Navegando en la filosofía III
(Recopilación)
Alex Villanueva A.
Caracas, Febrero 2017.
Michel Foucault
En mis
paseos por la filosofía me he detenido bastante tiempo en este filósofo, pues
no lograba centrarme en las ideas claves de su pensamiento. No he quedado
completamente satisfecho, ya que intentaba vincular el desarrollo de los conceptos
de este pensador con el problema del poder en Venezuela, pero el tema está en
un contexto mucho más amplio. Sin embargo, creo que puedo hacer un bosquejo
rápido de su pensamiento central bajo la habitual caracterización de su
pensamiento como ubicado en el “estructuralismo”, aun cuando él no aceptaba tal
etiqueta.
Michel
Foucault (Francia, 1926-1984) fue un historiador de las ideas, psicólogo,
teórico social y filósofo, importante estrella del pensamiento francés en la
década de los años 60 y 70, y cuyas interesantes ideas se inscriben dentro de
una radical crítica a los logros del sistema industrial y capitalista que ponen
en entredicho la sociedad de bienestar.
La
evolución de su pensamiento hizo que lo pudieran percibir como contradictorio
con sus propias ideas iniciales, según se le planteó en una entrevista, y su
burlesca respuesta fue: “¿Ud. cree que he trabajado duro todos estos años para
decir lo mismo y no haber cambiado mis ideas?”
De
manera simple, se entiende que para el estructuralismo la realidad humana no se
puede comprender a través del individuo como elemento aislado, sino a través de
patrones subyacentes de conocimientos que conforman estructuras profundas e
inconscientes que la determinan y explican todas las conductas humanas, las
instituciones sociales y los procesos históricos.
Según
Foucault, en las situaciones históricas siempre hay estructuras de base que
están escondidas (epistemes o campo epistemológico) y que condicionan lo que el
ser humano piensa y hace, así también determinan los intereses, principios,
valores y prácticas propias de aquel momento.
La
episteme, algo así como el paradigma en el sentido de que es un patrón para
comprender la realidad, impone sus reglas a todos los individuos de una época,
determina la estructura de su pensamiento y ofrece una particular visión del
mundo. Ahora, a lo largo de la historia hay epistemes que se desvanecen y
surgen otras nuevas, no necesariamente en una sucesión lineal, sino mediante
rupturas epistemológicas.
Así,
nuestra modernidad se habría iniciado a comienzos del siglo XIX con el
particular rasgo de su episteme que conceptualiza al hombre como un individuo
autónomo y racional. Este sujeto, en estos términos, se convierte en objeto de
estudio de las ciencias humanas.
Sin
embargo, Foucault declara que “el hombre ha muerto” parafraseado a Nietzsche
quien en su momento expresó: “Dios ha muerto”. ¿En qué sentido muere el hombre?
Por supuesto que no se refiere a la desaparición de la especie humana, sino a
la superación de un concepto del hombre que ha servido para justificar las
mayores atrocidades en la historia. Precisamente muere en el sentido de sujeto
supuestamente autónomo y racional que se concibe como punto de partida del
conocimiento y centro en la conformación de la realidad. En cambio, ahora el
centro es la estructura y el sujeto está dentro de dicha estructura o, en
términos de Foucault, condicionado por la episteme vigente derivada del
ejercicio del poder.
El
sujeto adquiere una identidad a través del saber, este saber nos hace
individuo, pero el saber está en estrecha conexión con el poder que despliega
sus múltiples fuerzas para someter y dominar a ese sujeto. Además, el poder se
filtra en todo el tejido social y se apoya en ciertos discursos de su
particular verdad que se trasmite y, a su vez, multiplica los efectos de ese
mismos de tal poder. Por este motivo, Foucault dice que el individuo es un
efecto del poder a consecuencia de los mecanismos que denomina el “biopoder”.
De
hecho, los gobiernos buscan controlar a la gente sin necesidad de reprimir, por
ello intentan que la gente se comporte y desee lo que el gobierno necesita, es
decir, implanta dispositivos de autodisciplina que le facilitan el ejercicio
del poder. La población se vuelve cada vez más dependiente del gobierno y va
perdiendo la capacidad para identificar sus propios intereses. Así, el biopoder
es una suerte de apropiación de la vida de los individuos, donde la verdad del
gobierno establece su hegemonía y dominación.
Verdad
y poder son términos estrechamente unidos. La verdad nunca está ajena del poder
y cada sociedad tiene su propia noción de la verdad, tiene sus propias reglas
para decidir qué es lo verdadero y qué lo falso. Entonces, el objetivo no es
liberar la verdad del poder, asunto que es imposible según Foucault, sino
separar el poder de las actuales formas de la verdad que actúan como elementos
de dominación y subyugación.
Este
problema de la dominación y el sometimiento lleva a Foucault a examinar la
actuación del poder no desde los mecanismos del Estado, sino desde sus últimas
ramificaciones, formas locales y concretas, que denomina la microfísica del
poder. Para examinar las relaciones de poder en su más cruda realidad Foucault
centró sus análisis en las instituciones carcelarias.
Observó
que de los mecanismos penales surge un conjunto de técnicas disciplinarias que
se fueron extendiendo al ejército, las escuelas, los hospitales, las fábricas,
etc., para formar individuos normalizados con conductas, pensamientos,
discursos que son pautados desde las instancias del poder.
El
análisis de Foucault acerca de los mecanismos disciplinarios del poder tiene
como propósito superar el actual estado de sometimiento y dominación. El
objetivo que se plantea es lograr que el ser humano amplíe cada vez más el ámbito
de su libertad, que las técnicas disciplinarias se tornen en nuevas técnicas
del sujeto libre.
Mientras
escribía estas líneas no he dejado de pensar en Venezuela y su drama por la
lucha del poder. No hay duda que la pérdida de la legitimidad del actual
gobierno está en evidencia porque ya ni siquiera ejerce algún biopoder, en
palabras de Foucault, sino que sólo sobrevive por el uso descarado de la
represión y la arbitrariedad que lo ha desenmascarado como una dictadura que no
puede ser admitida en los nuevos tiempos. La esperanza está en el poder de la
ciudadanía.
Caracas,
Octubre 21 de 2016.
¿Todavía alguien me sigue? Bueno, no importa, siempre me queda
la opción de pensar y tener interesantes tertulias conmigo mismo, quizás algún
día me termine convenciendo de mis ideas.
En mis paseos por el pensamiento filosófico me he encontrado
con el problema del lenguaje y el pensamiento, ambos inseparables. De hecho,
nuestras interpretaciones de la realidad están hechas de lenguaje, pues pensar
es un fluir de palabras en nuestra mente, tanto así que es común ver en la
calle a personas completamente ensimismadas y gesticulando en una conversación
consigo misma. También ocurre que cuando tenemos una idea confusa y no la
logramos esclarecer sino hasta que encontramos las palabras apropiadas.
Es interesante este asunto, pues a primera vista el lenguaje
parece simplemente el vehículo que sirve para comunicar y que no interviene en
la manera cómo se capta la realidad. Sin embargo, esto no es tan sencillo,
razón por la cual en el siglo XX se puso al lenguaje en el centro de la
actividad filosófica a través del denominado “giro lingüístico”, donde destacan
pensadores como Wittgenstein, Husserl, Heidegger, Austin, Derrida, etc.
El tema es complejo, sinceramente no entendía mucho de este
asunto, lo cual me motivó a estudiar a Jaques Derrida (1930-2004), filósofo francés de origen
argelino que postula la llamada Deconstrucción, quien dijo su famosa frase:
“nada hay fuera del texto” (texto en el sentido de
enunciado gráfico, fónico o gestual, con una intención comunicativa). La
verdad, no entendía mucho… ahora no entiendo nada.
Un día caminando despreocupado por el parque me tropecé con
las raíces de un árbol y me caí, me golpeé durísimo, entonces en medio del
dolor pensé: no hay nada fuera del texto. ¿Carajo, o sea, para quejarme tendría
que escribirlo? ¡No!, para quejarme no necesito el lenguaje, ni textos. Sin
embargo, instintivamente dije: ¡Mierda, mierda! Palabras, palabras… estamos
llenos de palabras, rodeados de palabras, obviamente estamos encerrados en el
lenguaje.
Entonces ¿qué hay fuera del texto? Por supuesto que hay
muchas cosas, entre otras cosas está la realidad. No es que no haya nada fuera
del texto, pero para referirnos a cualquier cosa necesitamos el lenguaje, no
hay nada que podamos despojar de lenguaje para referirnos a ello. Si decimos
que fuera del texto está la realidad, estamos utilizando palabras y no tenemos
alternativa para expresarnos de otra forma. Es en este sentido que no hay nada
fuera del texto, no hay nada que no está referido al texto, al lenguaje.
De modo que todo se juega en el lenguaje, pero ocurre que
éste no es transparente ni algo natural, las palabras no salen de las cosas,
los objetos no tienen una etiqueta donde esté su nombre, ni la sintaxis surge
de tales cosas, ni la realidad tiene sustantivos, adjetivos, verbos, etc., sino
que es el sujeto quien ordena las palabras según un significado y reglas
preestablecidas. Entonces, ¿cada cual utiliza sus propias palabras?, pues no,
cada cual usa palabras ajenas que ha aprendido de algún modo.
Alguien podría decir que el lenguaje nos ayuda a describir la
realidad, o quizás sea al revés, la realidad la interpretamos a través del
lenguaje que está en nuestras mentes, o más bien, es el lenguaje que
suscribimos quien nos estructura la realidad. Me refiero al lenguaje que adoptamos,
o mejor dicho que se nos ha impuesto, el que ha evolucionado, se sedimenta y
cambia en la sociedad a lo largo de los años.
¡Vaya temita!... ¡y nos creemos libres! ¡Nos creemos dueños
de sí mismos! Cuando realmente somos expresión de un leguaje que no es propio,
con reglas ajenas a uno mismo y palabras que otros inventaron. El lenguaje es
como unos lentes ajenos de colores cambiantes con los cuales percibimos la
realidad.
Derridá lo hace todo inestable, todo lo derrumba, no hay una
sola verdad, todo parece ser de otra manera. Con su “deconstrucción”, muestra
que hay muchas interpretaciones de un hecho, hecho que lo conocemos a través
del lenguaje, y si alguien ha eliminado las otras opciones es porque se ha
impuesto una sola a través del poder, no siempre visible. Entonces, como no hay
una verdad, simplemente se ocultan las otras interpretaciones.
Precisamente, la deconstrucción de Derrida consiste en
mostrar que detrás de la interpretación de un texto hay otras interpretaciones
igualmente válidas, de manera que el arte de la filosofía es demostrar que
frente a alguna idea establecida como definitiva, obvia y segura, realmente hay
otras interpretaciones que están detrás de una trama o historia oculta que se
debe desentrañar, se debe poner en la superficie.
Así, por ejemplo, el concepto de democracia en nuestra parte
occidental del mundo la entendemos de determinada manera y nos parece
definitiva, pero en realidad hay en la historia muchas maneras de entenderla,
sin embargo hay una que se ha impuesto en la actualidad en detrimento de las
otras, y mañana puede ser diferente. Esto significa que en la sociedad se ha
impuesto el concepto vigente de democracia de alguna manera a través del
ejercicio del poder.
Entonces, si hay normalidad, digamos, hay paz, es porque
alguien ha impuesto determinado modelo de convivencia sobre las muchas otras
alternativas, ha eliminado las otras posibilidades. Esto no es más que la
violencia de la imposición del poder.
Para Derrida la deconstrucción no es sólo una cuestión lingüística
que nos permite escarbar en los textos para encontrar los sentidos ocultos de
las cosas, sino que el deconstructivismo es una actitud de vida que nos permite
revelar el carácter abierto y paradojal de lo que somos y hacemos. Una actitud
deconstructiva es una actitud anti-dogmática, en el sentido de aceptar que todo
puede ser de otra manera y, quizás, nuestro destino sea avanzar siempre hacia
una gran incertidumbre.
Caracas,
Noviembre 16 de 2016.
La
biopolítica
Cuando estudiaba en la Universidad, en mis
lejanos tiempos de juventud, recuerdo haber leído algunas referencias sobre el
pensamiento de Louis Althusser, en particular sobre sus ideas planteadas en su
obra “Ideología y aparatos ideológicos del Estado”. Althusser señala que los
aparatos de Estado funcionan a la misma vez mediante la represión y la
ideología.
En este sentido, dice que las instituciones del
Estado como la escuela, el ejército, la prensa, la radio, la T.V., la iglesia,
los tribunales de justicia, los sindicatos, las instituciones culturales, etc.,
buscan asegurar el sometimiento a la ideología dominante en aras de reproducir
el orden establecido, esto es, la reproducción de las relaciones de producción,
digamos más general, las relaciones capitalistas de explotación.
Por supuesto, es tan claro este concepto en los
regímenes de inspiración marxista que naturalmente imponen también su dominio a
través de la ideología que difunden con los medios que van controlando
progresivamente con el Estado. Esto no tiene ningún misterio. Lo preocupante
del asunto es que somos una suerte de marionetas de cuya condición no estamos
conscientes para nada y pensamos que nuestras creencias, valores y principios
surgen genuinamente de nuestro propio ser.
La experiencia de Venezuela en su intento por
imponer un modelo de socialismo, en su versión tropicalizada y con rasgos de
republiqueta bananera, muestra el tremendo esfuerzo del gobierno por alcanzar
la hegemonía comunicacional y divulgar desde esa plataforma su pensamiento
ideológico y panfletario, por ejemplo, divulgar que ser rico es malo, que los
empresarios son explotadores, que los comerciantes son especuladores, que la
propiedad privada es ilegítima, que la meritocracia es nefasta, que el hombre
nuevo es superior, que el pueblo es quien manda, que los opositores son
apátridas, etc. Medias verdades con medias mentiras.
Pero, observo que el enfrentamiento ideológico
en la sociedad de algún modo debe apelar a la razón, al menos en parte, lo cual
abre la posibilidad de que la población no sea un simple rebaño que avanza en
la dirección de algunos mesiánicos pastores que se dicen representantes del
interés de la mayoría. Sin embargo, aparte de lo ideológico, es muy inquietante
el nuevo concepto que propuso el filósofo Michel Foucault en la década de los
años 70, la biopolítica.
La noción de biopolítica se desarrolla poco a
poco en las reflexiones de Foucault, luego ampliadas, entre otros, por los
filósofos italianos Giorgio Agamben y Roberto Esposito. Se puede entender de
una manera simple como el conjunto de conocimientos y técnicas que convierten
la vida de los seres humanos en el instrumento por medio del cual el Estado
alcanza sus objetivos.
Entonces el control de la sociedad no sólo se realizaría
mediante la ideología, sino que también a través del control de la vida de los
individuos. Así el Estado se encarga de potenciar las capacidades físicas e
intelectuales que consideran valiosas en las personas, ya que éstas permitirían
lograr sus propósitos de dominación. El ser humano pasa a ser simplemente una
materia prima, como un recurso natural cualquiera, de la cual los agentes del
poder intentan extraer los mayores beneficios posibles.
En este contexto, particularmente el Estado capitalista requiere
que las personas actúen con fines y estrategias completamente económicas y sus
proyectos vitales estén totalmente inundados de una racionalidad economicista,
es decir, se conviertan en “homo oeconomicus”.
De forma que para obligar a las personas a una
vida en permanente competencia y asegurar mercados donde siempre se compita, el
Estado desarrolla una estructura de desigualdad que minimice la cooperación
entre los individuos y no facilite los vínculos sociales.
Así entonces, la economía de mercado más que un
sistema de libertad es un modelo de administración de las libertades. Es decir,
el sistema necesita ofrecer ciertas libertades para que la competencia
funcione, pero al mismo tiempo la restringe para que no se pueda renunciar al
modelo competitivo de vida. La libertad no es un fin ético, sino una condición
funcional del mercado.
Ahora, en la actualidad, con los desarrollos de
la ciencia y la tecnología, la capacidad de intervenir sobre todas las formas
de vida se expande sin cesar a niveles verdaderamente dramáticos. Por ejemplo,
tan sólo observemos el impacto en la sociedad y en la conducta de las personas
de la publicidad comercial.
Entonces, todos creemos que elegimos libremente
nuestro camino de vida y que nos realizamos con el logro de las metas
supuestamente nuestras, pero en realidad no somos más que instrumentos del
poder que controla todo, que controla tanto la vida pública y como la privada,
que nos induce a tomar decisiones como si fueran auténticamente nuestras.
El poder expresado en su sentido negativo se
ejerce a través de la represión, pero con la biopolítica el poder toma otra
dimensión puesto que actúa mediante la normalización, sin necesidad de
reprimir, es decir, se imponen reglas y modelos de lo que se considera normal,
para deslindarlo de lo anormal, prohibido, pecaminoso, degenerado, delictivo,
etc. Así todos nos ajustamos a lo que se estima correcto en esta especie de
domesticación del ser humano, de modo que con este mecanismo el poder
establecido logra controlar toda nuestra vida.
En consecuencia, la vida se ha vuelto cualquier cosa menos algo
espontáneo. Pareciera que la individualidad se ha vuelto sólo una ilusión y nos
dejamos llevar por lo que Nietzsche llama la moral de rebaños, la mentalidad
inconsciente de esclavos.
Definitivamente necesitamos alcanzar un nuevo paradigma de vida
que rompa las ataduras que han cercado nuestra libertad individual y alcanzar
una vida verdaderamente auténtica. Por mi parte, para empezar, de vez en cuando
me dedico a reflexionar, no mucho para no exagerar. Quizás debemos ser como la
oveja negra del rebaño y caminar en cualquier otra dirección.
Caracas, Diciembre 29 de 2016.
La
libertad individual
El
tema de la libertad individual es un tema recurrente en mis preocupaciones
metafísicas, verdaderamente siempre me ha inquietado saber hasta dónde gozamos
de libertad. Mientras más lo pienso, más me doy cuenta que el tema no es
sencillo, y comienzo por recordar que cuando niño el cura de religión nos decía
que tuviésemos cuidado, pues Dios sabía todo de cada uno de nosotros, incluso
sabía lo que haríamos y pensaríamos mañana y todos los día de nuestras vidas.
Por
supuesto que tales enseñanzas, con la severa expresión del cura, nos infundían
bastante temor, incluso sentíamos terror cuando cobijábamos algún pecadillo en
el interior, pero más tarde me di cuenta que si Dios ya estaba enterado de todo
entonces cada individuo sólo seguía un programa pre-establecido, de modo que yo
no podría ser culpables de nada, la culpa sería del que hizo tal programa.
Por el
contrario, si Dios no está enterado de mi futuro puesto que serán mis libres
decisiones las que prevalecerán, significa que Dios es algo limitado y
defectuoso, un poco a imagen y semejanza de nosotros mismos, de modo que este
Dios no tiene la cualidad de la omnisciencia, no lo sabe todo, o sea, no es
Dios; u otra interpretación, permítanme la blasfemia, Dios sencillamente no
existe.
San
Agustín de Hipona (354-430), prolífico pensador del cristianismo, fue el primero
en hablar del libre albedrío - capacidad que tiene el ser humano de obrar
voluntariamente, de tomar decisiones, de orientar su vida y sus acciones – al
cual le atribuye el origen del pecado del hombre según sus elucubraciones
teológicas. Pero no es mi intención indagar en el punto de vista teológico,
sino más bien quiero intentar alguna reflexión filosófica del tema.
En
este sentido, he leído con detenimiento el libro “El valor de elegir” de mi
viejo amigo el filósofo Fernando Savater, a quien le tengo una gran estima
porque es de los pocos autores que ha hecho accesible la filosofía a neófitos
como yo, a las personas común y corriente. Comienza explicando que la
diferencia genética del ser humano con los chimpancés es mínima (dicen que es
menor que 1%), y no es mucha con el cerdo o con los gusanos; sin embargo,
nuestra diferencia esencial está más allá de la dotación genética… por
supuesto, a excepción de algunos que llevan vida de cerdos o son como gusanos.
En
efecto, dice el autor, el ser humano no está totalmente programado para actuar
sólo por los instintos, como es el caso de los animales, sino que el ser humano
tiene la capacidad para decidir e inventar acciones que transforman la realidad
y a sí mismo. Esta disposición es la libertad.
La
diferencia está en que los animales viven sin proponérselos, en tanto que los
humanos debemos proponernos planes de vida para vivir. No somos simple hojas
llevadas por el viento, sino que actuamos aplicando el conocimiento y la
imaginación para decidir con la voluntad propia en el campo de lo posible,
asumiendo naturalmente el riesgo de la ignorancia que nos quepa. Estamos
condenados a ser libres, decía Jean Paul Sartre.
De
modo que nuestra distinción clave es que no obramos por simple instinto o
reflejo, sino que lo hacemos de manera intencional. Ahora, ¿cómo sabemos que un
acto es intencional? Pues, cuando el sujeto puede responder “¿para qué?” y
“¿por qué?” de la acción.
El
“para qué” se refiere a la intención del sujeto agente y el “por qué” al
motivo. Es la voluntad la que decide por un motivo u otro, no es el motivo
mismo la causa. Esto implica un procesamiento mental, una racionalidad, que
consiste en el proceso de evaluación de la realidad, la búsqueda de
alternativas y la toma de decisiones que configuran lo que Aristóteles llamó
“proairesis”.
Es la
interacción de la razón y el deseo la que definen nuestro querer. Pero la
libertad no se refiere exactamente a lo que “queremos hacer”, sino más bien a
lo que “podemos hacer” en base a nuestra propia capacidad y a las limitaciones
del entorno.
El
grado de libertad, o sea, el espacio de alternativas donde elegir, nuestro
abanico de posibilidades, depende de nuestra propia capacidad. No podemos
elegir, por ejemplo, lanzarnos de lo alto de un edificio para volar, pues no
está en nuestra capacidad, de modo que nuestras posibilidades dependen de la
capacidad física que disponemos, de la capacidad intelectual y emocional, de la
capacidad económica y del contexto donde estamos insertados.
De
manera que, por ejemplo, un pordiosero, un inculto, un esclavo, un sumiso a una
dictadura, a consecuencia de sus limitadas y pobres capacidades apenas tienen ellos
un estrecho margen para el ejercicio de su libertad.
La
libertad es la acción por decisión voluntaria de la conciencia, pero he aquí el
problema que Savater, en mi opinión, no profundiza adecuadamente. ¿Cómo es ese
proceso consciente de decidir? ¿Cómo actúan los condicionamientos?
En el
año 1983 el neurocientífico Benjamín Libet provocó una fuerte polémica, que
dura hasta nuestros días, con su experimento que puso en cuestionamiento el
libre albedrío. Este experimento – reproducido muchas veces por otros
investigadores - consistió en detectar que la simple acción de pulsar un botón
producía una actividad cerebral en el inconsciente 200 milisegundos antes de la
sensación consciente de haber tomado voluntariamente la decisión.
Tenemos
la sensación de haber tomado conscientemente una decisión voluntaria, pero hay
procesos neurológicos inconscientes que preceden a la toma de consciencia que
nos da la impresión de que es un acto voluntario. Entonces, somos una especie
de autómatas que reaccionamos inconscientemente a determinados estímulos
siguiendo un determinado programa biológico, de modo que cabe preguntarse: ¿la
decisión la toma el inconsciente?, ¿el libre albedrío es sólo una ilusión?
Realmente
el cerebro realiza muchas actividades en el inconsciente, por ejemplo: controla
la respiración, las pulsaciones del corazón, la temperatura del cuerpo, y
muchas otras más sofisticadas. También realizamos muchas actividades en modo
automático que previamente hemos decidido, como conducir el vehículo, teclear
el computador, seleccionar un producto en el supermercado, etc., de forma que
si estos asuntos estuvieran en el consciente seguramente no tendríamos
capacidad ni atención para otras cosas. Sólo cuando ocurre un evento
extraordinario estas actividades del inconsciente suben al área de la
conciencia. Quizás algo parecido ocurre con las simples decisiones del
experimento de Libet. Tal vez las decisiones más complejas tienen una
interacción entre el consciente y el inconsciente, con un componente racional
más importante. No lo sabemos.
Ahora
bien, si no hay libertad imagínense, por ejemplo, lo que podría ocurrir con un
homicida, pues él diría que no quiso hacer nada malo, sino que ocurrió que su
inconsciente le ordenó asesinar. Sin libertad no hay responsabilidad, no hay
culpabilidad. La vida necesita tener la convicción de que la libertad existe y se
debe considerar la responsabilidad individual de los actos, caso contrario
Hitler habría sido un pobrecito desdichado que fue manipulado por los traumas
de su inconsciente.
Cierto,
no estamos seguros de nada, pero en cualquier caso, insisto, si la libertad es
una ilusión, es una ilusión necesaria. Ya no es asunto de filosofía, es un asunto
práctico. Yo sí quiero sentirme libre y así viviré mientras me quede un hálito
de vida. Definitivamente mi locus de control es interno, ¿y el tuyo?
Caracas,
Febrero 09 de 2017.
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