lunes, 13 de febrero de 2017

Navegando en la Filosofía - III

Navegando en la filosofía III 

(Recopilación) 


Alex Villanueva A.
Caracas, Febrero 2017.



Michel Foucault
En mis paseos por la filosofía me he detenido bastante tiempo en este filósofo, pues no lograba centrarme en las ideas claves de su pensamiento. No he quedado completamente satisfecho, ya que intentaba vincular el desarrollo de los conceptos de este pensador con el problema del poder en Venezuela, pero el tema está en un contexto mucho más amplio. Sin embargo, creo que puedo hacer un bosquejo rápido de su pensamiento central bajo la habitual caracterización de su pensamiento como ubicado en el “estructuralismo”, aun cuando él no aceptaba tal etiqueta.
Michel Foucault (Francia, 1926-1984) fue un historiador de las ideas, psicólogo, teórico social y filósofo, importante estrella del pensamiento francés en la década de los años 60 y 70, y cuyas interesantes ideas se inscriben dentro de una radical crítica a los logros del sistema industrial y capitalista que ponen en entredicho la sociedad de bienestar.
La evolución de su pensamiento hizo que lo pudieran percibir como contradictorio con sus propias ideas iniciales, según se le planteó en una entrevista, y su burlesca respuesta fue: “¿Ud. cree que he trabajado duro todos estos años para decir lo mismo y no haber cambiado mis ideas?”
De manera simple, se entiende que para el estructuralismo la realidad humana no se puede comprender a través del individuo como elemento aislado, sino a través de patrones subyacentes de conocimientos que conforman estructuras profundas e inconscientes que la determinan y explican todas las conductas humanas, las instituciones sociales y los procesos históricos.
Según Foucault, en las situaciones históricas siempre hay estructuras de base que están escondidas (epistemes o campo epistemológico) y que condicionan lo que el ser humano piensa y hace, así también determinan los intereses, principios, valores y prácticas propias de aquel momento.
La episteme, algo así como el paradigma en el sentido de que es un patrón para comprender la realidad, impone sus reglas a todos los individuos de una época, determina la estructura de su pensamiento y ofrece una particular visión del mundo. Ahora, a lo largo de la historia hay epistemes que se desvanecen y surgen otras nuevas, no necesariamente en una sucesión lineal, sino mediante rupturas epistemológicas.
Así, nuestra modernidad se habría iniciado a comienzos del siglo XIX con el particular rasgo de su episteme que conceptualiza al hombre como un individuo autónomo y racional. Este sujeto, en estos términos, se convierte en objeto de estudio de las ciencias humanas.
Sin embargo, Foucault declara que “el hombre ha muerto” parafraseado a Nietzsche quien en su momento expresó: “Dios ha muerto”. ¿En qué sentido muere el hombre? Por supuesto que no se refiere a la desaparición de la especie humana, sino a la superación de un concepto del hombre que ha servido para justificar las mayores atrocidades en la historia. Precisamente muere en el sentido de sujeto supuestamente autónomo y racional que se concibe como punto de partida del conocimiento y centro en la conformación de la realidad. En cambio, ahora el centro es la estructura y el sujeto está dentro de dicha estructura o, en términos de Foucault, condicionado por la episteme vigente derivada del ejercicio del poder.
El sujeto adquiere una identidad a través del saber, este saber nos hace individuo, pero el saber está en estrecha conexión con el poder que despliega sus múltiples fuerzas para someter y dominar a ese sujeto. Además, el poder se filtra en todo el tejido social y se apoya en ciertos discursos de su particular verdad que se trasmite y, a su vez, multiplica los efectos de ese mismos de tal poder. Por este motivo, Foucault dice que el individuo es un efecto del poder a consecuencia de los mecanismos que denomina el “biopoder”.
De hecho, los gobiernos buscan controlar a la gente sin necesidad de reprimir, por ello intentan que la gente se comporte y desee lo que el gobierno necesita, es decir, implanta dispositivos de autodisciplina que le facilitan el ejercicio del poder. La población se vuelve cada vez más dependiente del gobierno y va perdiendo la capacidad para identificar sus propios intereses. Así, el biopoder es una suerte de apropiación de la vida de los individuos, donde la verdad del gobierno establece su hegemonía y dominación.
Verdad y poder son términos estrechamente unidos. La verdad nunca está ajena del poder y cada sociedad tiene su propia noción de la verdad, tiene sus propias reglas para decidir qué es lo verdadero y qué lo falso. Entonces, el objetivo no es liberar la verdad del poder, asunto que es imposible según Foucault, sino separar el poder de las actuales formas de la verdad que actúan como elementos de dominación y subyugación.
Este problema de la dominación y el sometimiento lleva a Foucault a examinar la actuación del poder no desde los mecanismos del Estado, sino desde sus últimas ramificaciones, formas locales y concretas, que denomina la microfísica del poder. Para examinar las relaciones de poder en su más cruda realidad Foucault centró sus análisis en las instituciones carcelarias.
Observó que de los mecanismos penales surge un conjunto de técnicas disciplinarias que se fueron extendiendo al ejército, las escuelas, los hospitales, las fábricas, etc., para formar individuos normalizados con conductas, pensamientos, discursos que son pautados desde las instancias del poder.
El análisis de Foucault acerca de los mecanismos disciplinarios del poder tiene como propósito superar el actual estado de sometimiento y dominación. El objetivo que se plantea es lograr que el ser humano amplíe cada vez más el ámbito de su libertad, que las técnicas disciplinarias se tornen en nuevas técnicas del sujeto libre.
Mientras escribía estas líneas no he dejado de pensar en Venezuela y su drama por la lucha del poder. No hay duda que la pérdida de la legitimidad del actual gobierno está en evidencia porque ya ni siquiera ejerce algún biopoder, en palabras de Foucault, sino que sólo sobrevive por el uso descarado de la represión y la arbitrariedad que lo ha desenmascarado como una dictadura que no puede ser admitida en los nuevos tiempos. La esperanza está en el poder de la ciudadanía.
Caracas, Octubre 21 de 2016.


¿Todavía alguien me sigue? Bueno, no importa, siempre me queda la opción de pensar y tener interesantes tertulias conmigo mismo, quizás algún día me termine convenciendo de mis ideas.
En mis paseos por el pensamiento filosófico me he encontrado con el problema del lenguaje y el pensamiento, ambos inseparables. De hecho, nuestras interpretaciones de la realidad están hechas de lenguaje, pues pensar es un fluir de palabras en nuestra mente, tanto así que es común ver en la calle a personas completamente ensimismadas y gesticulando en una conversación consigo misma. También ocurre que cuando tenemos una idea confusa y no la logramos esclarecer sino hasta que encontramos las palabras apropiadas.
Es interesante este asunto, pues a primera vista el lenguaje parece simplemente el vehículo que sirve para comunicar y que no interviene en la manera cómo se capta la realidad. Sin embargo, esto no es tan sencillo, razón por la cual en el siglo XX se puso al lenguaje en el centro de la actividad filosófica a través del denominado “giro lingüístico”, donde destacan pensadores como Wittgenstein, Husserl, Heidegger, Austin, Derrida, etc.
El tema es complejo, sinceramente no entendía mucho de este asunto, lo cual me motivó a estudiar a Jaques Derrida (1930-2004), filósofo francés de origen argelino que postula la llamada Deconstrucción, quien dijo su famosa frase: “nada hay fuera del texto” (texto en el sentido de enunciado gráfico, fónico o gestual, con una intención comunicativa). La verdad, no entendía mucho… ahora no entiendo nada.
Un día caminando despreocupado por el parque me tropecé con las raíces de un árbol y me caí, me golpeé durísimo, entonces en medio del dolor pensé: no hay nada fuera del texto. ¿Carajo, o sea, para quejarme tendría que escribirlo? ¡No!, para quejarme no necesito el lenguaje, ni textos. Sin embargo, instintivamente dije: ¡Mierda, mierda! Palabras, palabras… estamos llenos de palabras, rodeados de palabras, obviamente estamos encerrados en el lenguaje.
Entonces ¿qué hay fuera del texto? Por supuesto que hay muchas cosas, entre otras cosas está la realidad. No es que no haya nada fuera del texto, pero para referirnos a cualquier cosa necesitamos el lenguaje, no hay nada que podamos despojar de lenguaje para referirnos a ello. Si decimos que fuera del texto está la realidad, estamos utilizando palabras y no tenemos alternativa para expresarnos de otra forma. Es en este sentido que no hay nada fuera del texto, no hay nada que no está referido al texto, al lenguaje.
De modo que todo se juega en el lenguaje, pero ocurre que éste no es transparente ni algo natural, las palabras no salen de las cosas, los objetos no tienen una etiqueta donde esté su nombre, ni la sintaxis surge de tales cosas, ni la realidad tiene sustantivos, adjetivos, verbos, etc., sino que es el sujeto quien ordena las palabras según un significado y reglas preestablecidas. Entonces, ¿cada cual utiliza sus propias palabras?, pues no, cada cual usa palabras ajenas que ha aprendido de algún modo.
Alguien podría decir que el lenguaje nos ayuda a describir la realidad, o quizás sea al revés, la realidad la interpretamos a través del lenguaje que está en nuestras mentes, o más bien, es el lenguaje que suscribimos quien nos estructura la realidad. Me refiero al lenguaje que adoptamos, o mejor dicho que se nos ha impuesto, el que ha evolucionado, se sedimenta y cambia en la sociedad a lo largo de los años.
¡Vaya temita!... ¡y nos creemos libres! ¡Nos creemos dueños de sí mismos! Cuando realmente somos expresión de un leguaje que no es propio, con reglas ajenas a uno mismo y palabras que otros inventaron. El lenguaje es como unos lentes ajenos de colores cambiantes con los cuales percibimos la realidad.
Derridá lo hace todo inestable, todo lo derrumba, no hay una sola verdad, todo parece ser de otra manera. Con su “deconstrucción”, muestra que hay muchas interpretaciones de un hecho, hecho que lo conocemos a través del lenguaje, y si alguien ha eliminado las otras opciones es porque se ha impuesto una sola a través del poder, no siempre visible. Entonces, como no hay una verdad, simplemente se ocultan las otras interpretaciones.
Precisamente, la deconstrucción de Derrida consiste en mostrar que detrás de la interpretación de un texto hay otras interpretaciones igualmente válidas, de manera que el arte de la filosofía es demostrar que frente a alguna idea establecida como definitiva, obvia y segura, realmente hay otras interpretaciones que están detrás de una trama o historia oculta que se debe desentrañar, se debe poner en la superficie.
Así, por ejemplo, el concepto de democracia en nuestra parte occidental del mundo la entendemos de determinada manera y nos parece definitiva, pero en realidad hay en la historia muchas maneras de entenderla, sin embargo hay una que se ha impuesto en la actualidad en detrimento de las otras, y mañana puede ser diferente. Esto significa que en la sociedad se ha impuesto el concepto vigente de democracia de alguna manera a través del ejercicio del poder.
Entonces, si hay normalidad, digamos, hay paz, es porque alguien ha impuesto determinado modelo de convivencia sobre las muchas otras alternativas, ha eliminado las otras posibilidades. Esto no es más que la violencia de la imposición del poder.
Para Derrida la deconstrucción no es sólo una cuestión lingüística que nos permite escarbar en los textos para encontrar los sentidos ocultos de las cosas, sino que el deconstructivismo es una actitud de vida que nos permite revelar el carácter abierto y paradojal de lo que somos y hacemos. Una actitud deconstructiva es una actitud anti-dogmática, en el sentido de aceptar que todo puede ser de otra manera y, quizás, nuestro destino sea avanzar siempre hacia una gran incertidumbre.
Caracas, Noviembre 16 de 2016.


La biopolítica
Cuando estudiaba en la Universidad, en mis lejanos tiempos de juventud, recuerdo haber leído algunas referencias sobre el pensamiento de Louis Althusser, en particular sobre sus ideas planteadas en su obra “Ideología y aparatos ideológicos del Estado”. Althusser señala que los aparatos de Estado funcionan a la misma vez mediante la represión y la ideología.
En este sentido, dice que las instituciones del Estado como la escuela, el ejército, la prensa, la radio, la T.V., la iglesia, los tribunales de justicia, los sindicatos, las instituciones culturales, etc., buscan asegurar el sometimiento a la ideología dominante en aras de reproducir el orden establecido, esto es, la reproducción de las relaciones de producción, digamos más general, las relaciones capitalistas de explotación.
Por supuesto, es tan claro este concepto en los regímenes de inspiración marxista que naturalmente imponen también su dominio a través de la ideología que difunden con los medios que van controlando progresivamente con el Estado. Esto no tiene ningún misterio. Lo preocupante del asunto es que somos una suerte de marionetas de cuya condición no estamos conscientes para nada y pensamos que nuestras creencias, valores y principios surgen genuinamente de nuestro propio ser.
La experiencia de Venezuela en su intento por imponer un modelo de socialismo, en su versión tropicalizada y con rasgos de republiqueta bananera, muestra el tremendo esfuerzo del gobierno por alcanzar la hegemonía comunicacional y divulgar desde esa plataforma su pensamiento ideológico y panfletario, por ejemplo, divulgar que ser rico es malo, que los empresarios son explotadores, que los comerciantes son especuladores, que la propiedad privada es ilegítima, que la meritocracia es nefasta, que el hombre nuevo es superior, que el pueblo es quien manda, que los opositores son apátridas, etc. Medias verdades con medias mentiras.
Pero, observo que el enfrentamiento ideológico en la sociedad de algún modo debe apelar a la razón, al menos en parte, lo cual abre la posibilidad de que la población no sea un simple rebaño que avanza en la dirección de algunos mesiánicos pastores que se dicen representantes del interés de la mayoría. Sin embargo, aparte de lo ideológico, es muy inquietante el nuevo concepto que propuso el filósofo Michel Foucault en la década de los años 70, la biopolítica.
La noción de biopolítica se desarrolla poco a poco en las reflexiones de Foucault, luego ampliadas, entre otros, por los filósofos italianos Giorgio Agamben y Roberto Esposito. Se puede entender de una manera simple como el conjunto de conocimientos y técnicas que convierten la vida de los seres humanos en el instrumento por medio del cual el Estado alcanza sus objetivos.
Entonces el control de la sociedad no sólo se realizaría mediante la ideología, sino que también a través del control de la vida de los individuos. Así el Estado se encarga de potenciar las capacidades físicas e intelectuales que consideran valiosas en las personas, ya que éstas permitirían lograr sus propósitos de dominación. El ser humano pasa a ser simplemente una materia prima, como un recurso natural cualquiera, de la cual los agentes del poder intentan extraer los mayores beneficios posibles.
En este contexto, particularmente el Estado capitalista requiere que las personas actúen con fines y estrategias completamente económicas y sus proyectos vitales estén totalmente inundados de una racionalidad economicista, es decir, se conviertan en “homo oeconomicus”.
De forma que para obligar a las personas a una vida en permanente competencia y asegurar mercados donde siempre se compita, el Estado desarrolla una estructura de desigualdad que minimice la cooperación entre los individuos y no facilite los vínculos sociales.
Así entonces, la economía de mercado más que un sistema de libertad es un modelo de administración de las libertades. Es decir, el sistema necesita ofrecer ciertas libertades para que la competencia funcione, pero al mismo tiempo la restringe para que no se pueda renunciar al modelo competitivo de vida. La libertad no es un fin ético, sino una condición funcional del mercado.
Ahora, en la actualidad, con los desarrollos de la ciencia y la tecnología, la capacidad de intervenir sobre todas las formas de vida se expande sin cesar a niveles verdaderamente dramáticos. Por ejemplo, tan sólo observemos el impacto en la sociedad y en la conducta de las personas de la publicidad comercial.
Entonces, todos creemos que elegimos libremente nuestro camino de vida y que nos realizamos con el logro de las metas supuestamente nuestras, pero en realidad no somos más que instrumentos del poder que controla todo, que controla tanto la vida pública y como la privada, que nos induce a tomar decisiones como si fueran auténticamente nuestras.
El poder expresado en su sentido negativo se ejerce a través de la represión, pero con la biopolítica el poder toma otra dimensión puesto que actúa mediante la normalización, sin necesidad de reprimir, es decir, se imponen reglas y modelos de lo que se considera normal, para deslindarlo de lo anormal, prohibido, pecaminoso, degenerado, delictivo, etc. Así todos nos ajustamos a lo que se estima correcto en esta especie de domesticación del ser humano, de modo que con este mecanismo el poder establecido logra controlar toda nuestra vida.
En consecuencia, la vida se ha vuelto cualquier cosa menos algo espontáneo. Pareciera que la individualidad se ha vuelto sólo una ilusión y nos dejamos llevar por lo que Nietzsche llama la moral de rebaños, la mentalidad inconsciente de esclavos.
Definitivamente necesitamos alcanzar un nuevo paradigma de vida que rompa las ataduras que han cercado nuestra libertad individual y alcanzar una vida verdaderamente auténtica. Por mi parte, para empezar, de vez en cuando me dedico a reflexionar, no mucho para no exagerar. Quizás debemos ser como la oveja negra del rebaño y caminar en cualquier otra dirección.
Caracas, Diciembre 29 de 2016.


La libertad individual
El tema de la libertad individual es un tema recurrente en mis preocupaciones metafísicas, verdaderamente siempre me ha inquietado saber hasta dónde gozamos de libertad. Mientras más lo pienso, más me doy cuenta que el tema no es sencillo, y comienzo por recordar que cuando niño el cura de religión nos decía que tuviésemos cuidado, pues Dios sabía todo de cada uno de nosotros, incluso sabía lo que haríamos y pensaríamos mañana y todos los día de nuestras vidas.
Por supuesto que tales enseñanzas, con la severa expresión del cura, nos infundían bastante temor, incluso sentíamos terror cuando cobijábamos algún pecadillo en el interior, pero más tarde me di cuenta que si Dios ya estaba enterado de todo entonces cada individuo sólo seguía un programa pre-establecido, de modo que yo no podría ser culpables de nada, la culpa sería del que hizo tal programa.
Por el contrario, si Dios no está enterado de mi futuro puesto que serán mis libres decisiones las que prevalecerán, significa que Dios es algo limitado y defectuoso, un poco a imagen y semejanza de nosotros mismos, de modo que este Dios no tiene la cualidad de la omnisciencia, no lo sabe todo, o sea, no es Dios; u otra interpretación, permítanme la blasfemia, Dios sencillamente no existe.
San Agustín de Hipona (354-430), prolífico pensador del cristianismo, fue el primero en hablar del libre albedrío - capacidad que tiene el ser humano de obrar voluntariamente, de tomar decisiones, de orientar su vida y sus acciones – al cual le atribuye el origen del pecado del hombre según sus elucubraciones teológicas. Pero no es mi intención indagar en el punto de vista teológico, sino más bien quiero intentar alguna reflexión filosófica del tema.
En este sentido, he leído con detenimiento el libro “El valor de elegir” de mi viejo amigo el filósofo Fernando Savater, a quien le tengo una gran estima porque es de los pocos autores que ha hecho accesible la filosofía a neófitos como yo, a las personas común y corriente. Comienza explicando que la diferencia genética del ser humano con los chimpancés es mínima (dicen que es menor que 1%), y no es mucha con el cerdo o con los gusanos; sin embargo, nuestra diferencia esencial está más allá de la dotación genética… por supuesto, a excepción de algunos que llevan vida de cerdos o son como gusanos.
En efecto, dice el autor, el ser humano no está totalmente programado para actuar sólo por los instintos, como es el caso de los animales, sino que el ser humano tiene la capacidad para decidir e inventar acciones que transforman la realidad y a sí mismo. Esta disposición es la libertad.
La diferencia está en que los animales viven sin proponérselos, en tanto que los humanos debemos proponernos planes de vida para vivir. No somos simple hojas llevadas por el viento, sino que actuamos aplicando el conocimiento y la imaginación para decidir con la voluntad propia en el campo de lo posible, asumiendo naturalmente el riesgo de la ignorancia que nos quepa. Estamos condenados a ser libres, decía Jean Paul Sartre.
De modo que nuestra distinción clave es que no obramos por simple instinto o reflejo, sino que lo hacemos de manera intencional. Ahora, ¿cómo sabemos que un acto es intencional? Pues, cuando el sujeto puede responder “¿para qué?” y “¿por qué?” de la acción.
El “para qué” se refiere a la intención del sujeto agente y el “por qué” al motivo. Es la voluntad la que decide por un motivo u otro, no es el motivo mismo la causa. Esto implica un procesamiento mental, una racionalidad, que consiste en el proceso de evaluación de la realidad, la búsqueda de alternativas y la toma de decisiones que configuran lo que Aristóteles llamó “proairesis”.
Es la interacción de la razón y el deseo la que definen nuestro querer. Pero la libertad no se refiere exactamente a lo que “queremos hacer”, sino más bien a lo que “podemos hacer” en base a nuestra propia capacidad y a las limitaciones del entorno.
El grado de libertad, o sea, el espacio de alternativas donde elegir, nuestro abanico de posibilidades, depende de nuestra propia capacidad. No podemos elegir, por ejemplo, lanzarnos de lo alto de un edificio para volar, pues no está en nuestra capacidad, de modo que nuestras posibilidades dependen de la capacidad física que disponemos, de la capacidad intelectual y emocional, de la capacidad económica y del contexto donde estamos insertados.
De manera que, por ejemplo, un pordiosero, un inculto, un esclavo, un sumiso a una dictadura, a consecuencia de sus limitadas y pobres capacidades apenas tienen ellos un estrecho margen para el ejercicio de su libertad.
La libertad es la acción por decisión voluntaria de la conciencia, pero he aquí el problema que Savater, en mi opinión, no profundiza adecuadamente. ¿Cómo es ese proceso consciente de decidir? ¿Cómo actúan los condicionamientos?
En el año 1983 el neurocientífico Benjamín Libet provocó una fuerte polémica, que dura hasta nuestros días, con su experimento que puso en cuestionamiento el libre albedrío. Este experimento – reproducido muchas veces por otros investigadores - consistió en detectar que la simple acción de pulsar un botón producía una actividad cerebral en el inconsciente 200 milisegundos antes de la sensación consciente de haber tomado voluntariamente la decisión.
Tenemos la sensación de haber tomado conscientemente una decisión voluntaria, pero hay procesos neurológicos inconscientes que preceden a la toma de consciencia que nos da la impresión de que es un acto voluntario. Entonces, somos una especie de autómatas que reaccionamos inconscientemente a determinados estímulos siguiendo un determinado programa biológico, de modo que cabe preguntarse: ¿la decisión la toma el inconsciente?, ¿el libre albedrío es sólo una ilusión?
Realmente el cerebro realiza muchas actividades en el inconsciente, por ejemplo: controla la respiración, las pulsaciones del corazón, la temperatura del cuerpo, y muchas otras más sofisticadas. También realizamos muchas actividades en modo automático que previamente hemos decidido, como conducir el vehículo, teclear el computador, seleccionar un producto en el supermercado, etc., de forma que si estos asuntos estuvieran en el consciente seguramente no tendríamos capacidad ni atención para otras cosas. Sólo cuando ocurre un evento extraordinario estas actividades del inconsciente suben al área de la conciencia. Quizás algo parecido ocurre con las simples decisiones del experimento de Libet. Tal vez las decisiones más complejas tienen una interacción entre el consciente y el inconsciente, con un componente racional más importante. No lo sabemos.
Ahora bien, si no hay libertad imagínense, por ejemplo, lo que podría ocurrir con un homicida, pues él diría que no quiso hacer nada malo, sino que ocurrió que su inconsciente le ordenó asesinar. Sin libertad no hay responsabilidad, no hay culpabilidad. La vida necesita tener la convicción de que la libertad existe y se debe considerar la responsabilidad individual de los actos, caso contrario Hitler habría sido un pobrecito desdichado que fue manipulado por los traumas de su inconsciente.
Cierto, no estamos seguros de nada, pero en cualquier caso, insisto, si la libertad es una ilusión, es una ilusión necesaria.  Ya no es asunto de filosofía, es un asunto práctico. Yo sí quiero sentirme libre y así viviré mientras me quede un hálito de vida. Definitivamente mi locus de control es interno, ¿y el tuyo?