martes, 14 de junio de 2011

lunes, 13 de junio de 2011

Androico y Fanfán




No hace mucho tiempo que me casé, ya se me había hecho insoportable la soltería. Me enamoré locamente de Fanfán, aunque en un principio me costaba reconocerlo, me dí cuenta que sin ella me muero, pero también debo admitir que con ella me es difícil vivir. No es sencilla mi elección, estar con ella para no vivir o estar sin ella para morir.

Pobre Fanfán, cree que el mundo debe seguir un orden. A veces siento un poco de lástima que ella no entienda la naturaleza de las cosas y se esclavice con un constante esfuerzo inútil que pretende doblegar las fuerzas del caos. Bueno, es su problema, me digo, quizás así se siente feliz, pero no soporto que pretenda arrastrarme a su esquema rígido de reglas y normas que encadenarían mi espíritu rebelde, sólo para dar una apariencia artificial ante los demás y que no corresponde con la espontaneidad del devenir de la vida.

A veces la presión es excesiva para intentar hacerme cambiar, como si yo fuese una simple plastilina que se puede moldear de cualquier forma. Quizás sea verdad lo que dicen, en el sentido de que cuando un hombre se enamora de una mujer le surge la pretensión de que ella no cambie nunca, que se mantenga siempre lozana y plena de juventud, en cambio la mujer se enamora de un hombre con la pretensión de cambiarlo para asemejarlo al modelo idealizado de su imaginación, a su príncipe azul. Pues no, me rebelo definitivamente contra tales pretensiones, no soy y no seré nunca un príncipe azul.

Una vez no resistí la presión interna que se me acumuló y estallé en gritos que intentaban imponer mi criterio. Mientras más Fanfán se oponía a mi afán de dominio, mayores fueron mis gritos. Así es como recuerdo el despotismo de papá, quién imponía su autoridad con un rugido de león y luego se hacía lo que él decía, sin ninguna discusión. Siempre nos decía mamá: Compórtense bien que pronto va a llegar papá. Esta vez aquel modelo no funcionó, al escuchar mis gritos la vecina salió a los pasillos con un crucifijo para espantar al espíritu de Satanás y suplicar con sus rezos la protección de la Virgen María. Fanfán con su dulzura de siempre y con lágrimas en sus ojos de lánguida mirada simplemente me dijo: ¡Vete!

Me mandaron para el carajo y no podía entenderlo. ¿Por qué mi mamá nunca mandó para el carajo a mi papá? ¿O no estoy enterado? Me volví loco. Fanfán con su ternura me hacía entender que yo no calzaba en el orden de lo que era nuestro frágil hogar, donde cada cosa tenía su lugar.

Pero papá gritaba y todo cuadraba, entonces así me parecía que era el mundo: murmullos, voces, chillidos y gritos, muchos gritos. Sí, es verdad, así es el mundo, pero quizás no necesariamente debamos vivir entre gritos ¿Entonces el modelo de papá no es correcto? ¿O sea, mi papá es el culpable? Lo sospechaba, desde hace tiempo que lo sospechaba.

En ese momento entendí que necesitaba que alguien me ayudara y no podía ser papá, el simplemente me daría un grito. Debía encontrar alguien que conociese de conductas humanas y, claro, entendiera que el culpable de todo es mi papá. Qué mejor que un psicoanalista, ellos tienen clarísimo que el culpable de todos los rollos mentales proviene de los conflictos con los padres durante la niñez.

A Sigmundo, mi sicólogo, le conté toda mi vida, bueno en realidad le hablé de cómo yo percibí mi vida, porque ya veo que mis padres la ven de otra manera. Para ser más preciso, le hablé de cómo recuerdo que yo he percibido mi vida. Le conté a mi sicólogo que una vez mi hermana mayor, Proserpina, me sacó a pasear con sus amigas en mi coche de bebé cuando apenas tenía algunos meses de edad, no estoy seguro si así lo recuerdo o me lo contaron, pero tengo en mis sueños la imagen de un inmenso perro, mucho más grande que el cochecito cuna, que me olió por todas partes y después me lengüeteó toda la cara. El susto me paralizaba y no atinaba a gritar, mientras Proserpina jugaba despreocupadamente con sus amigas.

Sigmundo me escuchó, como dicen los sicólogos, con una atención parejamente flotante. Sólo decía a instantes: Ajá, Sigue, ¿Qué más…? Seguramente eso no tiene ninguna importancia, atiné decir. No, no, es muy significativo lo que me cuentas, dijo Sigmundo con un tono profesoral que me pareció de entusiasmo, el perro es precisamente el símbolo que representa a tu papá. Pensándolo bien, me dije, parece razonable la interpretación del sicólogo, es verdad que a mi papá le he tenido cierto temor y muchas veces lo veo como un perro rabioso.

Ese es el complejo de castración, continuó explicando Sigmundo con voz profunda, que expresa el temor de que el perro, tu padre en este caso, te muerda el pene y te lo arranque de una sola dentellada, en castigo por tus deseos incestuosas que resultan de tus impulsos sexuales inconscientes. El sentido de hostilidad hacia tu padre para ocupar tú el puesto de preferencia al lado de tu mamá, seguía explicando, te provoca un profundo sentido de culpabilidad que se traduce en el temor instintivo a la castración.

Androico, me dijo el sicólogo, el complejo de Edipo es un fenómeno absolutamente normal que es superado en el desarrollo de la vida, es inhibido y luego sublimado, aunque el perro de tu papá, perdón, quiero decir tu papá, tiene por cierto una agresividad que vamos progresivamente a investigar entre ambos.

Mientras tanto, me aconsejó Sigmundo, intentaremos que resuelvas el problema de los sueños que tienes como verdaderas pesadillas, harás unas prácticas muy sencillas, escúchame bien, cuando estés con una mujer en la intimidad, sea tu esposa, una amante o alguna aventurera cualquiera, antes de la relación sexual y durante los juegos preparatorios le pides que a tu oído te haga: Ggrrrrr, guau, guau… y luego te dé unos lengüetazos por toda la cara.

Realmente confío mucho en Sigmundo, aunque a veces me parece algo exagerado en sus recomendaciones. Entiendo que en la teoría de Freud constituye un aspecto fundamental el complejo de Edipo, sin embargo ese tratamiento lo tomé con alguna desconfianza, pero aún así se lo conté a Fanfán un día que estábamos comiendo alfajores, dulces de leche argentinos, y ella se entusiasmó tanto que se puso a dar gruñidos y ladridos de perro con pequeños saltitos sobre mí, incluso hacía unos aullidos de lobo que me produjo cierto temor que se estuviese volviendo loca, o quizás siempre ha estado loca y no me había dado cuenta. Lo peor fue que después de varias lenguaradas por mi cara se me comenzaron a pegar las moscas y estuve todo el rato espantándolas de mi rostro y perdí todo entusiasmo libidinoso. Fanfán se enojó mucho y estuvo varios días sin hablarme.

Recuerdo haber leído que Erich Fromm decía que el origen del odio y rivalidad con el padre estarían determinados por la rebelión contra la autoridad paterna y las estructuras sociales patriarcales que representa. Por supuesto que mi papá piensa diferente, él dice que fui sobreprotegido por mi mamá que no hizo como la mamá-pájara que cuando le salen plumas a su pajarillo simplemente lo empuja del nido para que vuele, si no aletea se cae desde las alturas sin posibilidades de sobrevivir.

Me educaron así, no tengo culpa de nada. Soy el resultado de mi herencia genética, lo que Freud llama el “Ello”, la parte más importante del inconciente que constituye el motor del comportamiento, y también soy resultado de mi “Super-yo”, o sea, la parte que forma mi conciencia moral como consecuencia de la educación familiar y de la influencia de mi entorno cultural. Luego, mi “yo” es apenas un pequeño administrador de mi conciencia ante la realidad y que media entre el “Ello” y el “Super-yo”.

Está clarísimo, soy producto del pasado y sus raíces condicionan mi futuro. Es como una piedra que sostenga en la mano, si la suelto sé con absoluta certeza que caerá al suelo. Así también es la vida, tiene una trayectoria predeterminada, es la ley de la gravedad. Claro, la vida es un fenómeno más complejo, quizás tenga demasiadas condiciones y variables para poder predecir su trayectoria, lo cual significa que simplemente no estamos en conocimiento para hacer tales predicciones, pero no descarta el determinismo de la vida.

Los seres humanos actuamos mediante procesos mentales que no son más que procesos electro-físico químicos del sistema neurológico, que atienden también a leyes específicas que siguen el principio de causalidad, no dependen del azar, es decir, nunca la piedra va a caer para arriba, ni para un lado.

Entonces, mis faltas, en realidad ya no serían faltas, me refiero a mis conductas, serían consecuencia básicamente de la educación que recibí de mis padres y, sobre todo, del excesivo ejercicio de autoridad de mi padre.

Sí, la culpa principal viene de la excesiva autoridad de papá. En mis recuerdos, lo tengo como si estuviese grabado con fuego, está el día cuando en la playa, según él me cuenta, intentaba enseñarme a nadar, cuando apenas yo era un niño pequeño. Me hundía bajo el agua y después me levantaba para dejarme en brazos de mi mamá a quién me aferraba con fuerza.

Quizás has suavizado tus recuerdos de tales experiencias, me dijo Sigmundo, debes intentar recordar la realidad de aquellos sucesos, debes estar seguro si tu mamá verdaderamente te protegía. Sí, sí, ella me protegía, le contesté a mi sicólogo, la culpa es de mi papá, él me hundía con fuerza bajo el agua y después de largo rato yo lograba emerger desesperado a la superficie, impulsado por el instinto de supervivencia.

No tienes que ser condescendiente con tu papá, insistió Sigmundo. Es verdad, le contesté a mi sicólogo, horrorizado en ese mismo instante por la comprensión de mis recuerdos, creo que no estaba enseñándome a nadar, nunca me dijo que flotara ni que moviera los brazos, sino que el estaba intentando ahogarme y disimulaba que jugaba conmigo. Lo entendí, casi le grité a Sigmundo, ¡el maldito me estaba ahogando!

Sigue, sigue, me incitaba el sicólogo. Un día me vengaré, continúe diciendo mientras me revolcaba en el diván del consultorio, lo haré picadillo y después lo voy a ahogar lentamente. Sigue, sigue. Sí, sí, lo voy a ahogar en la poceta del baño cuando esté llena de mierda. Sigue, sigue, decía Sigmundo algo exaltado. Le meteré toda la cabeza en la poceta y le preguntaré: ¿Quieres aprender a nadar, ah?

Después de un largo rato que nos quedamos en silencio, me preguntó Sigmundo: ¿Te sientes bien? Sí, contesté, es cómo si me hubiese sacado un inmenso peso de encima, respondí, ¿mañana podemos repetir otra vez esta sesión?

Definitivamente la raíz de todos mis problemas proviene de la culpa de mi papá, ahora lo tengo muy claro, lo he comprendido en toda su plenitud. Aunque ahora me surge la sospecha de que el comportamiento de mis padres es resultado de la educación que recibieron de los suyos, quienes a su vez heredaron el modelo de sus propios padres, y así sucesivamente, de modo que en última instancia los culpables son Caín y Abel. Adán no, porque ha sido el único que no debe haber tenido complejo de Edipo. O en términos evolucionistas, los culpables vienen del homo australopitecus cuando vagaba por las selvas africanas hace cientos de miles de años atrás.

Que extraño, no lo había pensado así, aunque no me gusta esta línea de pensamiento, pues a mi papá no lo puedo librar de su culpabilidad, él hizo todo lo que ocurrió porque le dio la gana, hasta una cachetada en el rostro una vez me dio. Bueno, ¿entonces yo también podría hacer lo que me dé la gana? A ver, esto no está nada de claro. Si yo puedo hacer lo que me venga en gana significa que me puedo librar de la influencia de mi entorno cultural, o sea, yo podría hacerme musulmán, o budista, o agnóstico, en contraposición a la fe cristiana del mundo occidental donde estoy insertado. Quizás sí ¿Realmente puedo hacer lo que me dé la gana?

Si se me presentan varias alternativas frente a determinada situación, es mi decisión elegir el camino que yo quiera, puedo irme por la derecha, o puedo tomar por la izquierda, o quizás por el centro, lo que sea, es decir, lo que a mí me dé la gana decidir y asumir las consecuencias de mi elección. Aunque, quizás realmente lo que parece mi decisión sea resultado de una eventual activación de un circuito sináptico entre algunas de las 100.000 millones de neuronas de mi cerebro, que se desencadena por influencia de los rayos cósmicos de cierto instante y que provocan la liberación de algunos neurotransmisores que promueven determinada decisión. O sea, no es propiamente mi decisión, sino la de los rayos cósmicos.

Entonces la libertad es sólo una ilusión, de igual modo como los colores de la realidad son sólo una alucinación del cerebro. Si tuviésemos ojos de mosca las cosas serían imágenes en forma de mosaicos como los vitrales geométricos, entonces podría decir poéticamente: Fanfán, adoro tus grandes ojos sin párpados, ojos que nunca duermen y no se cansan de mirarme.

¿Entonces no hay libertad? ¿No hay libre albedrío? Todo es una ilusión. No lo sé, todo es muy confuso, ya no sé qué pensar. Sin embargo, intuyo que no es importante saberlo, ya que lo esencial es mi conciencia de la realidad que me produce la sensación de que sí tengo el control sobre mí mismo, la sensación de libertad, la sensación de comprensión de mi entorno y que supuestamente puedo ejercer mi voluntad, independientemente de que sea verdad o no.

Lo importante es actuar conforme a la conciencia y con el sentimiento de libertad. Como diría Sartre, estamos condenados a ser libres, pero no porque tengamos la certeza de que así es nuestra naturaleza, tal vez lo seamos o quizás no, sino porque es la única manera de vivir. Es nuestra naturaleza sentir profundamente la convicción de que la piedra la podemos hacer caer para cualquier lado, sentir que somos dueños del destino, qué importa que no sea verdad.

Fanfán, quiero que me gruñas y me des ladridos al oído. Haremos lo que nos dé la gana y viviremos con el sentido de la libertad en un mundo lleno de colores. ¡Qué importa si existen o no! Nosotros sentiremos la libertad y los colores del mundo en lo profundo de nuestra alma, lo que importa es lo que sentimos y lo que queremos.

¡Qué curioso! Si podemos elegir esta decisión, entonces somos realmente libres, caso contrario, ni siquiera podríamos plantearla como una opción a elegir. ¡Vaya, qué curioso! Sí, somos libres. Me sorprendí de mi propia reflexión, mientras miraba a lo lejos como se alejaba caminando papá con un andar lento y cansino. Me dejé llevar por el impulso que me hizo levantar la mano en señal de saludo y a lo lejos le sonreí.



NOTA: Cualquier semejanza con alguna persona o hecho de la realidad es una simple casualidad. Esta historia es sólo un invento de las neuronas del autor que en extraña sinapsis le dictaron al computador con impulsos de serotonina y dopamina.