfrutar el día de hoy, para mañana de alguna manera Dios proveerá, siempre un buen negocio dará la fuente para resolver los problemas cotidianos. Su entusiasmo casi siempre me contagia, como aquella vez que vendió la camioneta.
Pepe me llamó por teléfono para saludarme y contarme que había hecho un maravilloso negocio, me contó que había vendido la camioneta que recientemente tenía en el equivalente a casi doce mil dólares, muy eufórico me decía: ¡gané doce mil dólares!
Recordé que un par de meses atrás me había pedido que participara en el remate de camionetas pick up de 2 a 3 años de uso que realizaba Ferrominera, logré comprar la de mejor condición mecánica, le hice algunas reparaciones menores y se la llevé a Caracas. Me costó alrededor del equivalente de quince mil dólares que él me pagaría más adelante, lo cual no representaba mayor preocupación para  mí, no porque me sobrara dinero, sino simplemente porque era para mi hermano.
Realmente en un comienzo me desconcertó pues mi razonamiento no era el mismo de él, pero más tarde comprendí y sentí una alegría que traté de compartir con Inés, quien no muy convencida sólo me sonrió. Verdaderamente me sentí muy contento, mi hermano había ganado el equivalente de doce mil dólares. Yo gané mucho más con él, he tenido su cariño, su apoyo y preocupación.
También aprendí mucho de mi hermano, esto me recuerda cuando me enseñó a manejar mi vehículo por las calles de Caracas: Frena... ¡ahora no!, avanza... derecha... ¡dije derecha, huevón!, me gritaba con impaciencia. Yo no podía coordinar a la misma vez los pies, las manos, la vista, escucharlo y contestarle al mismo tiempo.
Muchas veces no pudimos contener nuestra carga genética, le contestaba de mal modo: el carro es mío y haré lo que quiera. Entonces furioso se bajaba del vehículo y me gritaba: ¡Vete a la mierda! Me quedaba asustado en medio de la calle, estorbando el tráfico de los demás vehículos sin saber que hacer, pero finalmente tengo que aceptarlo, Pepe me enseñó a manejar.
A los pocos meses después de haber llegado con Inés a Venezuela, Pepe se decidió a probar fortuna en éste país. Primero llegó él, luego se vino Liliana con los muchachos, José Patricio y Paulina, junto con María, la muchacha del servicio doméstico, quien era realmente una más del grupo familiar. Vivimos juntos y surgió un cariño muy especial entre concuñadas, mamá siempre expresaba su extrañeza y decía: Caramba,  tanto que se quieren ustedes, pero ¡cómo se critican una a la otra!
Pepe y su familia disfrutaron la fortuna de la Venezuela Saudita, él recorrió todo el país en diferentes funciones de trabajo, viajó mucho por el oriente del país, el occidente, los llanos, los andes. En Venezuela vivió intensamente, pero cuando se profundizó la crisis económica del país surgieron sentimientos de xenofobia en el país que él no aceptó, comenzó a sentir las limitaciones del medio laboral y tuvo un deseo intenso de retornar a Chile.
Venezuela tuvo la suerte de aquel que logra el premio millonario de la lotería, los precios del petróleo se multiplicaron en la década de los años 70 como resultado de las guerras del Medio Oriente, adicionalmente  las instituciones financieras internacionales ofrecieron préstamos para el país. Se aceleraron los programas de desarrollo económico, pero también se aceleró la corrupción, la ineficiencia y el desorden, fue la indigestión económica del país.
El segundo quinquenio de los años 80 el país tuvo problemas para cumplir con sus compromisos de la deuda externa, se cerraron las líneas de crédito, se impuso el control de cambio para el dólar, surgió el mercado negro y la especulación. Junto con Pepe me convencí que era mejor regresar a Chile, era el año 1989.
Con Pepe comenzamos a planificar el viaje de retorno, viajaríamos por carretera, cruzando la selva amazónica del Brasil, luego Argentina, para después cruzar la Cordillera de Los Andes hacia Chile. Evaluamos varias camionetas y sus adaptaciones para realizar la aventura, compraríamos dos vehículos para llenarlos con las cosas que llevaríamos, todos estábamos muy emocionados, se mezclaba el temor de la incertidumbre y el entusiasmo por conocer  nuevos lugares.
Mientras tanto, con Inés y mis muchachos nos fuimos a vivir Puerto la Cruz, regalamos y vendimos nuestras cosas para quedarnos finalmente sólo con nuestras camas. Esta ciudad era el lugar preferido de nuestras vacaciones por las hermosas playas de sus alrededores y un clima benigno a lo largo de todo el año. Comencé a recordar los fríos de Chile, la estratificación de la sociedad chilena, las dudas me invadieron y finalmente después de discutirlo muy detenidamente en la familia decidimos no regresar.
Mi hermano Pepe se enfureció al saber que habíamos decidido quedarnos aquí, dejamos de hablarnos por varios días, fueron muchas las ilusiones que derrumbé. Varios días después llamamos a Caracas y nadie contestó, con preocupación llamamos a la vecina y ella nos comentó que habían viajado todos de regreso a Chile, sentí una tristeza muy grande, se fueron sin despedirse de nosotros y me embargó un sentimiento muy grande de soledad.
Sin embargo, nuestro enojo no podía ser, dos años más tarde nos volvimos a encontrar en Chile, durante nuestras vacaciones, y nos dimos un abrazo fuerte que expresaba toda nuestra hermandad. Volvimos a compartir muy gratos momentos con mi hermano, Liliana, José Patricio, Paulina y Daniela, junto con mis hijos que les tienen a todos ellos un cariño de verdad.
Todos estos recuerdos se agolpaban en mi mente mientras conversaba con Lucía, una compañera de trabajo de Pepe en la Corporación de Fomento de Chile, quien viajó a Venezuela para asistir a un Congreso en Isla Margarita. Sentados en la recepción del hotel en Caraballeda, acompañado con Priscila, ella nos comentaba que la enfermedad de Pepe era muy grave, cáncer en el colon con metástasis que le afectaba el hígado.
Hoy el repicar del teléfono me despertó al amanecer, todavía no eran las 4 de la mañana cuando recibí una llamada telefónica, mis primeras preocupaciones fueron sobre mi madre y mi hermano Pepe. Recientemente le había enviado una carta a Pepe con mucho sentimiento, le recordaba que todavía le debía los calcetines y calzoncillos que me había llevado para Santiago cuando me fui a estudiar.
La llamada telefónica era de Paulina, quien con voz muy nerviosa me dijo: Tío, papá murió. Me invadió un frío que recorrió todo mi cuerpo, sentí una inmensa soledad, no pude contener las lágrimas que resbalaron por mi rostro. Mi pensamiento se detuvo, mi hermano Pepe ya no está.

FIN