Desperté de repente, todavía no amanecía, pero comenzaba a sentirse el ruido de la ciudad que rasgaba el profundo silencio de la noche, el tiempo se preparaba para otro amanecer, otro día más. A lo lejos se sintió el agudo y penetrante sonido de una sirena.
Encendí la lámpara de la cabecera de mi cama y miré el reloj que apuntaba con sus agujas fluorescentes las 5:00 AM, todavía era demasiado temprano para levantarme. El calendario colgado en la pared me decía que era un amanecer de un día del año 2020…
Capítulo 1
Estábamos en la ventana de la habitación mirando hacia la bulliciosa avenida, contemplábamos el tráfico de la ciudad, cuando de repente giró su cabecita, me miró con curiosidad y tocó mi rostro con sus manitos, entonces preguntó:
– Abuelita. ¿Por qué tienes arruguitas en tu cara?
Me sonreí, porque mi nieta tenía una expresión de inocente curiosidad y me miraba con sus grandes ojitos negros. Con tanto esmero que durante años he tratado de ocultar mis arrugas del rostro, pensé, y mi pequeña niña me las destaca sin ningún tipo de discreción. Menos mal que todavía no se ha dado cuenta que tengo las canas blancas de mi pelo pintadas de negro con el tinte de la peluquería, ni tampoco sabe de los dolores de mis articulaciones cuando camino.
– Son las huellas de la vida, mi cielo – le contesté casi en susurro, como si temiese que alguien más escuchara.
Sí, es verdad, reflexioné, son las huellas de la vida que afloran en la piel cansada con el paso de los años, mis arrugas son las tristezas y las alegrías de mi vida, son los frutos como lo es mi hermosa niña del alma que ahora está conmigo, son senderos que orgullosa quisiera mostrar para que otros los puedan seguir, son semillas que el viento posiblemente hará germinar en otros lugares.
Esto me trae el recuerdo de mi abuelita Carmen, ella sí era viejita de verdad, pero llena de energía y sabiduría. Vivíamos con ella y mis padres en un par de casas de campo hechas de barro y paja seca, en el sector de Las Barrancas, a la orilla del río Hurtado, un afluente del río Limarí, frente al caserío de Huamalata, que era apenas una hilera de pocas casas rurales alineadas en una sola calle de tierra. Estábamos en un sitio más o menos a 6 kilómetros de la ciudad de Ovalle, la que se encuentra ubicada en el norte central de Chile.
En una casa vivía la abuelita con sus hijos menores, tío Lucho, tío Roberto y tía Juana, además, dos niños: Osvaldo y Alberto. Osvaldo era hijo de la tía Juana y Alberto era un chiquillo que criaba la abuelita y no sabía que relación había entre ellos. Después, cuando adolescente, supe que Alberto era mi hermano mayor por parte sólo de mamá.
En la otra casa, muy cercana a la anterior, yo vivía con mis padres, Manuel y Emma, y mis hermanos: Hilda, la mayor de todos, y seguían después Alfonso, David, Otilia y Gabriel, menores que yo, y de quienes tengo recuerdos muy borrosos, puesto que el tiempo los hizo difusos. Después nacieron más hermanos menores cuando mi familia se mudó al norte desértico del país.
A pesar de que éramos muchos hermanos y, por tal razón, no podíamos tener atención preferencial, tuve una infancia feliz, corriendo y saltando entre las higueras, los nogales, las parras, los perales, los tunales y a lo largo de todo el huerto de la abuelita que lo trabajaban mis tíos y papá. No faltaba nada, pues todo lo producía el huerto y aquello que no se tenía a mano se conseguía en las huertas vecinas. Del mismo modo, lo nuestro también era de los vecinos. Era un trueque implícito y nadie sacaba ventajas del otro.
El agua se obtenía de un manantial que no estaba a demasiada distancia de la casa. De allí se traía el agua en baldes que se vaciaban en tambores de 200 litros, los cuales tenían una capa interior de cemento y se mantenían envueltos con un trapo exterior que permanecía húmedo para que el agua se conservara fresca.
La letrina era un pozo séptico que estaba ubicado algo retirado de la casa, para evitar las moscas y el mal olor. Era un hueco pequeño de pocos metros con una plataforma superior de madera y con un cajón que tenía un hueco al medio. Para los niños era peligroso, porque alguien se podía caer por el hueco en las profundidades del excremento acumulado, entonces sería un niño de mierda. Por supuesto, de vez en cuando se le echaba cal al pozo para neutralizar los desechos.
Allí nací, hace muchos años atrás, bajo el cuidado de mis padres, en medio de la plácida vida del campo y con la vista hacia el extenso paisaje del valle del río Hurtado, alejada de la ruidosa vida de la ciudad. Nací y me crié entre las más hermosas primaveras llenas de verdor y flores de todos los colores.
Era la regalona de mi abuelita Carmen. Ella me sentaba en su regazo y me entrelazaba el pelo en dos largas trenzas que yo lucía orgullosa cuando iba a la escuela. Siempre mi abuelita me dijo que era la más inteligente de sus nietas y que debía estudiar mucho para progresar en la vida. Ella sabía lo que decía, pues tenía muchas arruguitas en su rostro.
– Abuelita. ¿Por qué la vida deja huellas? – interrumpió mis pensamientos mi nieta y me sacó de mi ensimismamiento
– Pues, mi niña, cuando caminas por la arena vas dejando las huellas de tus pies. Así es la vida, es como caminar por senderos del tiempo que van dejando trazas en las personas que te rodean, también quedan huellas dentro de tu corazón. Algunas se borran con la brisa de los años y otras afloran en la piel cuando llega la madurez. Otras quedan para que nunca seamos olvidados.
¿Dije la madurez? Quizás debí haber dicho la vejez, pues sí, así es cuando se siente el peso de los años que obligan a detenerse por momentos, para posar la mirada en el largo sendero de vida que se ha recorrido y reflexionar sobre las huellas que han quedado de tanto andar. ¿Ha valido la pena llegar hasta aquí?
Recuerdo mi casita humilde de campo, veo con mi imaginación a mi abuelita, preparando comida en la cocina de leña que emitía bocanadas de humo blanquinegro por la chimenea del hogar, a lo lejos mi mamá lavando ropa en la orilla de un canal del río, mi papá guardando las cosechas en el túnel que se usaba como despensa para protegerlas de la humedad y que había cerca de la casa, mis hermanos cazando lagartijas entremedio de las piedras de la ladera del cerro y yo con mi muñeca de trapos en mi mundo de infantiles fantasías. ¡Vaya, es largo el camino que he recorrido!
Era como el paraíso terrenal, del cual una vez que se sale ya no se puede regresar. Ese era mi mundo lleno de candor, todo era de una naturaleza sencilla e impregnada de ingenuidad. En ese mundo no había radio ni televisión, no había luz eléctrica y se usaban velas con mucha moderación en las noches antes de dormir. La casa sólo tenía la puerta principal de entrada, hecha de madera, pero las habitaciones interiores tenían simplemente cortinas que hacían la función de puertas. El piso de la casa era de tierra endurecida.
No se compraban periódicos, ni revistas, aunque a veces traían ediciones viejas del diario “La Provincia”, que terminaban en la letrina con las páginas recortadas en ordenadas hojas, sujetas con un clavo a la puerta, y que se usaban como papel de baño. A veces se encontraba en casa una que otra vieja revista Écran o El Peneca, que traía la abuelita Carmen cuando iba caminando a Ovalle con su canasto lleno de huevos para venderlos en el mercado municipal.
Todo era armonía en mi mundo infantil, un mundo de mujeres, ya que mi abuelita era la jefe del núcleo familiar, después seguía mi mamá quien, a pesar de su pequeña estatura, mandaba a mi papá. Así era, porque mi abuelo murió cuando yo era muy pequeña y sólo me dejó un borroso recuerdo de un hombre delgado, con facciones duras y un sombrero de campo. Lo recuerdo de pie con las piernas separadas y un fuete en la mano dándole órdenes a mi tíos Roberto y Lucho.
Cuando murió mi abuelo fue la única vez que recuerdo haber tenido mucho miedo, decían que había muerto de un ataque al corazón y todos lloraban, se persignaban y rezaban. Recuerdo que mi hermana mayor, Hilda, nos mantuvo en casa cuando la familia se fue al cementerio para el entierro. Todo era un silencio, no sé por qué nadie hablaba.
Sí, es verdad que la muerte del abuelo me produjo mucho miedo, en general la muerte me produce miedo, me ocasiona una sensación de infinito vacío y soledad. De algún modo la relacionaba con los cuentos de “la llorona” que contaba papá, cuyos llantos en las noches oscuras hacían temblar hasta el más valiente. Y papá sabía mucho de estas cosas, pues él se había enfrentado incluso al Diablo mismo en varias oportunidades en la cordillera.
Claro, papá era un hombre rudo, muy osado y aventurero, aunque de naturaleza muy bondadosa. Varias veces fue arreando un rebaño de cabra de decenas de animales propiedad del tío Rosario, hasta el pie de la cordillera de los Andes, para que los animales pudieran pastar y pasar el seco verano de nuestra localidad. Papá partía a mediados del mes de noviembre, acompañado de varios perros arrieros, y regresaba en marzo o abril del año siguiente, cuando se iniciaba el otoño. Menos mal, pues caso contrario seríamos muchos hermanos más.
Cuando papá regresaba de la cordillera traía en las alforjas de su caballo muchos quesos de cabra, eran unos exquisitos quesos blancos y duros que el mismo preparaba de manera rudimentaria en la cordillera, ordeñaba las cabras en una improvisada instalación para dar sombra y luego se cortaba la leche con cuajo, para separar el suero de la leche, finalmente se moldeaba la masa blanquecina en recipientes redondos donde se presionaba el queso hasta que perdiera casi todo el suero y después se le ponía bastante sal en el fondo y en la parte superior… y listo. El suero se les daba como alimento a los perros.
Una vez papá me explicó el procedimiento para hacer tales quesos de cabra, con la sencillez que es propia de la gente de campo. Yo le pregunté: ¿Papá, para qué le echan sal al queso? Pues, me dijo, pa’salarlo. Nosotros éramos gente sencilla y para nosotros el mundo funcionaba por razones sencillas.
El tío Rosario era un hermano de papá que tenía un terreno grande a las orillas mismas del río. Tenía una hermosa casa en la ladera del cerro, donde vivía con su familia, más arriba de la nuestra, pero a mamá no le gustaba que los visitáramos, porque casi siempre nos atendían sólo en la puerta de la casa y no nos invitaban a pasar. Claro, me imagino que éramos unos chiquillos llenos de polvo y con los zapatos embarrados que podíamos ensuciar su pulcro hogar.
La tía Elba, esposa de tío Rosario, nos invitaba siempre: “Aprovechen de comerse los damascos de los cochinos”, y nos ofrecía un canasto lleno de sabrosas frutas maduras. Por supuesto que yo disfrutaba aquellos deliciosos albaricoques, incluso guardaba otros más para llevármelos a casa, pero nunca interpreté que la tía nos decía cerdos o cosa parecida.
– Entonces, abuelita, las huellas de la vida son como las cosas que se aprenden en la escuela, ¿verdad? – me preguntó mi nieta.
– Cierto, mi amor. Las cosas que se aprenden con el estudio y con la experiencia van dejando huellas en la mente y el corazón. Muchas de esas cosas sirven y nunca se olvidan, tal como cuando aprendiste los números, pudiste contar los objetos, o como cuando aprendiste las letras, entonces pudiste leer muchas cosas.
Cierto, yo aprendí muchas cosas en la escuela. Recuerdo que yo aprendí mis primeras letras en una escuelita de Villaseca, un pequeño caserío casi a 2 kilómetros de mi casa. Todos los días nos íbamos caminando a esa escuela un grupo de niños y niñas por un angosto camino de tierra paralelo al río, aguas arriba, bordeando el cerro de Barrancas. En el grupo iba Alberto, Hilda, Osvaldo y otros niños de la localidad.
Mi tío Rosario me regaló el primer bolso escolar, un cuaderno y una caja de 6 lápices de colores para pintar mis garabatos. Me sentía muy orgullosa con mi nueva condición de estudiante y mi uniforme escolar que, aunque se llenaba de polvo demasiado rápido, era una gran distinción. Tenía quizás 6 añitos y había comenzado mi aprendizaje formal con el silabario hispanoamericano. La primera lección de lectura fue la pipa: pa, pe, pi, po, pu, pi - pa, pa - pa, pe - pe, pi - po, pa – pá.
Que fascinante es el proceso de aprendizaje, pero no tenía demasiada atención en mi hogar para estimular este proceso, ya que éramos muchos hermanos y los más pequeños requerían más cuidado y desvelo. Además, el trabajo de los adulos era fuerte y el quehacer de las cosas domésticas requería mucho esfuerzo.
De hecho, había que lavar los pañales a la orilla del río, secar la ropa al sol y planchar con planchas de carbón, había que cosechar las verduras y cereales de la huerta, había que hacer el pan en un horno de barro, etc. Entonces, muchas veces se dejaba sencillamente que los muchachos anduviesen descalzos y con el trasero al aire. Claro, en esa época no se gastaba dinero en detergentes, ni en cloro para lavar el baño, ni desodorantes ambientales, ni spray para limpieza de vidrios, nada de eso.
Me viene al recuerdo la imagen de los “choclos”, mazorcas de maíz, que se ponían sobre el techo de la casa para secarlos al sol. Después había que desgranarlos para alimentar las gallinas, o bien, se molían los granos en morteros de piedra para hacer la “chuchoca”, una harina gruesa que se usaba para hacer sopas, guisos o para elaborar la sémola.
También se secaban al sol, en el techo de la casa, los duraznos para hacerlos huesillos que luego se guardaban para el invierno. Se comían los huesillos con “mote de trigo”, elaborado haciendo hervir los granos de trigo en agua con cenizas hasta que perdiesen la cáscara, luego se mezclaba este mote limpio con los huesillos y jugo acaramelado. Es un refresco muy típico de Chile.
Otro refresco característico de la región, que consumíamos con abundancia, era el “cocho”. Es una mezcla de harina tostada de trigo con leche, o agua caliente, y algo de miel o azúcar, que puede ser muy espesa o bastante diluida, caso en el cual se llama también “ulpo”. Yo comía varias tazas de cocho hasta que el estómago se me ponía como una pelota dura.
– Abuela, ¿por qué tú sabes tantas cosas? – continuó la conversación mi niña, mientras me miraba con su mirada llena de curiosidad, sacándome de mi pensamientos.
– Estudié, igual que tú, en una escuela maravillosa, y la vida fue enseñándome cosas interesantes en la medida que fui creciendo para que un día te las explicara a ti. Aprendí como los alimentos provienen del campo, se cultivan, se cosechan y se procesan para luego consumirlos y cubrir nuestras necesidades de alimentación, para cuidar nuestra salud. Entonces tú debes comprender que la comida es sagrada y debes comerla toda sin desperdiciar nada, ya que es un fruto de Dios para nuestra bendición. Aprendí, mi querida niña, que el agua hay que cuidarla, porque es un elemento muy importante para la vida, pues sin ella se acaba todo. Te puedo contar como es la vida en el campo, es como vivir en el paraíso del Edén, porque allí hay de todo… - continué contándole sin haberme dado cuenta que ella se había quedado dormida, dormía placidamente en mis brazos mientras mi mirada se perdía en el infinito con tantos recuerdos que se agolpaban en mi mente como si fuesen de hoy. Es mi vida, me dije, es mi mundo.
.