sábado, 13 de abril de 2013

Carta para mi hijo


Querido hijo:
Te escribo mientras viene a mi mente la exclamación: ¡Que maravillosa es la vida, Andrés! Definitivamente la vida es bella, hijo, especialmente la apreciamos así, intensamente, después de haber estado al filo del precipicio, así la percibo cuando me doy cuenta de que mis años se acortan mientras los tuyos se alargan, el futuro es tuyo y me enorgullece que así sea, pero también confieso que me asusta tu vida en medio de la incertidumbre y la inseguridad del país donde se pregona una política humanista, sin embargo se puede matar a una persona por cualquier migaja.
No puedo dejar de recordar el día que me llamaron desde el mismo teléfono celular tuyo, cerca de las 9 de la noche, para decirme que te tenían secuestrado y debía pagar por tu rescate una cuantiosa cantidad de dinero, caso contrario te harían daño. Con tu mamá quedamos aturdidos por la angustia y sentimos el terrible desgarro por la posibilidad de perderte. En primera instancia no sabíamos cómo reaccionar, nos invadió el vacío de tu ausencia que hubiera quitado el sentido a nuestras vidas, nos sentíamos desvalidos de ayuda y en nuestra impotencia pensábamos que en nadie podíamos confiar, ni siquiera en la misma policía.
Hubiese dado mi vida a cambio de la tuya, pero los secuestradores sólo querían dinero en efectivo, entonces les ofrecí los ahorros en dólares que había conseguido durante mi último trabajo en España a lo largo de 3 años, pero no les pareció suficiente y sus amenazas se volvieron espantosas. Tú vales para mí toda la fortuna del mundo, pero maldecía no tenerla en mi mano para darla en rescate por ti.
Es irónico como los delincuentes conocían la tasa de cambio de las divisas extranjeras en el mercado negro, a pesar de que el gobierno tiene prohibido divulgar su precio, ya que hicieron el cálculo del monto equivalente en bolívares y finalmente aceptaron el monto que disponía. Soy afortunado, porque si hacen el cálculo con la tasa oficial del dólar seguramente no habrían aceptado y no sé qué desgracia hubiese pasado contigo, hijo. Observa que lo digo muy bajito, ya que alguien podría acusarme de un ilícito cambiario.
A las 3 de la mañana me dieron las instrucciones para llevarles el dinero del recate. Pasó casi una hora después del pago del dinero, o quizás menos, pero me pareció una eternidad antes de que me indicaran donde te habían dejado. Vaya delincuentes tan serios, todo unos caballeros, cumplieron su palabra y, caramba qué absurdo, estoy agradecido de ellos.
Cuando iba solo en mi carro a buscarte estaba con tantos nervios y me imaginaba los peores escenarios, podrías estar herido o estar muerto, entonces mi organismo perdió su equilibrio homeostático, perdí el control de esfínteres y tuve inconcientemente un derrame de incontinencia. Iba manejando a toda velocidad por las calles vacías de la ciudad, entonces sentí una picazón inaguantable en el trasero, me metí la mano para rascarme y no me dí cuenta que la saqué sucia mientras continuaba manejando con mi desespero. 
Cuando te encontré tomé tus manos con fuerza, sentí que me volvía el alma al cuerpo, y como me pareció que tenías el rostro lloroso te pasé la mano por la cara para secarte las lágrimas. Me preguntaste qué crema tan suave tenía en las manos y que, además, tenía un sabor especial que algo te recordaba pero no sabías identificar en ese momento. Por instinto te dije que era algo para tranquilizarte.
Cuando llegamos a casa corrimos a encontrarnos con tu mamá y nos fundimos en el más intenso abrazo familiar, fue un renacer para volver a la vida, sin darnos cuenta de lo sucio que estábamos. Nos quedamos dormidos con la enorme satisfacción de encontrarnos con vida y solamente al despertarnos al otro día nos dimos cuenta que estábamos llenos de caca.
Hijo, perdona el sucio fecal y, aún así, siempre recuerda: la vida es bella. Eres lo más importante para mí, te quiero mucho. 
Un abrazo.
 Tu papá. 
Alex

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